Historia y pretextos

Compartir en:

 

La Historia no se hizo para gusto de nadie, ni para dar la razón a nadie en sus afanes del presente, ni para justificar ni para justificarse a sí misma. La Historia, tal como la definía Xavier Zubiri en uno de sus apabullantes ejemplos de lucidez, es una voluntad de ser. Ni más ni tampoco menos.

Nadie es quién para juzgar la voluntad de quienes nos precedieron en el tránsito por este mundo, mucho menos para interpretarla conforme a intereses del hoy que no tienen nada, absolutamente nada que ver, con aquello que conmovía, alentaba, aterrorizaba, impulsaba en un sentido o en otro a los pueblos, las civilizaciones, las culturas y los protagonistas del pasado.

No me gustan los términos absolutos aplicados a la Historia, lo reconozco. Me causan bastante aprensión los arquetipos que añaden obviedad sobre obviedad para concluir en la satisfacción de siempre: “yo tengo razón porque la Historia me la da”. No sé en qué pensaban los romanos cuando se hicieron con el control de la península ibérica, si saciarse de oro y abrir lo caminos del comercio imperial al aceite de oliva o introducir su lengua y su saber, sus leyes y costumbres entre pueblos bárbaros. Probablemente todo eso y bastante más. No tengo idea de qué barrunto les entró a los musulmanes de norteáfrica cuando cruzaron el estrecho de Gibraltar decididos a quedarse y mandar más allá de las arenas de África. No sé si estaban convencidos de que expandían una religión y una cultura (nada homogénea por cierto), o si lo que les interesaba era negociar matrimonios de conveniencia con las contundentes hembras de los francos, pasando por encima del solar hispano como quien salta a la torera un riachuelo avaricioso de aguas y surgido de improviso en un caminar de inconcretos afanes. No lo sé y, la verdad, me importa muy poco. También desconozco porqué don Pelayo organizó la de Dios en Covadonga, si le vino a las mientes la idea de la Reconquista o si estaba deseando vengarse de los moros porque le habían quemado el prado y robado siete vacas y todo su empeño consistía en recuperar el pleno disfrute de dos valles, cuatro castros y cuarenta pallozas. No sé ni soy nadie para discernir la voluntad de quienes, por un motivo u otro, llevaron su nombre a las páginas de los libros que escriben, muy provistos de medios, documentación y erudición, los historiadores.

La Historia no sucedió para ser usada como evidencia probatoria en el pleito universal de razón y sinrazón, sino como enseñanza para todos. Al menos, para todos los que quieran aprender. La Historia no es un camino probable: es el único camino, la única certeza que nos consta sobre cómo se organizaban la vida y la muerte nuestros antepasados.

La Historia no es un pretexto para nadie. Es la pura verdad. Las interpretaciones no son inherentes a lo fáctico sucedido; tal especialidad corresponde a la tendencia muy humana, diversa entre gentes diversas, de llevar cada uno el agua a su molino.

El día en que sepamos aceptar la verdad sin juzgarla y sin adornarla, habremos empezado a discernir lo que realmente significa: somos lo que fuimos y fuimos quienes somos, y ruego dos segundos de atención a la anterior frase porque nada más lejos de mis intenciones que construir un habilidoso juego de palabras.

Sobreviven y se perpetúan las civilizaciones que tienen voluntad de hacerlo, para bien o para mal de la justicia, la decencia e incluso la heroica belleza de los mitos históricos. La balanza en este ámbito es más ciega que nunca. Seguir adelante es la única condición, la gran causa, el exclusivo pretexto. Lo demás... leyendas. Ponerse a discutir sobre bondad, maldad, orgullo y generosidad en los devenires de la Historia es como debatir si los canes que trajeron la liebre eran galgos o podencos mientras el vecino se merienda la captura. Hay dos alternativas: ensimismarse en los espejos del palacio arruinado por el tiempo o construir una casa sólida donde aguantar el invierno. Lo demás, me parece que lo he escrito antes, son leyendas. O mejor dicho: cuentos.



PS./ No se admiten chuflas -por incoherencia y por predicar y no dar trigo -, sobre la eventual condición de autor de novelas históricas de quien estas líneas firma. La realidad y la ficción tienen mucho que ver a veces; y a veces nada.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar