Santiago Carrillo
Ignacio Peyró
29 de octubre de 2007
Ningún lifting, ningún recauchutado ideológico, ningún milagro de la cosmetología política logrará borrar esas arrugas del rostro de Santiago Carrillo que pasan por cicatrices en el perfil de España. La dimensión antiquísimia de Carrillo nos llevaría a pensar en un Tutankamón que todavía estuviera aquí, anacrónico como un político del tiempo de los incas, legendario –aunque maligno- como esos pterodáctilos que volaron algún día. Es pensar en Santiago Carrillo y pensar en Largo Caballero, en una España que iba a conocer el dolor de una Piedad, con un hijo caído a la izquierda y otro a la derecha. Será de justicia referir que algunos amaban a España mientras otros –como Carrillo- miraban a Moscú y pasaron las dulzuras de la vida cobrando de Moscú.
El perdón está entre las posibilidades humanas pero no está entre ellas el lavar el rojo hasta convertirlo en blanco. El caudal tremendo de las culpas de Carrillo seguramente lleva el perdón hasta un límite absoluto de renuncia, amigo no arrepentido del carnicero Stalin, con abono perpetuo del otro lado del telón de acero, acongojando no poco cuando el comunismo amenazaba al mundo con la voracidad de un pulpo.
Antes habían sido la república, la guerra, el socialismo, el periodismo tomado como cañón de la revolución. Carrillo se equivocó siempre y todas sus equivocaciones fueron causa de dolor: esas son cosas que perviven en demasiadas familias, por mucho que un movimiento reflejo de piedad y olvido nos lleve a cerrar los ojos, por muy lejos que esté la España del chip de la España del hambre, las delaciones y la muerte en forma de paseo. Para Carrillo, después, hubo tiempos comodísimos de clandestinidad, historias de pelucas y fronteras. A Carrillo le ha ido tan bien que no tener rabia equivaldría a no tener alma. Ahora posa de anciano que reposa aunque opta menos por la discreción que por la cizaña en cuanto le dejan ocasión. Ni siquiera el tabaco ha podido con él.
Desenterrar la quijada de la Memoria Histórica puede asegurar un exceso de catarsis a deshora y para todos, pero la derecha tendrá buenas cartas en la partida mientras la izquierda todavía queme incienso ante Carrillo. Treinta años después de un Sábado Santo de vocación estrictamente ofensiva, al comunismo no le queda ni una copa de champán que llevarse a la boca e incluso su propio fracaso da pie a pensar que legalizarlo para el mundo libre fue un error. Hoy vemos sus fotos congeladas y constatamos que siguen donde estaban, felizmente inmunes, en tanto que el anticomunismo como lucha contra el mal no ha merecido ni una medalla aunque sólo fuera por su don de vaticinio. Aceptamos que Carrillo siga ahí pero al menos que no le den doctorados honoris causa, que no le hagan homenajes en el Palace.
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