Elmanifiesto.com finaliza con esta entrega las entrevistas publicadas con el filósofo Agustín López Tobajas, el autor de Manifiesto contra el progreso (Ed. Olañeta), 2005), que es uno de los autores más interesantes del actual panorama español. En esta cuarta parte, Tobajas habla de la sociedad de la información, la técnica y el ecologismo, entre otras cosas. “La sociedad de la información –dice el filósofo- supone la extinción definitiva de los últimos vestigios de vida tradicional que aún sobrevivían en nuestro mundo. Eso me parece extremadamente grave. Quienes han nacido en las últimas décadas no podrán tener ningún recuerdo de un mundo con rastros de sentido”. Con ustedes, Agustín López Tobajas.
D.R.: Antes hablaba de contemplar la naturaleza desde la propia alma y ahora nos advierte sobre un mundo sin alma. Para muchos este concepto de “alma” se ha transformado en un sinónimo de buenas intenciones o tal vez de inspiración emocional. Pero usted nos recuerda que el alma es capaz da hondura y de desvelar misterios ¿qué es entonces ese alma que hemos olvidado?
ALT: Seguramente hay cosas que se entienden mejor por intuición que mediante una definición. Teniendo en cuenta que quizá no sea éste el momento oportuno de meternos en sutiles distingos metafísicos que, por lo demás, tampoco yo sería capaz de improvisar, tendremos que conformarnos con manejar una aproximación intuitiva. Un filósofo contemporáneo, Henry Corbin, dice que el alma es -en la doble posibilidad de la expresión- el rostro que Dios ofrece a cada hombre: es decir, el rostro que el hombre ve en Dios y el rostro que Dios ha concedido al hombre. De ahí se deriva que el alma es, pues, nuestra realidad más profunda y, a la vez, la única posibilidad de conocer la realidad en su profundidad. Por algún motivo, estamos escindidos de nuestra propia alma y es preciso volver a recuperar la unidad perdida. En la medida en que se produce esa unidad, se produce la transfiguración, aparece una nueva dimensión de la realidad, una dimensión de luz, el mundo se “reencarna”, aparece, literalmente, un mundo nuevo, del que la ciencia, por cierto, no sabe absolutamente nada. Y ese mundo es mucho más real que el que comúnmente se considera “mundo real”. Pero el alma hay que buscarla, hay que cultivarla, de lo contrario muere por inanición.
D.R.: En su crítica al ecologismo, acomodado a soluciones de carácter tecnológico y a hacer el trabajo más digerible al progresismo reinante, usted aclara “que no hay que hacer compatible al equilibrio natural con el desarrollo y la riqueza, sino con la austeridad y la santa pobreza”. Hablar hoy en día de ser pobres no sólo produce indiferencia, sino seguramente sarcasmo y rechazo. Nadie puede considerar la pobreza un mérito o un logro, sino todo lo contrario. ¿Nos podría recordar a los lectores qué es la santa pobreza y cómo ésta puede ser la “tecnología” más fiable para una solución a nuestros males?
ALT: No sé si la austeridad y la pobreza son la solución a nuestros males (ni siquiera sé si “nuestros males”, socialmente hablando, tienen solución), pero, sin apuntar tan alto, me parece que es simplemente el único camino sensato para vivir con dignidad, que no es poco. No estoy hablando de que haya que vivir en la miseria ni pasar hambre. Estoy hablando simplemente de ceñirse a lo esencial. Todo lo que no es esencial es secundario, y lo secundario nos desvía de lo esencial y nos lleva a perdernos en la nada.
Hay algo así como una ley espiritual de conservación de la energía, en virtud de la cual para añadir algo a una parte, hay que quitarlo de otra. Sólo podemos acumular riqueza material a costa de un empobrecimiento espiritual. Y aquí estamos otra vez ante el molesto problema de tener que explicar lo obvio. Pero me parece que son los que piensan lo contrario los que tendrían que explicarse. Si alguien cree que la felicidad está en tener varios coches y marcharse de vacaciones al Caribe, pues vale. Hace tiempo que renuncié a convencer a nadie de lo contrario.
