Mamá, quiero ser artista

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Hace años me contaba la maravillosa pintora (y maravillosa persona) Maripi Morales, cómo un histórico vecino suyo se empeñó en que le impartiera clases de plástica y bellas artes, pues estaba firmemente decidido a convertirse en genio de la pintura. Ella, no muy convencida, accedió más que nada por no desairar al celoso aspirante, amigo de siempre y en el fondo buena persona. El primer y único día de aquel corto curso empezó con el delicuescente, amanerado alumno, presentándose en el estudio de la pintora vestido como artista de Montmartre en opereta de ambiente bohemio: blusón gris, amplia boina elegantemente caedera, paleta de diseño, pliegos parchemín, carboncillos, difuminadores... y una colección de pinceles y botecitos de color que debían haberle costado un huevo de la cara. Ella, toda paciente, intentó dar su definitiva lección, imprescindible para transformar al entusiasta aspirante en algo de más sustancia que un tío cursi disfrazado de pintor.

-Todo lo que has traído -le dijo -, es todo lo que te sobra para conocer la emoción artística. Cuando sientas la pintura como una manera de ver e interpretar el mundo, no como algo bonito que sale de un montón de colorines, estarás en el buen camino.

No volvió el desanimado caballero a dar la tabarra con sus anhelos pictóricos, y cada vez que Maripi contaba aquella anécdota nos reíamos y pensábamos en cuántos artistas de chufla y dar el pego conocíamos. Poetas que escriben tres versos al año y emplean todo su tiempo (mientras les llega la inspiración), en engoladas sesiones de lectura pública, encuentros internacionales de aficionados al ripio, congresos, ediciones institucionales de mucho diseño y poca chicha, viajes, tertulias... y lo que se dice para poetas vale para escritores en general y sedicentes artistas en universal. Son una especie en auge, no demasiado molesta aunque de sobra horripilante. Como son incapaces, y lo van a ser siempre, de entrar en el fondo del asunto, que es el meollo del arte y la creación, se dedican a pasear festivos y contentísimos de sí mismos por los alegres arrabales del talento. Es el mejor método para identificarlos. Un artista de pose anda siempre como dama en edad de merecer, de cenáculo en baile, ríe que llora. Un artista de verdad, por lo común, está en su casa. Trabajando.

Pero el trabajo no es un valor en alza, qué le vamos a hacer. El arte, la literatura contemporánea, agradecen lo breve no por talentoso sino por efímero. Por trivial. Si escribe usted una novelita al estilo bloguero, con capítulos de media página y personajes de película de los hermanos Coen, va usted perfectamente enrutado para ser autor de un éxito como Nocilla Dream. Si gasta su tiempo y energías en la apabullante frondosidad de Las benévolas, y del esfuerzo le salen mil quinientas páginas de apretado texto, posiblemente será usted merecedor del premio Goncourt y la Academia Francesa quizás lo distinga con su premio nacional. Pero descuide: ni Dios sabrá quién es usted. Pregunten... pregunten en cualquier biblioteca o librería por Jonathan Littell, verán qué cara de pasmo se le pone al del mostrador. Así funciona ahora el negocio, por lo que no es de extrañar que cada vez haya más gente dispuesta, bajo cualquier condición y precio, a ser artista. Con el oropel se darían por muy bien pagados; el arte de verdad, la capacidad real de construir una obra digna de ese nombre... ese empeño tan poco grato queda para los desconocidos. Lo peor del mundo: los casi anónimos que dedican la vida a la inutilidad del amor al arte.

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