22 de diciembre de 2024

Director: Javier Ruiz Portella

Los fratricidas

“Los hermanos sean unidos
porque esa es la ley primera;
tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea,
porque si entre ellos pelean
los devoran los de afuera.”

 

Así cantaba el ficcional Martín Fierro, y hoy sus palabras hacen eco en la polémica entre el líder socialista español y el líder libertario argentino. Los jefes de Estado se insultaron mutuamente, y con buena razón a pesar de su infantilismo, pero tristemente ignoran que son hermanos en más formas que una.

º hijos de una Hispanoamérica que hoy por hoy es tan ficcional como el lírico gaucho matrero, romantizado por un erudito de clase alta. Esa Hispanoamérica que es el sueño de muchos sigue sin materializarse, sin encontrar cauce en el aquelarre de Occidente en el que está inevitablemente enquistada.

La Hispanidad, en ese sentido romántico, es hoy una tierra mítica, que busca anclarse en un amor que se agota, en una sociedad fragmentada en mil pedazos, y que busca exprimir hasta la última gota de vida de un folclore denostado, casi acabado. Pero no es un defecto buscar en estas figuras míticas y literarias (y en las figuras históricas que se les aproximan en su heroísmo y visión), lo que constituye a una sociedad. Son ellas las que encarnan los ideales de una identidad común. Esa es la pregunta… ¿Qué nos une como hermanos?

No nos une meramente la lengua, pero sí la poesía de la vida, nos une el corazón, nos une una cosmovisión, una fe, pero no un costumbrismo pedestre ni una ideología. La ideología no nos une realmente, sólo separa, y ésa debería haber sido la lección del siglo XX que no hemos aprendido, y por la cual nos ha vencido el enemigo. En Occidente hay un parásito que nos está matando y que es el verdadero padre de ambos líderes en pugna.

Pocos conocen que el liberalismo y el socialismo al principio eran sinónimos. Sólo se separaron mucho después en la historia del pensamiento, como hermanos que se odian por pequeñeces, cuando las ideologías de la Ilustración, que destronó a Dios del corazón de los hombres, encontraron su apogeo. Es una hermandad de las más dolorosas, basada en el orgullo y la competencia sin sentido.

Tanto el liberalismo de Milei como el socialismo de Sánchez comparten más de lo que los diferencia: ambos son una expresión de deseo más que una realidad, el ímpetu revolucionario y desenfrenado de obedecerse sólo a sí mismo, la propia voluntad como ley primera. Ambos buscan liberar a un pueblo de un tirano imaginario, y terminan sometiendo a ese pueblo silenciosamente a un amo invisible que es el orgullo, y a la contradicción de legislar la inmoralidad.

Milei promete liberar a Argentina, pero ofrece poco más que una completa sumisión ante el imperialismo norteamericano, a un capitalismo moralmente degradado que coquetea con el protestantismo pero que ondea las banderas LGBTIQ+.

Sánchez, en esto, concuerda enfáticamente, y se comería a un tío en televisión si le garantizara continuidad a su pésimo gobierno. Milei por su parte busca perfilarse como conservador y habla de judaísmo, pero no tiene dónde esconderse. Es tan excéntrico como ex-tántrico.

Estos dos son parte de una misma abominación llamada “liberalismo social o cultural”, una filosofía moral que implica que lo que está bien o mal se decide por contrato social, que los valores en el fondo son una mera convención social, pero que místicamente el Estado no debe imponerlos (aunque los impone).

Por lo tanto,  el conflicto entre ambos es banalidad pura para esconder que ambos quieren imponer su propio criterio estético-moral sin tener que responder por él, renegando de la autoridad y al mismo tiempo buscando reconocimiento y glorias. Lo que Milei y Sánchez aborrecen el uno del otro no son cuestiones verdaderamente morales, sino estéticas y estratégicas, ideológicas. Concuerdan en mucho más de lo que quieren admitir, porque, como mencioné antes, tienen el mismo fundamento moral.