Nuestra cultura ha sustituido la fe en Dios por la fe en el “progreso”, un dogma mucho más incuestionado ahora de lo que lo fue nunca la idea de Dios. Se da por supuesto que todos los problemas se arreglan mediante la acumulación, que todo se resuelve con más medios, más energía, más ciencia, más tecnología, más progreso… Se da por supuesto que el desarrollo económico es siempre bueno. Pero esa manía de acumular no es más que la forma neurótica de compensar un inmenso vacío interior. Y cuanto más se acumula, mayor se hace el vacío. A partir de un cierto nivel, cuanto más tenemos, menos somos.
En todo caso, la necesaria pobreza no se refiere sólo a los llamados “bienes de consumo” que se puedan acumular a nivel personal, sino fundamentalmente a todo lo que socialmente ha acumulado nuestra civilización; pues se puede vivir con un cierto nivel de austeridad personal, pero es prácticamente imposible vivir renunciando a eso que llaman “conquistas de nuestro tiempo”, por ejemplo, a la tecnología moderna, encarnación social del mal por antonomasia. Sencillamente no se te permite vivir sin ella y ya casi ni siquiera morir sin ella. Y me parece que en un mundo dominado por la tecnología y la información apenas hay posibilidades de supervivencia ni para la naturaleza ni para el alma.
D.R.: Todos los programas políticos de desarrollo quieren convertir a sus ciudadanos en miembros de la “sociedad de la información”. Parece que a usted esta expresión la resulta sospechosa…
ALT: No, no exactamente sospechosa. Me parece, más bien, abominable. No la expresión, claro está, sino la realidad que designa. La información no es más que la corrupción de la sabiduría, su inversión exacta; y como dijo un Padre de la Iglesia, la corrupción de lo óptimo genera lo pésimo. “Sociedad de la información” es un sinónimo exacto de lo que algunos han llamado de forma más clara “reino de la cantidad”, que implica la sustitución metódica y rigurosa de todo lo cualitativo en definitiva, lo único que importa por lo cuantitativo. Excluyendo todo lo que pertenece al ámbito de la cualidad, y por tanto de la inteligencia, la sociedad de la información no es más que el grado extremo en la sofisticación de la barbarie.
La sociedad industrial, con toda su mastodóntica brutalidad, y tal vez por ello mismo, permitía, en algún sentido, mantener una cierta distancia mental frente a ella. En la sociedad postindustrial, en eso que ahora llaman “sociedad de la información”, esa distancia desaparece porque ya no hay esa violencia explícita por parte del poder; la tensión ha desaparecido; aparentemente todo se suaviza y se democratiza; todo se vuelve higiénico y aséptico, light; sobre todo las inteligencias. Y, claro, las inteligencias light se sienten felices en un mundo light. Todo está en orden. Hay reacciones y desajustes, por supuesto, pero no es descartable que se puedan resolver. La sociedad de la información supone la extinción definitiva de los últimos vestigios de vida tradicional que aún sobrevivían en nuestro mundo. Eso me parece extremadamente grave. Quienes han nacido en las últimas décadas no podrán tener ningún recuerdo de un mundo con rastros de sentido.
