Toros, mentiras, muerte y miseria

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 Hace veintisiete años, en 1983, Javier Solana Madariaga era ministro de Cultura en el primer gobierno del entonces joven y dinámico Felipe González. En ejercicio de su cargo, Solana mantuvo varias reuniones con la Federación de Asociaciones Ecologistas para tratar un asunto que ya en aquellos tiempos levantaba polémicas y dividía visceralmente la opinión de los españoles: los festejos taurinos y el maltrato animal en toda clase de celebraciones y jolgorios públicos.

 
Solana, con un sentido bastante pragmático de la realidad (al menos esa impresión daba), planteó a los representantes ecologistas la posición del gobierno al respecto: intentar erradicar las fiestas populares donde se maltrata a los animales y prohibir las plazas de toros ambulantes. Sobre la fiesta nacional, celebrada en plazas estables y conforme a un estricto reglamento de cuya observancia se encarga la autoridad policial, mantuvo Solana su criterio de “no tocarla por el momento”, pues era (y sigue siendo) un asunto muy controvertido sobre el que cualquier actuación prohibicionista acarrearía un encono social considerable. Es decir, que el coste político para aquel gobierno y la controversia que enfrentaría a los ciudadanos no serían compensados por los beneficios, digamos progresistas, de suprimir la fiesta o, siquiera, restringirla mediante una revisión del reglamento taurino.
 
Los ecologistas dieron por positivo el resultado de aquellas reuniones y salieron de las mismas convencidos de que el gobierno de Felipe González iba a poner coto a barbaridades como los toros embolados, los lanceados, los enmaromados y similares espectáculos donde el sufrimiento del animal era (y sigue siendo) condición necesaria para la completa diversión de los participantes. Por supuesto, también se llegó al compromiso de abolir fulminantemente otras ceremonias de tortura animal, como la célebre fiesta de la cabra de Manganeses, el burro de Pero Palo, la decapitación de gallinas en La Alberca, el apedreamiento de gallos, conejos y otros bichos de corral en Ronda... y un enorme etcétera que incluía las peleas de gallos, de perros, de perros contra toros o bueyes y demás holganzas que tenían (y siguen teniendo) el triste mérito de invocar lo más retrógrado, palurdo, cruel y roñoso de una España negra y profunda que dejó de serlo hace casi un siglo, aunque perviva la sombra ancestral de los ritos rurales que se complacen en la muerte alevosa de un indefenso animal ante una turba de exaltados cazurros, los cuales, con demasiada frecuencia, llevan en el cerebro más aguardiente que neuronas.
 
Han pasado casi treinta años desde aquellas pompas de jabón lanzadas al aire de las promesas vanas por el simpático Solana. La realidad, siempre tozuda aunque siempre ignorada por los profesionales de la añagaza y los integristas del dogma ecológico, nos ofrece una evidencia inapelable: no se han suprimido los festejos populares (demasiado impopular, demasiado peaje político para quienes viven opíparamente del chollo), pero se arremete contra la fiesta de los toros y se zalea a quienes convierten la discordia en causa identitaria, motivo de escisión y enfrentamiento entre la ciudadanía. Es decir: aquello en lo que todos estaban de acuerdo, se olvida; pero lo que fuere causa de confrontación, se alienta con encendido entusiasmo. Esta política de avivar y exaltar lo que diferencia y enfrenta a los ciudadanos, al tiempo que se diluye cuando no se prohíbe lo que nos une (véase la persecución lingüística del castellano en Cataluña, con denuncias, delaciones, multas y todas las medidas coercitivas que se antojen a los nacionalistas), fue marca de la casa en los sucesivos gobiernos de Felipe González, tuvo un clamoroso punto de eclosión con Aznar y sus aznaradas previas a la guerra de Irak y se ha incrementado hasta lo insufrible con los sucesivos gobiernos de Rodríguez Zapatero.
 