Es necesario que para liberarte de un buen principio moral te ofrezcan un principio falso, y que al darte un principio falso te oculten un principio bueno y necesario. Así es como la ideología, el igualitarismo y el orgullo ciegan, poniendo algo en lugar de otra cosa.

Entonces la polémica actual existe sólo para cegarnos, para el rating televisivo, para polarizar a la sociedad y convulsionarla haciéndole creer que se le ofrecen alternativas. Es teatro real, psicodrama cuya única función es hacerte creer partícipe y protagonista del carnaval que han montado para que no veas que el emperador está desnudo.

En realidad, uno es completamente ajeno al aparato que gobierna y que reniega de su propia autoridad para ejercerla invisiblemente. Lo que busca ocultar es la realidad moral como absoluta, el mundo como realidad innegable, y la necesidad de que los líderes respondan a esa realidad de forma virtuosa. Pero que haya una realidad podría chocar con algo que la sociedad ha decidido anular, el reconocimiento de la propia falibilidad.

Más fácil parece ser redefinir la virtud, tapar el sol con las manos, y para eso es necesario adorar al orgullo. La ventaja de esto es que las empresas grandes pueden someter a la competencia y hacer lobby para subirle los impuestos a otros (y evadirlos ellos) mientras las empresas chicas pelean por migajas en situación desleal, pero éstas a su vez pueden pagar sueldos miserables a mujeres que trabajan por guisantes, y que prefieren ser pobres mientras no se enteren de que lo son y les digan que son fuertes e independientes. Quieren trabajar para una empresa que les diga que son lindas y que tienen todos los valores correctos, y se creerán los halagos.

¿Por qué creen que las grandes empresas promueven activamente estas políticas? Así es como funciona este falso igualitarismo utopista. Se genera una armonía social precaria y falsa, pero efectiva a la hora de extraer, y ambos, tanto los empresarios como sus empleados, empleadas y “empleades”, se creen del mismo lado, compartiendo una misma cultura woke, mientras se quejan y maldicen al sistema que ellos mismos perpetúan. La culpa está siempre afuera y nunca adentro, ése es el truco. Mientras puedan culpar a otros (especialmente a los buenos) se creerán en armonía, y así sacrifican el bien para no sentirse mal hasta que cada vez estén más ensimismados, ciegos y finalmente terminados.

Occidente promueve el orgullo para generar una falsa sensación de comunidad, una comunidad basada en la vanidad donde todos se vanaglorian de tonterías y se quejan de lo bueno mientras celebran lo que los mata. El gran secreto es que la lógica del orgullo es robarle al otro mientras se lo adula: busca mantener el ego intacto y hacerle creer que aquella “singularidad” es lo que verdaderamente tienen en común. Por eso es necesariamente el conflicto, necesita poner la singularidad hasta la decadencia por encima de lo común.

En el fondo tanto el liberalismo como el socialismo, como toda ideología, reniegan de la falibilidad humana, y le colocan a uno un enemigo falso enfrente, dándole la ilusión de tener cartas en el asunto para creernos infalibles, como la bestia del apocalipsis, mientras ésta nos devora.

El orgullo no es más que la construcción de una ceguera sobre la propia debilidad, sobre nuestro talón de Aquiles, creyendo que lo cubre y abriéndonos a que otro lo explote y nos humille. Para cegarnos y distraernos de la propia humillación nos enfocamos en la paja del ojo ajeno (descuidando la viga en el nuestro). En eso estos hermanos están de acuerdo mientras se humillan y matan entre sí.

Tal promete ser una antisociedad, una legión de parásitos que buscan olvidarse de su egoísmo y venderse a sí mismos que son virtuosos mientras se explotan sistemáticamente con el fin de esconder su propia humildad.

Semejante fatuidad esconde que en el fondo no los une el amor o una identidad común, sino el hambre de poder. Y que la falta de verdadera unión, que lleva a la necesaria inversión de los valores en el nombre de la autosuficiencia, es autodestrucción y nos expone a ser destruidos desde afuera.

 

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