Pasamos del «Estado nación» al «Estado civilización». ¿Estará Europa a la altura de semejante reto? La actual UE por supuesto que no; pero los pueblos de Europa es de esperar que sí.
François Bousquet entrevista al politólogo y ensayista Gérard Dussouy, quien explora el paso de una globalización liberal a una mundialidad pluriversal, en la que las especificidades culturales y civilizacionales vuelven a ocupar un primer plano. Así funciona, así razona el Estado civilización, un modelo en el que, a la inversa del Estado nación westfaliano, los conceptos de potencia y de identidad cultural se entremezclan de manera indisociable. Inscritos en el largo plazo, estos Estados civilización dan testimonio de la resistencia de las identidades culturales frente a las desviaciones universalistas de Occidente. Ya es hora de que Europa lo comprenda si quiere desempeñar un papel en el nuevo equilibrio global que se está construyendo.
Usted critica la arrogancia liberal. ¿Qué signos ve de una posible renovación de este modelo en crisis?
Si la economía de mercado ha alcanzado sus límites geográficos al haberse vuelto global, la sistematización de sus reglas ultraliberales parece estar experimentando un reflujo. La primera causa es que los propios Estados Unidos, que han sido los artífices de la globalización, se están orientando, con Trump, hacia una política comercial de tipo puramente mercantilista, en lugar de proteccionista. Desde hace algún tiempo, los estadounidenses son de los que ya no respetan las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que ellos mismos quisieron. El segundo motivo es que la fase de la arrogancia liberal ha desestabilizado demasiado a las sociedades, que han empezado a reaccionar, empezando por la estadounidense con su última votación presidencial. La Unión Europea es la última instancia que persiste en esta dirección (prueba de ello son las negociaciones con Mercosur). Su obstinación le ha valido la desaprobación de gran parte de sus pueblos, mientras que es una causa de debilitamiento al no permitir que las empresas europeas se concentren en los grandes retos industriales, científicos y tecnológicos. Dicho esto, la era del libre mercado no ha terminado, simplemente porque el estatismo y el colectivismo han demostrado su incapacidad para cumplir sus promesas. Pero surgirá un nuevo modelo, en el que la tecnología será más preponderante que nunca y concentrará un poco más el poder económico y el conocimiento. Lo que es un motivo adicional de preocupación para las naciones europeas, que son incapaces de reformarse y adaptarse, socialmente hablando. Y de unirse.
¿Cree que Occidente todavía puede adaptarse a esta nueva era civilizatoria?
Occidente no es una entidad geopolítica en sí misma (a menos que se asimile al espacio hegemónico de los Estados Unidos y se analice su funcionamiento únicamente a partir de los intereses de estos últimos). Y su unidad civilizacional es más artificial de lo que parece (salvo en lo que respecta a sus componentes anglosajones, potencialmente), o está en proceso de desmoronarse debido a los cambios demográficos y culturales que la animan. Por lo tanto, es poco probable que se adapte a la nueva situación mundial de un solo bloque o de un solo impulso. La adaptación de Occidente se producirá, o no se producirá, en función de su centro y sus periferias.
Los Estados Unidos de Trump han comenzado su reconversión con un notable esfuerzo de reindustrialización, de autonomía energética y, por supuesto, con el estruendoso lanzamiento de las nuevas tecnologías derivadas de la inteligencia artificial, bajo el impulso de Elon Musk. También se están orientando hacia la creación de un gran espacio norteamericano unido, preservado y autosuficiente desde el punto de vista energético y mineral. Esto es lo que implica la oferta hecha a Canadá de integrarse a Estados Unidos. Y no hay que ridiculizarlo, como se hace en Europa, por la seguridad y la verborrea de Trump. Además, más allá de las protestas de Ottawa, si la iniciativa se materializara, hay que tener en cuenta que, dada la proximidad cultural de un agricultor o un habitante de Manitoba o Alberta en Canadá con sus homólogos de las grandes llanuras y mesetas del centro-oeste de Estados Unidos, la integración no plantearía muchas dificultades. Quizás un poco más para Quebec. En cuanto a la propuesta de compra reiterada, que no carece de audacia, de Groenlandia a Dinamarca, se sitúa en la misma estrategia. Como la preocupación por restablecer el derecho de supervisión estadounidense sobre el canal de Panamá. Toda esta proyección continental no significa en absoluto su retirada del mercado mundial, del que Estados Unidos necesita demasiado por las oportunidades que ofrece. Pero es la mejor manera de volver a abordarlo en una posición de fuerza.