Probablemente ningún presidente del gobierno, en la etapa constitucional de la reciente historia española, haya concitado tanta aversión en torno a su persona, se haya hecho aborrecer tanto por sus adversarios políticos y halla encolerizado tanto y a tantas personas al mismo tiempo. Es muy probable que en la historia de España no vuelva a repetirse la pintoresca figura de un presidente tan abominado, tan pastelosamente sectario, tan convencido de que gobernar significa dividir a la población en bandos irreconciliables, legislar a favor de unos y en contra de otros y abrir (o reabrir) profundas heridas en la sociedad española que tardarán mucho tiempo en cicatrizar, de nuevo los españoles avocados a la reconciliación y el perdón tras el paso por el poder de este Atila del progresismo. Difícilmente volverá a aparecer un líder político tan temerario como para proclamar su legislatura (2008) como “la del pleno empleo, el feminismo y la igualdad”), proveer un gobierno de cuota semejante al casting de una película (dirigida, por supuesto, por Almodóvar), y ante la dramática evidencia de la peor crisis económica en los últimos cincuenta años mantener el núcleo de dicho gobierno festivo, pues mientras los trabajadores van al paro por millones y las familias se asfixian entre las zarpas usurarias de la especulación financiero-inmobiliaria, ellos y ellas están muy ocupados y muy felices con sus proyectos de ingeniería social: neolengua, glamour gay/lésbico, talleres de masturbación, tira y afloja con el chantaje nacionalista, conversaciones permanentes con el entorno de ETA, integración “a la baja” (es decir, mediante bajada de pantalones), ante la avalancha islámica y otras alegrías sedicentemente progresistas aunque de fondo antihistórico y ultrareaccionario: las catedrales son fachas; las mezquitas, el no va más de lo moderno.
 
Sólo en este ambiente de escisión, continua beligerancia e irresponsable fraccionamiento de la conciencia ciudadana (lo cual se traduce en la radical polarización del electorado, que es lo único que les interesa), es concebible el atropello cometido por el parlamento catalán respecto a la fiesta taurina. Sinceramente, nunca fui muy aficionado a los toros, me importan poco las glorias y afanes de los toreros (de quienes sé apenas tres o cuatro nombres), y me conmueven al mínimo, más bien nada, las noticias de grandes faenas o tremebundos percances en el ruedo. Bastantes desgracias suceden en el planeta, con demasiados inocentes pagando su pobreza y desvalimiento, para guardar lágrimas o sentida compasión por quienes se ponen delante de un astado de propia voluntad, en legítimo anhelo de gloria y ganancias pecuniarias que, comprenderán, a un servidor le importan lo mismo que el nombre del ganador del último festival de la OTI. Pero, como cualquier ciudadano y cualquier persona con sentido común, no puedo sino lamentar, y denunciar en la medida de mis posibilidades, la sonrojante, abusiva sinrazón de quienes denostan o consienten la criminalización de las corridas de toros mientras que en cientos de poblaciones españolas se continua maltratando hasta la muerte a infelices animales, sin que esta tropelía sea causa de inquietud ni acción de ninguna clase por parte de los poderes públicos. El toreo como rito, ceremonia reglada, organizada y sujeta a ordenanzas inflexibles que mantienen y preservan su solemnidad y lo alejan del abominable linchamiento colectivo, es objeto de persecución. Apedrear animales, defenestrarlos, acribillarlos con dardos, arrojarlos al mar, meterles fuego en la cornamenta y demás sórdidos ingenios de la multitud cuando dicha multitud se transfigura en chusma, no es objeto siquiera de restricciones administrativas. Un gobierno y unos gobernantes que preservan estas celebraciones, invocando su raigambre popular, expresan patentemente su concepto de la ciudadanía: populacho embrutecido al que de vez en cuando conviene soltar carnaza.
 
Respecto a la vigencia en toda España de la fiesta de los toros (excepto en Canarias, pues en Cataluña está por ver qué sucederá de aquí al 1 de enero de 2011, elecciones autonómicas mediantes), me amparo en un argumento del excelente escritor Manuel Vicent para defender su continuidad. Vicent, conocido y brillante detractor de las corridas de toros, dejó escrito hace tiempo que”En los toros, todo lo que no es muerte es miseria”. Cierto como el pan y el vino. ¿Cómo no alegar a favor de una ceremonia donde la representación de la muerte (del toro o del torero, seamos claros), sublima nuestra limitada condición humana, siempre en riesgo de anegarse en la miseria? Definición más ajustada que la de Vicent me parece imposible. Antes que sufrir las miserias del espíritu, cualquier subterfugio es lógico, humano y decoroso. Incluida la muerte.

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