A Zohran Mamdani,el islamoizquierdista alcalde de Nueva York, no le gusta Colón (le pillaron una vez haciendo una peineta ante su estatua). Uno entiende su hostilidad: Colón y lo que Colón representa es enemigo radical de las ideas y propósitos del nuevo alcalde. Al igual que él es nuestro enemigo.
Esto, como decía Elton Musk de Gran Bretaña, sólo puede acabar más que de una manera. Y no es precisamente pacífica.
La victoria de Zohran Mamdani como alcalde de Nueva York no es un hecho aislado. Es el síntoma de una enfermedad que avanza silenciosa pero constante: la confusión ideológica de Occidente, la falta de memoria histórica, el triunfo de la leyenda negra y la fascinación por discursos que, bajo la apariencia de justicia social, esconden una el resentimiento. Lo que acaba de ocurrir en la Gran Manzana es, en realidad, una representación más de cómo las sociedades, cuando pierden el sentido de sí mismas, terminan pegándose un tiro en el pie y votando contra su propio modelo de vida.
Mamdani, el primer alcalde musulmán en la historia de Nueva York, es un símbolo de esta deriva. Viral por su elección pero también por una fotografía que él mismo compartió años atrás: una peineta dirigida a la estatua de Cristóbal Colón en Astoria. El gesto condensa una forma de entender la política: la del desprecio al pasado, la del revisionismo histórico militante y la del populismo identitario que necesita enemigos para justificar su existencia.
Mamdani afirmó que «la violencia es un invento artificial» y que «no es violento robar o invadir una propiedad». Declaraciones absolutamente inimaginables. Pero no en la era de la corrección política. No en un tiempo en el que la izquierda woke ha conseguido que el absurdo se disfrace de virtud. La izquierda progresista ha pasado de defender causas como la igualdad de derechos LGTBIQ+ a abrazar movimientos que desprecian precisamente esos valores. En nombre de la diversidad, se apoyan figuras y discursos que en los países islámicos estarían condenados a muerte. El caso de Mamdani es un ejemplo de manual. Hijo de una familia adinerada de origen indio, su biografía dista mucho de la del inmigrante humilde que lucha por un futuro mejor. Sin embargo, ha sabido explotar con precisión quirúrgica el discurso de la víctima y la retórica del oprimido. Se presenta como portavoz de los marginados pero pertenece a una élite económica y cultural. Habla en nombre de los que no tienen voz, pero su campaña fue financiada, según ha documentado el investigador Peter Schweizer, por donantes externos a Nueva York, entre ellos individuos y colectivos vinculados al extremismo islámico.
Es también un problema de seguridad. Cuando un político que relativiza la violencia y desprecia los símbolos fundacionales de Occidente alcanza el poder en una de las ciudades más emblemáticas del mundo libre, algo ha fallado. El ataque a la estatua de Colón no es un gesto aislado ni una simple provocación estética. Forma parte de un proceso más amplio: la demolición cultural de Occidente. Necesitan reescribir la historia para justificar su relato y es algo que ya vimos en 2020, cuando los disturbios del movimiento Black Lives Matter. La ironía es que esos mismos que gritan contra Colón disfrutan de los beneficios del sistema que su viaje hizo posible. Usan teléfonos de última generación, estudian en las mejores universidades y votan en democracias que permiten la libertad de expresión. Sin embargo, desprecian los cimientos sobre los que todo eso se construyó.
El problema es que una mayoría suficiente de ciudadanos le haya otorgado su confianza. Una sociedad sin memoria es una sociedad manipulable. Cuando las generaciones más jóvenes son educadas en la idea de que la historia occidental es una sucesión de crímenes, esclavitud y opresión, terminan creyendo que cualquier alternativa resulta mejor, incluso si esa alternativa es violenta. ¿Quién hubiera imaginado, en septiembre de 2001, que Nueva York acabaría eligiendo a un socialista islámico como alcalde? Aquella ciudad herida por el terrorismo islamista hoy aplaude a un político que relativiza la violencia y que recibe el apoyo de quienes un día quisieron destruirla. La falta de memoria es consecuencia de una maquinaria política y mediática que ha decidido moldear la realidad a su antojo.
El caso neoyorquino debería servir como espejo para Europa. Porque el proceso ya ha comenzado aquí. Lo vimos con Ada Colau en Barcelona: una alcaldesa que llegó al poder prometiendo justicia social y dejó una ciudad más sucia, más insegura y más dividida. Lo vemos en Londres con Sadiq Khan. Laboratorios de multiculturalismo mal entendido. Y lo veremos, si nadie lo evita, en otras ciudades que confunden inclusión con rendición. El error de fondo es pensar que los enemigos de Occidente están fuera y hace tiempo que están dentro. Han aprendido que no necesitan destruir el sistema desde el exterior si pueden descomponerlo desde dentro, pieza a pieza, ley a ley, símbolo a símbolo. La estrategia es evidente: desacreditar la historia, debilitar la identidad, dividir a la sociedad y presentar cada concesión como un gesto de empatía. Mientras tanto, quienes alertan de esta deriva son tachados de intolerantes o de «nostálgicos del pasado». La nostalgia no es el problema, la amnesia sí.
Las sociedades no se derrumban de un día para otro: se desgastan lentamente, mientras creen que están progresando. La victoria de Mamdani representa el triunfo del discurso que culpa al éxito, que envidia la libertad y que pretende sustituir la responsabilidad individual por la sumisión al grupo. Y si algo nos enseña la historia, es que los pueblos que se dejan arrastrar por ese canto de sirenas terminan arrepintiéndose cuando ya es demasiado tarde.
Charlie Kirk lo tenía claro: «La batalla espiritual se acerca a Occidente y los enemigos son el progresismo o marxismo combinado con el islamismo para atacar lo que llamamos el estilo de vida americano».
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