Australia y Nueva Zelanda se han unido definitivamente al ámbito estadounidense, tanto temen a China. Al igual que en el caso del Canadá anglófono, la proximidad lingüística y cultural facilita el acercamiento. La situación se complicará para Japón, que tendrá que movilizar tesoros de diplomacia para darse un margen de maniobra entre China y Estados Unidos.
En cuanto a los Estados europeos, que no vieron venir la actual agitación mundial, se han metido en un buen lío al no impedir la guerra entre Ucrania y Rusia, que ahora se ha extendido hasta no se sabe dónde por su exacerbado nacionalismo. No sólo los europeos se han prohibido formar con este último un gran espacio de cooperación (una casa común, preconizaba Gorbachov), como harán los Estados Unidos con todo Norteamérica, sino que tendrán que pagar a Washington un tributo más pesado que nunca para que la OTAN siga garantizando su seguridad. Esto es lo que va a suceder, porque los estadounidenses no quieren perder el mercado europeo y quieren mantener su cabeza de puente en Europa, ya sea, en un primer momento, contra Rusia, que no debería subestimar su determinación, o, más adelante, contra China.
¿Dispone Europa, como entidad cultural y política, de los fundamentos necesarios para transformarse en un Estado civilización, o está condenada a seguir siendo un conglomerado de fragmentados Estados nación? ¿Cómo puede la Unión Europea superar sus divisiones internas y afirmar una identidad civilizacional coherente frente a modelos de Estados civilización como China o India?
Teniendo en cuenta lo que se puede deducir, por un lado, de la observación de los comportamientos o del análisis de las declaraciones de los gobernantes europeos; y, por otro lado, de la impotencia de la Unión Europea para definir una estrategia de autonomía militar, diplomática y tecnológica de su propio espacio, no se ve cómo la vieja Europa (en el sentido pleno del término) podrá salir de la fragmentación y la subordinación. La tendencia dominante que se perfila es la de un deterioro progresivo de la situación económica y social, de una inseguridad agravada tanto a nivel interno como externo. A largo plazo, como ha empezado a suceder con los industriosos alemanes, se producirá una fuga de las poblaciones más dinámicas y productivas hacia Estados Unidos. La contrapartida, si es que se puede llamar así, será la tercermundización de Europa con la llegada de poblaciones del sur.
¿Cómo detener tal proceso? La historia es escasa en ejemplos que vayan en este sentido: se necesitaría tanto una toma de conciencia de la realidad en Europa como la voluntad de hacerle frente, y ello con un cuestionamiento de las instituciones existentes, especialmente de los Estados nación que se han vuelto obsoletos. Los pueblos y naciones de Europa deberían admitir que pertenecen a un mismo todo que es la civilización europea, que, al igual que la china, se remonta a la Antigüedad y merece ser preservada. Sabiendo que, al actuar así, asegurarían su futuro, que es evidentemente común. Y que es hora, teniendo en cuenta la nueva situación mundial, de poner fin al ciclo de nacionalidades (o peor aún, de nacionalismos) que no puede sino acabar mal. A fin todo ello de dar prioridad a la comunidad civilizacional, en nombre de los períodos más prósperos de comunión, intercambio y puesta en común de bienes e ideas, y así revivir y hacer prosperar una intersubjetividad europea solidaria.
¿Es compatible la concepción europea de los derechos humanos y la democracia liberal con el surgimiento de un modelo de Estado civilización, o requeriría una profunda revisión para responder a los nuevos desafíos globales?
El surgimiento y la construcción de un Estado civilización europeo supone un reenfoque social y cultural, e incluso ideológico, de los europeos sobre sí mismos. Esto es evidente porque, si el proceso no es consciente, procederá, y ya procede (Asia, Oriente Medio, África), de la exclusión de los demás o, al menos, de la reorganización política del mundo. En el peor de los casos, si los europeos persisten en su universalismo, no se tratará de un recentramiento, sino de una desaparición.
En cuanto a la democracia, debe considerarse inherente a la propia diversidad europea, ya que hay que tener en cuenta los matices culturales nacionales y regionales. Al mismo tiempo, esta complejidad europea exige una reflexión positiva sobre la democracia que vaya de la mano de un trabajo sobre el federalismo, con el fin de hacer que el sistema político europeo sea lo más eficiente posible (lo que no es el caso de la Unión Europea) y sea más respetuoso con las libertades fundamentales y locales que con ciertos ritos electorales que favorecen la acumulación de incompetencia. Y ello para evitar también el máximo de desviaciones o disfunciones (endeudamiento, despilfarro de recursos), como ha ocurrido en la democracia liberal contemporánea, caracterizada por una irresponsabilidad generalizada.
