«Siniestro-a: 1. Sinónimo de izquierdo-a. 2. Avieso y malintencionado. 3. Persona que inspira temor por su apariencia maligna.» Así dice el diccionario, y no puede tener más razón.
«Derecho-a: 1. Recto, que no se tuerce ni se decanta a ningún lado. 2.Justo, legítimo. 3. Fundado, cierto, razonable.» Así sigue diciendo el diccionario, y no puede tener más razón.
El diccionario da en el clavo, pero la Derecha (la de verdad) yerra. Yerra no blandiendo, con el orgullo y el honor que se merece, el nombre que es el suyo; yerra temiendo acoplar su nombre al adjetivo «extremo», sin darse cuenta de que semejante extremosidad hace que «lo justo y fundado», que dice el diccionario, lo sea entonces en grado extremo.
Palabras. ¿Sólo palabras?
¡Bah, palabras!, se dirá. Humo de paja. Como si las palabras no lo fueran todo; como si no fueran nuestra sangre y nuestra savia; como si las palabras no fueran aquello a través de lo que sentimos y pensamos, amamos y luchamos, vivimos y morimos. Como si la famosa batalla cultural no estuviera perdida desde el mismo instante en que, cándidos como palomas, llamamos «progresistas o izquierdistas» a quienes —¡ellos sí que manejan las palabras, y cómo!— nos llaman «racistas y fascistas».*
Las cosas se complican sin embargo porque (de nuevo las palabras…) no todo lo que lleva el marchamo de «derecha» lo es. Así, nada tiene que ver con la derecha el liberalismo denominado «de derechas», y mejor haríamos en reírnos llamando «derechona» a quienes atemperan un nombre que les da miedo y asco (y ahí tienen razón) pasando a llamarse «de centro-derecha».
La Derecha fetén —la que lleva al extremo las cualidades que le atribuye el diccionario—, ¿cómo puede semejante Derecha nombrar a sus adversarios, o bien con un nombre tan neutro como el de una ubicación («la izquierda»), o bien con un nombre que la ensalza atribuyéndole «el progreso» que ella misma se da sin vacilar?
¡Qué dislate es éste!
Ya basta de tanta torpeza. Llamemos al pan, pan, al vino, vino, y a la izquierda, la Siniestra. Porque lo es, de sobra sabemos hasta qué punto lo es. Precisemos, sin embargo: lo siniestro en ella no viene tanto de los objetivos que persigue (que también), sino ante todo de la manera brutal y disparatada en que lo hace.
¿O acaso no es siniestro, delirante incluso, lo que acaba de suceder —un ejemplo entre mil— en Valencia? La Siniestra valenciana, encarnada en Compromís, acaba de denunciar ante la Fiscalía a la concejal de Vox Cecilia Herrero. ¿Su crimen? Haber cometido «un delito de odio racista» contra Serigne Mbaye, exdiputado podemita en la Comunidad de Madrid y «activista de raza negra», según lo califica El Periódico. ¿Y saben en qué consiste el horrendo delito racista? En algo tan ridículamente intrascendente —cubierto, además, por la más elemental libertad de expresión— como haber expresado en X su deseo de que dicho «activista negro» (pero ni siquiera aludió a su color) «se vuelva a su país». Nada más, punto. Y nada más, desde luego, puede alegar la Siniestra valenciana en tan alucinante denuncia.
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¿Perdón? ¿Demasiado fuerte, excesivamente agresivo eso de Siniestra? ¡Por favor! ¿Cuándo aprenderemos a contraatacar nosotros los primeros? ¿De verdad no sienten, amigos, que, con sólo llamar Siniestra a lo que hasta ahora llamábamos «los progres» o «la izquierda», ya el aire se hace más claro, más límpido, al tiempo que un nuevo vigor late en nuestro corazón?
Venga. Apartándonos de lo enclenque y timorato, llamemos ya Siniestra a lo que siniestro es.
Desde las páginas de EL MANIFIESTO —nos oiga quien nos quiera oír— lanzamos este llamamiento al que se puede responder a través de la encuesta que publicamos en portada (o al final de todo para quien nos lea en móvil o tablet.)
* Con el término «nacionalismo» sucede tres cuartos de lo mismo. A partir del momento en que se deja de llamar como corresponde al separatismo vasco o catalán; a partir del momento en que, denominándolo «nacionalismo», se le otorga el mismo nombre que ellos se dan, ¿cómo diablos se podrá defender el nacionalismo español? Y el nacionalismo —la afirmación y defensa de la nación española; radicalmente opuesta, eso sí, a cualquier chovinismo o patrioterismo— es lo único con lo que cabe hacer frente al secesionismo. La ausencia del nacionalismo español, el desvanecimiento de una identidad española fuerte y orgullosa de serlo, es una de las principales razones que han conducido a la victoria —ya consumada de hecho— del separatismo.