13 de junio de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

La Revolución Conservadora, ese maravilloso oxímoron

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El término adecuado —en todo caso el término inicial— es el de Konservative Revolution, pues fue en Alemania donde, en los años 20 y 30 del pasado siglo, vio la luz un fenómeno tan singular como el de la primera Revolución Conservadora que en el mundo ha sido. Sus orientaciones más fundamentales (presentes también en la gran revolución conservadora y libertina que el poeta Gabrielle D’Annunzio capitaneó en Fiume, así como en lo que se conoce como el primer fascismo italiano) serían retomadas después de la guerra por los movimientos disidentes de otros países europeos (Francia, Italia, España…).

 

Lux venit ab alto

 

¿Qué significa la «Revolución Conservadora»? ¿Existen diferentes enfoques dentro de la Revolución Conservadora? ¿Por qué existe en Italia una amplia bibliografía sobre este tema? ¿Por qué los italianos han mostrado un interés particular por esta cuestión?

La «Revolución Conservadora» es, ante todo, un oxímoron. Aunar el concepto de revolución —con sus transformaciones radicales, sus fracturas en el tejido social y en las costumbres— con el de conservación —que implica continuidad, orden, autoridad y defensa de la tradición— parece, por un lado, paradójico y, por otro, extraordinariamente seductor. Se trata de una idea compleja y multifacética, que reúne movimientos culturales y políticos desarrollados en la Alemania de la posguerra, pero que han tenido dificultades para encontrar su lugar definitivo en el panorama político. Sin embargo, es precisamente esta naturaleza ambigua, poderosa y sugerente la que ha favorecido su difusión más allá de las fronteras alemanas, irradiándose por toda Europa. Encontramos fenómenos similares en todos los países de nuestro continente. Sin embargo, precisamente por su heterogeneidad, el fenómeno sólo fue reconocido con esta denominación de forma retrospectiva. No fue hasta los años cincuenta cuando Armin Mohler intentó reunir en un marco coherente este mosaico de orientaciones políticas, temas culturales y sensibilidades artísticas diferentes. Sensibilidades que van desde el rechazo de la sociedad burguesa, expresado por autores como Stefan George y Ernst Jünger, hasta el tradicionalismo jurídico y político de Carl Schmitt, centrado en los conceptos de soberanía, decisión y orden, pasando por el universo nacional-revolucionario, que buscaba una síntesis viable entre nacionalismo y socialismo. El interés —y a menudo la consonancia— que se desarrolló en Italia hacia este crisol de posiciones depende del hecho de que, también en nuestro contexto, se abordaban las mismas cuestiones: desde el malestar social hasta el sentimiento nacional, pasando por la idea de una revolución ética capaz de transformar el carácter mismo del pueblo. Es también por esto por lo que la Revolución Conservadora encontró en nuestro país una amplia resonancia. En parte, lo que ocurrió con las revistas toscanas de principios del siglo XX, aquellas en las que confluyeron futuristas, nacionalistas, sindicalistas revolucionarios y artistas y literatos de diversa índole, da una idea de esa ola frenética que quiso abarcarlo todo. Pero hay otra razón. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, el panorama cultural italiano quedó casi totalmente dominado por referencias y paradigmas marxistas. El hecho de que los autores vinculados a la Revolución Conservadora dedicaran sus reflexiones a temas como el mito, la técnica, lo sagrado, la identidad —y que lo hicieran de forma coherente a lo largo de toda su vida— los hizo especialmente atractivos para un público ya saturado de un pensamiento dominante que llevaba años proponiendo las mismas claves de lectura y no conseguía «leer» la modernidad; algo que, paradójicamente, sí lograron muchos de los autores que vivieron a principios del siglo XX.

 

¿Cómo critican Jünger y Schmitt la modernidad? ¿Cómo se influyeron mutuamente?

Abordan la modernidad desde perspectivas diferentes, pero complementarias. Sin embargo, a partir de los años treinta, se desarrolla entre ambos un intenso diálogo, alimentado por el respeto mutuo, que deja huellas profundas en sus respectivas obras. La amistad que los une se prolonga durante toda su vida, lo que constituye una clave preciosa para comprender una fase crucial de su pensamiento, aunque también estará atravesada por momentos de tensión y silencios que agrietarán su solidez. Se refuerza sobre todo durante los años de la Segunda Guerra Mundial, probablemente alimentada por una conciencia compartida de la tragedia que los afecta también en el plano personal. Schmitt, ya aislado y desacreditado en parte del mundo académico, había aceptado sin embargo cargos oficiales del régimen; Jünger, en cambio, se movía en una soledad cada vez más marcada, apartada, hasta tal punto que la definición de «emigración interna» parece casi reductiva para describir su condición, ya que no se trataba de una huida banal, sino de una distancia vigilante. Su relación nace de forma aparentemente ordinaria. En 1930, Schmitt, entonces joven profesor en la Escuela Politécnica de Berlín, desea conocer al autor de Tempestades de acero. Les une una aversión común por el parlamentarismo y por una visión decadente de la intelectualidad europea, la pertenencia, aunque desde ángulos diferentes, al horizonte de la Revolución Conservadora, así como la intuición del cambio radical de lo que Schmitt definirá como «nomos de la tierra». Jünger se mueve en una línea en la que la existencia individual y la simbología colectiva se funden en una crítica implacable de la modernidad burguesa, racionalista y utilitarista, responsable, a sus ojos, del vaciamiento espiritual del hombre y de su reducción a un engranaje impersonal. En él, la figura del «trabajador», del «héroe técnico», representa no solo una nueva antropología, sino una respuesta al nihilismo moderno. Schmitt, por su parte, desarrolla una reflexión basada en el plano jurídico-político y teológico. Su acusación a la modernidad se centra en la tendencia a neutralizar toda forma de conflicto, disolviendo lo político en las mallas del proceduralismo, el parlamentarismo y el compromiso sin decisión. Con una mirada lúcida, anticipa la crisis de la soberanía y el declive de las democracias liberales, en las que el poder se vacía de autoridad real y se fragmenta en un juego estéril de formas sin sustancia. Divergen en los tonos y en los registros narrativos, pero ambos coinciden en el diagnóstico de una modernidad enferma.