¿Pueden las identidades nacionales coexistir con el surgimiento de civilizaciones como marco dominante? Usted menciona el riesgo de fragmentación interna en las democracias occidentales. ¿Qué papel podría desempeñar el populismo en esta dinámica?
Si partimos del principio de que una civilización es un todo del que las naciones son partes porque tienen las mismas raíces, y aunque hayan tenido trayectorias diferentes y a veces conflictivas, la unión o fusión de destinos, por necesidad, es racional y viable. Esto es así desde el momento en que los dispositivos políticos establecidos permiten, al mismo tiempo, el ejercicio de la soberanía en común y el respeto mutuo de las entidades regionales, lingüísticas y de las tradiciones nacionales. De todas formas, la historia no se borra de un plumazo. Pero, si se admite que, en el mundo nuevo, existe hoy una comunidad de destino de los europeos, y que el separatismo conduce a la impotencia, solo queda encontrar un equilibrio entre una centralidad europea indispensable y una gestión autónoma de lo social y lo cultural que satisfaga a las unidades históricas comprometidas.
Sin embargo, , es más pertinente que nunca la pregunta que se planteó el sociólogo Michel Crozier, hace unos cincuenta años, de si las sociedades democráticas occidentales siguen siendo gobernables. Tanto, en efecto, se han fragmentado étnica y socialmente, pero también, se puede decir, tecnológicamente. Y tenemos motivos para pensar que lo que es cierto a escala nacional no hace más que empeorar a escala europea. La proliferación del populismo es, desde este punto de vista, el mejor testimonio de la complejidad de la sociedad y sus problemas.
La fragmentación étnica está directamente relacionada con la inmigración, y empeorará mientras esta continúe. Por lo tanto, se plantea la cuestión inmediata de poner fin a la inmigración y, a largo plazo, la de reducir la fragmentación étnica o religiosa, que es la más difícil de resolver. El aumento de las desigualdades o disparidades sociales contribuye, por su parte, a la fragmentación de la sociedad. Pero esta también tiene un origen técnico. Está provocada por el auge de las redes sociales, como consecuencia de la explosión de las tecnologías de la comunicación. De modo que la digitalización de la sociedad ha dado lugar a una democracia de la multitud (en la que cada uno encuentra los medios para expresar su opinión, que considera obviamente más relevante que la de los demás), cuyas opiniones, movimientos de opinión y expectativas variadas y contradictorias son difíciles de satisfacer o canalizar y, por lo tanto, cuyos votos electorales son difíciles de predecir.
Este contexto, tanto social como tecnológico, ha favorecido el resurgimiento del populismo en sus diferentes versiones u obediencias. El fenómeno parece algo irreversible, ya que las élites están superadas por los problemas que tienen que resolver y que, al mismo tiempo, han creado. Por desgracia, al menos por el momento, el populismo es correlativo a una regresión cognitiva de la opinión común. La actual discusión parlamentaria en Francia lo demuestra. Queda la esperanza de que no siga siendo así, y de que dentro de los movimientos populistas surjan pronto generaciones jóvenes cultas y con sentido cívico que puedan participar, preferiblemente a escala europea, porque es ésta la que es determinante, en la renovación (actualmente bloqueada por el sistema ideológico e institucional vigente) de las élites.
¿Es posible imaginar un diálogo civilizatorio que sea realmente fructífero, o las divergencias culturales seguirán siendo irreconciliables?
Las guerras de civilización del pasado fueron ante todo guerras de religión. Pensamos inmediatamente en el conflicto entre el Islam y el Cristianismo, a veces también entre el Islam y el Hinduismo. El problema de la convivencia proviene de las civilizaciones cuyo motor e instancia organizativa es la religión y, a fortiori, cuando se trata de una religión universalista y proselitista. Como lo es la religión musulmana o como lo fue la religión cristiana; porque, a partir de entonces, la civilización en cuestión pretende ser expansionista. Lo que no es el caso de las civilizaciones sin Dios, como la china, o de otras que han permanecido como civilizaciones cerradas. La actitud del Occidente moderno es ambigua debido a su concepción de los derechos humanos, que algunos de sus ciudadanos y dirigentes han elevado al rango de religión, la cual a veces todavía pretenden imponer a los demás.
Pero si se puede eliminar o reducir el factor religioso, el diálogo intercivilizacional es perfectamente concebible, como lo sería el diálogo entre la civilización europea, que ha vuelto al pragmatismo, y la civilización china, que, por esencia, ya lo integra.
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