El universo de los signos fascistas es el escenario para plantear que aquella fuerza política fue un credo religioso que tomó un espíritu secular de la idea de Roma, y cuya aspiración totalitaria escondería pronto las diferencias claras que mantenía con el nazismo.
La obra de Emilio Gentile El culto del littorio: la sacralización de la política en la Italia fascista, traducida al español por la editorial Siglo XXI, parte de una idea que circula desde hace tiempo en la historiografía sobre el nazismo: el totalitarismo se impuso tras ser declarada la supremacía de la política. El littorio, figura de la antigua Roma que representaba el poder imperial, sacralizará toda actitud política como una ceremonia vital en la que nada expresará mejor la exaltación de la vida colectiva como sacrificio individual que los mutilados, la gimnasia y el despersonalizado uniforme militar.
El libro presenta dos cosas en sus trescientas páginas: primero, una recopilación de diarios, publicaciones, discursos de la época y fotografías; segundo, una exposición donde las texturas e imágenes fascistas son invocadas y explicadas continuamente, como la del garrote, instrumento preferido de la violenta música fascista. El texto en sí mismo, al estar repleto de citas, referencias y entrecomillados, nunca permite interiorizarse en el pensamiento del autor, quien siempre introduce temas o ideas que luego se disuelven en la siguiente explicación de tal o cual festividad, blasón o costumbre. Queda claro, sin embargo, que la única “teoría” del pragmático fascismo era la ceremonia, el ritual de indagar por la romanidad perdida, aunque siempre mediante lo que otras religiones como la católica permitían poner en juego, con un agregado voraz dado por la estética futurista y la movilización de masas.
Religiones ateas
Si, como Gentile dice, el nazismo se propuso generar un nuevo concepto de la naturaleza, y el fascismo no, sólo le quedaba hacer de su “nuevo hombre” un salto moderno de lo indiscutiblemente italiano: signos, blasones y mitos, toda una retórica en torno a la palpable experiencia de Roma y su proyecto de poder. Cuestiones acaso anecdóticas como la mutabilidad tanto de los festejos como del calendario patrio dejarán claro que hablar de coherencia en esa religión laica –pero con un dios llamado Benito Mussolini– sólo tiene cabida cuando se habla de sincretismo, de síntesis de las creencias ya consagradas en la península.
Al final, y antes también, nos quedamos tan sólo con algo más que la crónica de las festividades –las dedicadas a conmemorar la muerte del Soldado Desconocido son las mejores. Incluso a pesar de que Gentile, con la intención de desahogar el texto, obvia el relato de hechos conocidos como la Marcha sobre Roma o el paso de Mussolini del socialismo –visto como otra religión civil que no pudo contra el catolicismo– a los fasci de combattimento. El libro está estructurado en capítulos que pretenden tener una unidad temática propia, pero siempre se conectan mediante los mismos mecanismos: la insoportable, tal vez por lo simple, tríada símbolo, rito y mito, al punto de que la obra parece un tratado sobre la arquitectura básica de las religiones ateas.
Profundizar en el juego entre lo sagrado y lo profano como dimensiones constitutivas ambas de la celebración política fascista, con toda su eficacia, habría demandado más presencia de la voz propia de Gentile, algo que aquí no queda saldado por el autor de La vía italiana al totalitarismo. También la relación con la Iglesia Católica es delineada, pero no más, como mucho de lo que descubre el libro, introducción postergada al análisis del discurso fascista, casi siempre sometida al estudio del rol de la opinión pública, mediante la evaluación del siempre exagerado impacto de la propaganda en las masas.
Se impone destacar que lo que el fascismo entendía por romanidad eimplica delinear el tipo de “espíritu” que quiso poner en escena esa religión civil, con su pretensión de embellecer y vigorizar la experiencia de extender Roma a toda Italia y luego al mundo, aunque no se supiera nunca qué era Roma.
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