El sueño de la razón

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EL sueño de la razón producía monstruos, pero eso era antiguamente. Ahora produce miembras y cosas así. Los tiempos cambian, y como los sueños sueños son, el de la razón produce majaderías, que es lo propio. Terminaron aquellas épocas oscuras en las que un iluminado tenía una idea y organizaba la guerra mundial. Al día presente, cada vez que a un ilustrado con mando en plaza se le ocurre una parida, se remueve el corral; pero en vez de inquebrantable adhesión a los sueños del ingenioso, suele producirse efecto cero; la gente pasa de él como de la Ponferradina, o en su defecto lo señalan con el único adjetivo que le viene a molde: insensato.

Por ejemplo, se empieza invocando el principio de justicia universal y se acaba pidiendo el certificado de defunción del Caudillo. Cada tiempo tiene su tono, y el rigor del presente determina que las pomposas chorradas se consideren como lo que son. En granaíno: chuminás. Por una chuminá se mataban nuestros abuelos, cierto. Hoy nos duele tanto como las operaciones estéticas de Marujita Díaz.

Ah, ¿pero aún no han leído ustedes el auto del juez Garzón declarándose competente para iniciar una causa general contra el franquismo? Pues les recomiendo esta inigualable pieza cómica de la literatura judicial. Desde la famosa demanda interpuesta en verso por un abogado de Castril de la Peña no se había visto cosa parecida. Aquel escrito, dirigido al juzgado de primera instancia, comenzaba: «A tantos de tantos en Castril/ villa agreste y pastoril/ donde no existen la ley/ ni el Código Civil». Poco trabajo debía tener aquel letrado, y mucho tiempo libre el instructor de los Juzgados Centrales que se constituye en inquisidor autorizado, se cita a sí mismo ochenta veces e invoca argumentos tan contemporáneos como la doctrina del Proceso de Nuremberg -por cierto, inexistente cuando empezó nuestra guerra civil-, la Convención de Ginebra de 1864, el Tratado de Versalles y, de remate, unas declaraciones efectuadas por el general Francisco Franco, en Tánger, el 27 de Julio de 1936, al periodista Jay Allen, del ´Chicago Daily Tribune´ nada menos. El argumentario legal es demoledor. Rancio y peregrino mas intachable desde el punto de vista literario.

Hace unos días vi publicada en un diario de mi ciudad un fotografía con antediluvianas cantidades de expedientes judiciales atascados en los archivos de la Chancillería, juicios pendientes desde aquellos tiempos en que los funcionarios cosían a mano el legajo, aporreaban a dos dedos la Olivetti, guardaban las pruebas materiales de los crímenes en una bolsa de plástico colgada tras la puerta y bajaban a la fuente de Plaza Nueva para llenar el botijo. Mi amigo Paco Guerrero, auxiliar de la Audiencia Territorial, estuvo años utilizando como archivador un frigorífico embargado. Qué tiempos aquellos. Mas no se apuren que vuelve la Historia, los viudos con brazalete negro, los asientos reservados en el autobús a los caballeros mutilados, la prohibición de aguas mayores junta a la tapia de la RENFE y los cinco duros de multa por blasfemar o escupir en la taberna. Lo más actual que cita el célebre auto son las órdenes dictadas en 1941 por el mariscal Keiter, nazi perdido.

Tabla rasa y a partir de cero. Estamos en plena posguerra. Habrá que ir en busca de pico y pala para la faena de las fosas. A lo mejor aparece alguna cartilla de racionamiento. Que la guarden, cualquier día de estos vuelve a ponerse en vigencia. País.

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