Vivimos en una país de chufla, de palangana y cinco duros de propina a la señora de las toallas en hotel de cinco estrellas, de BMW con el botijo oreándose en el portaequipajes, de borricos luciendo ronzales diseñados por Vitorio y Luccino, de codiciosos analfabetos dirigiendo las concejalías de cultura, magnates del ladrillazo a cargo del urbanismo, magos del blanqueo de dinero asesorando a los responsables de la política financiera y cazurros sin certificado de aptitud pedagógica diseñando los planes de estudio que, por desgracia, marcarán a completas generaciones con el estigma de la insapiencia. Vivimos en la casa de tócame Roque, un monipodio en el que exhibir la bandera de España con un crespón negro, en Bilbao, durante el minuto de silencio en memoria por los dos guardias civiles asesinados en Francia, se convierte en una alteración del orden público que requiere la presencia disuasoria de la policía local: a ver, se me identifiquen y me quiten ese trapo de en medio que el señor alcalde no quiere ver ni de lejos enseñas subversivas. Esa nuestra patria.
El nuestro es el país al que nadie quiere, al que nadie valora, al que nunca respetarán sus más célebres (que no preclaros) hijos. Un país aviesamente despreciado, incluso odiado por quienes en virtud del ordenamiento jurídico, el sistema de representación y la administración de recursos comunes, propios de esa nación a la que pública y privadamente vituperan, ocupan opulentos y muy ufanos las exquisitas poltronas del poder y las doradas guaridas del dinero. Aborrecen a España y detestan todo lo que lleve el marchamo de "español", desde la bandera hasta el idioma pasando por todos y cada uno de los nombres de nuestra geografía, los cuales se ocupan obsesivamente por cambiar en beneficio de la lengua de su tribu. Pero no aborrecen la gabela, la canonjía, el cargo y sus privilegios que pagamos entre todos los españoles. Hasta ahí podíamos llegar. Necesitan la ley española, el dinero español, la democracia española e incluso la constitución española para, en un futuro que imaginan venturoso, dinamitar a España e instituirse en los nuevos patricios del nuevo mundo: un montón de parcelas recalificables y urbanizables, habitadas por la idílica y muy pastueña ciudadanía nacionalista.
Vivimos en un país al que todo el mundo llama país y nadie España, o la nación, porque usar cualesquiera de ambos términos es síntoma, como poco, de intolerable reaccionarismo. Un país donde las damas de CyU, con cargo a saber qué partida presupuestaria, se marchan tan jaraneras a Cuba, a defender los derechos humanos -y echar alguna canita al aire en plan sabrosón, no lo duden -, dejando tras de sí una comunidad autónoma donde los padres no tienen el derecho, tan básico, de que sus hijos estudien en el idioma que aprendieron desde la cuna y que es el oficial de España; donde a todo el mundo, le guste o no, se le sumerge en el sistema educativo catalán, piadosamente excluyente y democráticamente obligatorio; donde la venerable lengua de Josep Pla ha devenido en instrumento de dominio ideológico, degradándose de la excelencia literaria a la pringue de la doctrina administrativa; aunque ojalá el tinglado concluyera en los ámbitos sociolingüísticos... pero qué va. Las glamourosas damas convergentes de la libertad y justicia pero no por mi casa viajaron a Cuba, tan pizpiretas ellas, desde un cortijo vernáculo donde los inmigrantes que se despellejan el alma a mayor relumbre de la especulación ladrillera ganan 500 euros al mes, el alquiler de un tugurio en el que se amontonan cuatro familias cuesta dos mil (euros) y las condiciones laborales se parecen a la semiesclavitud como el as de oros a un huevo frito. Ir a Cuba era urgentísimo, sobre todo si dejamos a la chacha dominicana arreglándonos la casa sin barrer .
Nuestro país, en el que vivimos y del que resulta tan descorazonador proclamarse ciudadano, es el de las instituciones representativas de pita y parte jamón: un congreso de los diputados donde los grupos nacionalistas, que hablan en nombre de cuatro pero que gracias al generoso sistema electoral español están abusivamente sobrerepresentados, imponen legislatura tras legislatura su sacrosanta tiranía de la bisagra, o sea, trinca cacho y moja pan; y un senado donde sus señorías, para entenderse, necesitan traductores: de euskera, de catalán, de gallego... y en plazo próximo, en cuanto se desarrolle convenientemente la reforma del estatuto andaluz, de esa misma lengua, el habla de los Quintero con acento de Churriana de Málaga. Nunca institución tan cara, con tantos prebendados arrimando el hocico, sirvió para tan poca cosa. ¿Para ensayar un parlamento de bullicio y guirigay en una confederación de repúblicas bananeras aunque, eso sí, con marcada identidad cultural cada una de ellas? Probablemente.
Que sí, que no hay otra, ni remedio ni solución en perspectiva. Ese es nuestro país, el carrusel del tío Melquiades, donde cada cual se monta en el rucio que le queda más a mano y canta risueño igual que cantaba aquel negrito del África tropical, y ahí se las den todas. Aquí, los langostinos y el cava que celebran los crímenes de ETA los paga el gobierno de Euskadi -o sea, los contribuyentes -, por medio de subvenciones a las gestoras proamnistía y comanditas afines; a las víctimas y quienes se solidarizan con ellas se las ficha a modo, por alborotadores; a quienes hablan de nación y soberanía se les llama fachas, al alumno de ESO que no suspende un par de asignaturas se le mira por encima del hombro, por insolidario, y la enseñanza del omnímodo y tentacular catalán en la escuela valenciana corre por cuenta del PP. Todos a una y todos en la misma brega. Agárrate al chollo y cierra el pico.
Y esas son las cosas que no me gustan de este país. Alguna me dejo dentro, pero no es cuestión de ponerse exhaustivo. De lo que me deslumbra de España y me hace amar a mis semejantes conciudadanos -ya que no a estos tiempos de mugre en el espejo que nos toca vivir -, ya les hablo en otro artículo. Otro día.