Está por ver si ese modelo social consigue sus objetivos o se derrumba en el empeño. Si se derrumba tal vez arrastre al mundo entero en su caída; si triunfa… mejor no pensarlo. ¿Hay posibilidad de caminos intermedios que permitan, al menos, seguir tirando? No tengo ni idea. Pero sé que durante milenios y hasta hace bien poco las gentes han vivido sin información, sin ordenadores, sin móviles, sin internet… Su vida sería feliz o desgraciada, pero era real, inmediata, humana. Sus esperanzas, sus angustias, sus alegrías y sus tristezas estaban puestas en la familia, en la cosecha, en la fiesta comunal, en el duelo… en cosas reales. Ahora están puestas en el Euribor y en el índice Dow Jones. En la sociedad de la información la vida está en función de unos datos que no tienen realidad ninguna, son como signos trazados en el aire que nos asustan, nos alegran, nos hacen sentirnos de una forma o de otra, como si realmente tuvieran entidad. Supongo que a nivel individual, el ser humano siempre tiene algún grado de libertad para orientar su existencia en una dirección o en otra, pero en el plano social, todo es un gigantesco simulacro que ha venido a sustituir a la vida. Imposible no evocar las palabras del jefe Seattle: la vida ha terminado; expulsados de la patria de origen, aquí ya sólo queda la supervivencia.
D.R.: En el breve esbozo que nos está trazando cualquiera pensaría que su propuesta ante las limitaciones del mundo moderno sería huir de él, pero usted en el cierre de su libro Manifiesto contra el progreso nos advierte de que no se trata de huir de la realidad, sino justamente de huir a la realidad. ¿Cómo sería un trato “realista” con la naturaleza?
Ahí, en principio, no hay mucho que inventar. Una relación realista con la naturaleza estaría en la línea de la que han mantenido siempre todas las culturas tradicionales, que han conservado el mundo casi intacto a lo largo de milenios. Ha bastado la presencia del hombre moderno durante unos pocos años, con unos planteamientos radicalmente distintos a los del resto de la humanidad, para producir la catástrofe. Así pues, me parece que está claro hacia dónde hay que apuntar: todas las culturas han partido siempre del reconocimiento de la dimensión espiritual de esa relación, de la consideración de la naturaleza como una realidad sagrada.
Eso implica desligar a la naturaleza del proceso productivo. La naturaleza no puede ser contemplada como depósito de materias primas, por muy racionalmente que se pretenda gestionar. Tampoco me parece que el planteamiento cientifista con su fragmentación analítica y su reduccionismo aporte una visión más profunda. Habría que reaprender a contemplar la naturaleza como Misterio, como lugar de revelación de una presencia superior. Novalis lo expresaba con precisión: “Ver, hasta en sus más recónditas profundidades, el Alma del vasto mundo”. Cuando se ha visto “el Alma del vasto mundo” es ya imposible referirse a la naturaleza como despensa.
El discurso del ecologismo, miope y estrechamente pragmatista, impregnado de sociologismo, economicismo y cientifismo, es ya, en una gran medida, el del poder social dominante. Hace falta un nuevo discurso sobre la naturaleza que la revele en lo que tiene de sacralidad, de poesía, de magia, de belleza, de armonía oculta, y que al mismo tiempo, lejos de cualquier blandenguería, sepa cuestionar de forma implacable el progreso, la tecnología, la industrialización, el desarrollo… Esta doble e indisociable perspectiva me parece esencial, y ni lo uno ni lo otro está presente en el planteamiento ecologista.
Por encima de todo, sería preciso recuperar una forma de vida que nos devolviera a una relación inme–diata con la naturaleza; y lo que de forma especial impide esa inmediatez es, en mi opinión, la tecnología moderna. Por supuesto, no es posible renunciar de la noche a la mañana a la tecnología, pero tal vez sería posible desandar lo andado de forma gradual; orientar el proceso exactamente en la dirección inversa, decrecer en lugar de crecer, ir cada vez más despacio en lugar de más deprisa, recuperar progresivamente todo lo que la modernidad nos ha arrebatado sin que apenas nos enterásemos. Eso exigiría un cambio de conciencia global de la humanidad que, ciertamente, no tiene visos de producirse. Y, aun en el caso de darse, ¿sería técnicamente posible ese proceso? No lo sé. Pero, en todo caso, si todavía existe una posibilidad de escapar a la Babilonia tecnológica en que vivimos, no puede estar más que ahí. Eso es, yo creo, lo único real.