Rafael Nadal, de las raquetas a las Lanzas
Ignacio Peyró
16 de junio de 2008
Tal vez el tenis no vuelva a los gestos caballerosos y las franelas blancas pero a la juventud le saldrá más a cuenta admirar a Rafael Nadal que a un cantante en pose cuca de autodestrucción o a esos futbolistas que rinden más de noche que de día. En la pugna con Roger Federer, Nadal mantiene un educado antagonismo y ahí hay algo del venero antiguo del deporte como lucha contra uno mismo: en la misma medida que uno lucha contra sí mismo, se respetará a un rival que también lo hace. Se termina el partido, se dan la mano, atienden a la prensa con la mejor disposición. Tampoco vamos a pedir que luego almuercen juntos pero es bueno subrayar que Roland Garros es sólo Roland Garros y no Lepanto. O, en este caso, San Quintín.
Si ya no hay biografías de hombres ejemplares, la sobreexposición mediática de los deportistas bien pudiera alentar medidas de responsabilidad como no caer en ademanes de euforia irrespetuosa y desmedida. Hemos visto ahí gestos de futbolistas de elocuencia harto primaria, lo indicado para encanallar aún más a la canalla. No se debe callar ahí la responsabilidad de una prensa deportiva que se aleja del perfil inocuo deseable y tiende a presentar cada competición como una lucha hasta la aniquilación entre dos dioses o un sucedáneo bélico entre potencias. De pronto vemos el tenis o el fútbol y nos acordamos de Ercilla: ‘Venus y Amor aquí no tienen parte, / sólo domina el iracundo Marte’.
No todo el mundo puede ser Rafael Nadal aunque cualquiera puede sentirse su propio campeón olímpico al hacer ‘jogging’ al terminar el trabajo. Todo el talento de Nadal es la doma de mucho entrenamiento, como una caligrafía ejercitada cada día. Y aún es más de apreciar cuando el mallorquín no deja de tener un ardor natural añadido al ardor de la juventud y la tentación de la disipación por el dinero. Tiene gran diente, entre otras cosas, una cierta sencillez, la humildad de haber rectificado en público en diversas ocasiones. Dicho de otra manera, no es sólo de admirar en la victoria pero como deportista enseña lo mejor del deporte, algo entre la determinación y la constancia, el triunfo sobre la presión, el aprovechamiento de la gracia natural.
Alguien definió el patriotismo como aquello que sientes al ver a un francés. Quizá ese patriotismo primario ahora esté en ver tantas veces la bandera de España en Roland Garros, en el corazón de las elegancias de París, barrio de Auteuil. He ahí la cocina, la lengua, el deporte, como instrumentos de una cierta diplomacia pública de corte cultural, alentadora de un cierto prestigio, con el extra algo malvado de vencer a los franceses en su casa. Quizá esto compense tanta merma en importancia geopolítica. Ahí está Nadal, magnánimo en la victoria ante Federer: habrá quien se acuerde y piense en esa otra magnánima victoria de Las Lanzas velazqueñas.
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