 

Algunos pensadores convierten la tecnología en un fetiche, mientras que otros tienden a rechazarla por completo. ¿Por qué era tan importante la cuestión tecnológica tanto para Jünger como para Heidegger? ¿Cuál es la relación entre tecnología y cultura?

Para Jünger y Heidegger, la tecnología no es un simple instrumento, sino una cifra del tiempo y una forma del destino. En el primero, encarna una fuerza impersonal que forja nuevas figuras humanas, como el Trabajador, símbolo de disciplina y dominio. Heidegger, de forma aún más radical, revela su esencia metafísica. Para ambos, la cuestión de la técnica es fundamental, ya que afecta a la estructura profunda del hombre moderno. Precisamente por eso, la relación con la cultura no es en absoluto secundaria: la técnica transforma radicalmente la cultura, hasta someterla y convertirla en su sirvienta.

 

¿Cómo definió Ernst Nolte el fascismo? ¿Por qué interpretó la Primera y la Segunda Guerra Mundial como una especie de guerra civil europea?

Nolte atribuye un papel central al elemento de la reacción antibolchevique, interpretando el origen del fascismo —y otros fenómenos afines— como respuesta al auge del comunismo tras la Revolución rusa. Desde su perspectiva, el fascismo no debe entenderse únicamente como una manifestación de violencia o una forma de totalitarismo que tiene el fin en sí mismo, sino como un contramovimiento ideológico y político, nacido de la alarma suscitada por la amenaza revolucionaria. Aunque esta lectura no es exhaustiva, representa sin embargo una de las claves fundamentales de su análisis. Por lo tanto, la Primera y la Segunda Guerra Mundial son concebidas por él como fases de una guerra civil europea más amplia, un conflicto interno en Occidente, en el que se enfrentan visiones del mundo como la liberal, la comunista y la fascista. Enmarcadas en esta lógica, las guerras ya no representan simples enfrentamientos entre Estados, sino tragedias ideológicas, expresión de la crisis de la civilización burguesa y de Europa.

 

¿Cómo se convirtió El Señor de los Anillos en un mito del mundo moderno y cómo influyó en la búsqueda de un liderazgo contemporáneo? ¿Es posible establecer un vínculo entre la visión de Tolkien y el pensamiento conservador inglés?

Puede parecer trivial y casi pleonástico, pero es fundamental subrayar que Tolkien poseía una preparación intelectual del más alto nivel y una sólida formación académica, con un enfoque particular en el estudio de las lenguas y las literaturas antiguas. Fue precisamente gracias a estas competencias como logró crear un mundo secundario, un universo imaginario que le permitió redescubrir y transmitir los valores en los que creía con profunda convicción, sin tener que imaginar nunca una salida política para concretar esas visiones. Su obra nunca pretendió ser una redención social ni una revancha en el debate público contemporáneo, a cuyo respecto Tolkien más albergaba ninguna intención. Sin embargo, durante mucho tiempo fue objeto de una crítica militante que trató de marginarlo, reduciendo su producción a esquemas limitados, empañada por un desprecio preconcebido y a menudo leída a través del filtro del debate político. Los prejuicios hacia sus seguidores, orientados en gran parte hacia un antiprogresismo radical, distorsionaron su imagen y sus relatos. Sin embargo, una lectura más atenta desmonta fácilmente estas falsas interpretaciones, permitiendo que emerja la riqueza de su obra. A pesar de su inmersión en lo fantástico, Tolkien construyó un universo cosmogónico ante todo para forjar una mitología para Inglaterra, lejos de forzamientos políticos y retóricos. A pesar de haber sido marginado, su obra encontró sin duda un amplio eco en los años sesenta, convirtiéndose en un punto de referencia también para pacifistas, hippies y jóvenes universitarios estadounidenses, gracias a su capacidad para transmitir valores alejados de los de un Occidente en el que el consumismo incipiente comenzaba a extenderse también como teoría y práctica de la actuación de cada ciudadano. Pero, con el paso del tiempo, y más allá de estas momentáneas embriagueces por parte de movimientos antagonistas y juveniles, su crítica a la modernidad, su vínculo con la espiritualidad y la Tradición emergen constantemente en sus obras. A pesar de haberse convertido en ocasiones en un símbolo de movimientos de protesta, Tolkien se mantuvo firmemente antimoderno, capaz de enseñar a generaciones enteras a apreciar la Edad Media y la literatura fantástica, rechazando considerarlas negativas o peligrosas. Pero, repito, más allá de las modas políticas, nos recuerda que ciertos valores son eternos y que las interpretaciones contingentes que se les dan son pasajeras.

 

Luigi Iannone, el autor entrevistado, es uno de los principales exponentes del pensamiento conservador en el mundo intelectual italiano. Es entrevistado por el también intelectual turco (rara avis, que merece ser saludada) Eren Yeşilyurt.

© Blog de Eren Yeşilyurt 

 

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