Ingresó en prisión en 1976, a los 26 años de edad, por haber desertado del ejército; ya saben, aquel ejército que era el mismo de Franco, fallecido once meses antes.
Tiene ahora 61 años y continúa en la cárcel.
Nunca cometió delitos "de sangre".
Para cualquier demócrata de nuestro tiempo (sobre todo los demócratas que repiten cuarenta o cincuenta veces al días las palabras "franquismo" y "memoria"), el caso de Miguel Montes Neiro debería haber representado justo lo que es: una obscena injusticia, paradigma del funcionamiento desquiciado, arbitrario y cruel de la administración cuando las leyes (y quienes las ejecutan), se aplican ciegamente, ferozmente, contra individuos indefensos.
Pero no. Ningún demócrata antifranquista se ha acordado de que este hombre lleva 35 años en la cárcel, y que fue puesto entre rejas, por primera vez, como castigo a su huida del ejército franquista. Se ha pudrido entre los muros de su celda con los gobiernos sucesivos de Adolfo Suárez y la UCD, con los no menos sucesivos de Felipe González, con Aznar y no digamos con el señor ese de Valladolid que se está construyendo una casita en León.
Solamente la presión de las redes sociales, "incendiadas" por el escándalo del indulto a Alfredo Sáez (consejero delegado del Banco de Santander, faltaría más), ha conseguido que el gobierno en funciones se acuerde del preso más antiguo de España.
Hoy, Miguel Montes Neiro y su familia se sentirán al fin satisfechos y felices. Y todos los demócratas de España y parte del extranjero tenemos, a partir de hoy, un hiriente recordatorio para sentir un poco más de vergüenza por esta democracia tan rara en la que vivimos. Esa misma democracia que ha mantenido en prisión, sin acordarse de que existía, a un hombre de 61 años, enfermo de hepatitis y tuberculosis.
A esa democracia me refiero.
A esa vergüenza.