Cuentan que una tarde de octubre de 1964, mientras el General de Gaulle caminaba por las calles de Buenos Aires, uno de los integrantes de la delegación de aquella visita oficial murmuró en voz alta: “Esta ciudad es la capital de un imperio que nunca existió”. Esa voz era, nada menos, que la de André Malraux.
Buenos Aires siempre ha hecho suspirar a los poetas y avivar la vena literaria de los novelistas. Borges la juzgaba eterna, como el agua y el aire, y Marechal, que le tomó el pulso como pocos, descifró el enigma de su nostalgia: “El que no ha escuchado la voz del río no comprenderá nunca la tristeza de Buenos Aires. ¡Es la tristeza del barro que pide un alma!”. Buenos Aires, mixtura de luz y de ocaso, de glamour y de suburbio, fue en un momento, la capital literaria de América del Sur, no sólo por la calidad de sus escritores, sino también por sus librerías, pequeños refugios que, en vecindad de sangre con la Avenida Corrientes, jamás dormían. De todo aquello han quedado algunas pálidas sombras. Las nuevas librerías porteñas, en su inmensa mayoría, viven presas de todo un mercado editorial que impone, a fuerza de marketing, todo aquello que “debe” leerse. Por ejemplo, las librerías más importantes poseen un sector privilegiado en sus vidrieras, bien iluminado y siempre “plumereado”, dedicado a la literatura feminista. Allí relucen los libros de Simone de Beauvoir, Judith Butler y Dora Barrancos, entre otros. Nada nos asombra, ya lo he dicho alguna vez, así es la moda, prima hermana de la muerte.
Mientras estos panfletos llegan de a poco a la mesa de saldos, creemos importante reivindicar a las grandes mujeres que han pensado seria y profundamente las coyunturas de su tiempo y más allá. Tres figuras femeninas esplenden en la literatura filosófica del siglo XX, las tres de origen judío, dos conversas y cuarto. La primera de ellas es Edith Stein, secretaria de Edmund Husserl en sus comienzos, doctora en filosofía, mártir en la entrega final de Auschwitz y Patrona de Europa para siempre. El segundo nombre importante es el de Simone Weil, mujer de inmensas agallas, talento literario y místico, de alto vuelo. El tercer nombre es el de Hannah Arendt, ni santa ni mística, pero sí mujer de gran enjundia filosófica que nos merece una demora. Pivotando en algunos de sus conceptos, nos sumergimos de lleno en el núcleo de esta meditación.
Hannah Arendt murió el 4 de diciembre de 1976, cuando caía la tarde. Algunos días antes, había concluido la segunda parte de su obra La vida del espíritu que llevaba por título “La voluntad”. La obra estaba dividida en tres partes: El pensamiento, la voluntad y el juicio. Su editora nos cuenta que gran parte de esos manuscritos constituían el material de sus clases en el New School for Social Research de Nueva York. Luego de su muerte, se encontró en su máquina de escribir una hoja en blanco con un título: El Juicio, acompañado con dos epígrafes. Es posible que, en sus últimos días, Arendt se haya sentado a trabajar en la sección final de la obra.
En las primeras líneas de La vida del espíritu, la filósofa alemana expone las dos razones fundamentales que despertaron su interés por las actividades del espíritu. La primera de ellas —y fundamental a mi modo de ver—, encuentra su origen en el renombrado proceso de Eichmann en Jerusalén, juicio al cual nuestra autora asistió en condición de cronista y cuyos frutos se tradujeron en una importante y polémica obra que Arendt tituló: Un estudio sobre la banalidad del mal. La tesis central de esta obra era la siguiente: detrás del oficial nazi allí detenido, responsable de la coordinación del trasporte de deportados a los campos de concentración en Polonia, en la trastienda de su carnalidad gestual moraba una superficialidad extrema. Hannah Arendt lo expone así:
“Los actos fueron monstruosos, pero el agente –al menos el responsable que estaba siendo juzgado en aquel momento – era totalmente corriente, común, ni demoníaco ni monstruoso. No presentaba signo de ningún tipo de convicciones ideológicas, ni de motivos específicamente malignos, […] no era estupidez, sino incapacidad para pensar”. [1]
El diagnóstico dio mucho que hablar, gran parte de la comunidad judía se enemistó con Arendt, pues esperaba de ella un juicio severo, condenatorio y lapidario; sin embargo, a ella le había llamado la atención la total ausencia de pensamiento de Adolf Eichmann.
La segunda de las razones que llevaron a nuestra autora a interrogarse por la actividad del espíritu es la relación entre vita activa y contemplación, entre praxis y vida teorética. De hecho, uno de los epígrafes que abre la obra expone aquella frase de Catón: “Nunca hacía más que cuando nada hacía, y nunca se hallaba menos solo que cuando estaba solo”. Una meditación de naturaleza dialéctica jalona toda la primera parte de la obra.
El núcleo de mi reflexión surge del interrogante que plantea la misma Hannah Arendt:
“La actividad de pensar en sí misma, el hábito de examinar y de reflexionar [...], ¿puede ser una actividad de tal naturaleza que se encuentre entre las condiciones que llevan a los seres humanos a evitar el mal o, incluso, los ‘condicionan’ frente a él?”[2]
Para Arendt, el pensamiento, como actividad del espíritu, no puede separarse de la facultad de juzgar, elemento crucial para la estadía de la realidad humana en el mundo. El pensamiento está íntimamente vinculado con la realidad y por ello, la responsabilidad es connatural a la actividad del pensar. La incapacidad de pensar se traduce en una huida, un apartamiento del mundo. En este punto, Arendt desarrolla una de las dialécticas capitales que definen la historia del pensamiento filosófico: la tensión entre realidad-apariencia. La lección fundamental que nuestra autora nos entrega es que, en verdad, no existen dos mundos, pues fenómeno y fundamento, lo latente y lo manifiesto, ser y apariencia, se pertenecen mutuamente. Es verdad que la naturaleza del pensamiento exige vocación de profundidad, pero el desafío es poner en diálogo un doble recorrido de inmersión y flotación, de apartamientos y regresos al reino de lo latente. Arendt, deudora de Kant en muchos aspectos e hija ideológica de gran parte de la filosofía moderna, no tiembla al afirmar que la actividad del pensamiento se halla indisolublemente unida a la búsqueda de la verdad. Quizás, algo de sus estudios tempranos (Arendt dedicó su tesis doctoral al concepto de amor en san Agustín), siguió latiendo hasta el final de sus días. En tanto que piensa, el hombre se compromete con lo real y renuncia a hundirse en el sinsentido.
Martin Heidegger, omnipresente en la vida Arendt, expresó alguna vez: “lo que más da que pensar es que todavía no pensamos”. [3] Allí radica el desierto creciente que anunció Nietzsche, y por ello, Arendt comprendió muy bien que la renuncia al pensar redunda en la desventura de albergar desiertos.
Nuestra posición respecto al problema del mal es irrenunciable. El mal tiene entrañas metafísicas y sobrenaturales, pero ello no indica una anulación de lo natural, porque está en juego el drama de la libertad, la opción del hombre en la que a cada paso se juega su propio ser. Heidegger intuye esas entrañas mistéricas y por ello afirma:
“Recién cuando nos hayamos relacionado con lo misterioso y propicio con lo que propiamente da que pensar, estaremos en condiciones de meditar también sobre el concepto que debamos tener de lo maligno del mal”. [4]
Si el mal no posee realidad positiva per se, si como lo pensó Agustín y lo aquilató Tomás, es la ausencia del bien debido, la renuncia al pensar, el afán de superficialidad, el apego a la opinión viajera, resultan causas predisponentes del mal. Quien lo ha visto con hondura filosófica ha sido Roberto Calasso:
“Caído el reino de lo divino y envilecido el vicariato de la metafísica, la opinión ha quedado al descubierto, como última primera piedra, cubriendo multitudes de gusanos, alguna iguana y pocas y antiguas serpientes. […] la opinión engulle al pensamiento y lo reproduce en unos términos similares con alguna leve modificación tan solo”.[5] Y remata unas líneas más adelante: “La nueva sociedad es una teocracia agnóstica basada en el nihilismo”. [6]
Ese vacío interior que nada tiene que ver con la experiencia mística sino con la sordera ante la voz de las cosas que desde el esplendor de su sencillez no dejan de llamarnos, esa oquedad existencial que Arendt auscultó tras la figura de Eichmann, esa insustancialidad traducida en la renuncia a pensar también engendra el mal. “Quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo” dijo Hölderlin. Valdría la pena grabarlo en los pórticos de las Escuelas de Filosofía, en los Parlamentos… No lo entenderían, pues los políticos no piensan.
[1] H. Arendt. La vida del espíritu. Ed. Paidós. Buenos Aires, 2002: p. 30.
[2] Ibídem: p. 31.
[3] Heidegger. ¿Qué significa pensar? Ed. Terramar, Buenos Aires, 2005: p. 41.
[4] Ibídem: p. 37.
[5] R. Calasso. “De la opinión”, en: Los cuarenta y nueve escalones. Ed. Anagrama, Barcelona, 1994: p. 83.
[6] Ibídem: p. 100.
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