22 de diciembre de 2024

Director: Javier Ruiz Portella

¿Camina el mundo hacia el abismo? (y V)

En las páginas anteriores he intentado trazar una rápida visión panorámica del momento histórico que hoy atraviesa el mundo. Asistimos a la caída de nuestro propio Imperio Romano, el poder anglo –sionista occidental representado por Estados Unidos y sus países vasallos. El peligro de caer en la trampa de Tucídides está sumamente presente, y la guerra de Ucrania es una muestra de ello. Podemos esperar también que surjan fenómenos hasta cierto punto análogos al Imperio Bizantino y las abadías benedictinas. De la descomposición de Occidente surgirán unidades políticas fragmentadas, como los reinos bárbaros fundados tras el derrumbe definitivo del 476. Vivimos también un momento alejandrino, helenístico, y se está creando un espacio cultural común euroasiático desde Lisboa hasta Abu Dhabi, Shangai y Vladivostok. El mundo se occidentaliza en cierto sentido (el ejemplo de la juventud iraní), pero a la vez se intentan nuevas síntesis originales entre los espíritus occidental y eslavo –asiático –oriental. El bloque de los BRICS y el Sur Global ya son realidades efectivas: nos encaminamos a un mundo multipolar. Las élites globalistas occidentales intentan imponer a toda costa su Nuevo Orden Mundial, pero ya no disponen de la masa crítica necesaria para hacerlo: ya no estamos en 1990, cuando este proyecto aún parecía posible. Sin embargo, instituciones como el Foro Económico Mundial, con su Klaus Schwab/Mustafá Mond huxleyano, insisten contumaces en esta vía, también orwelliana, de la tecnodictadura mundial. Klaus Schwab, villano de película de James Bond, aspira al dominio mediante el miedo, la mentira y el crimen, como Spectra en las novelas de Ian Fleming. Sin embargo, el imperio de la mentira  –como llama Putin a Occidente – tiene los pies de barro, y la propia economía fantasmagórica del mundo occidental está condenada a un próximo crash.  Un derrumbamiento que no será sólo económico, social y político, sino también espiritual y religioso. Con el actual Papa Francisco, la Iglesia Católica atraviesa la mayor crisis de su historia. El último lema de San Malaquías marca un momento de angustia absoluta, un apocalipsis tal vez de naturaleza nuclear (Civitas septicollis diruetur, “La ciudad de las siete colinas será destruida…”). Hasta aquí tal vez podamos ver. Pero seguramente no mucho más allá.

La predicción del futuro siempre resulta un asunto extremadamente problemático. No lo es en el campo de los puros fenómenos físicos (recordemos el llamado demonio de Laplace), ni tampoco en los escenarios de estructura lógica formalizable y posibilidades limitadas (Deep Blue venciendo a Kasparov, AlphaZero como imbatible programa de ajedrez). Sin embargo, en cuanto entra en cancha el factor humano, todo se vuelve endiabladamente imprevisible. En 1997, con el boom informativo de la oveja Dolly, parecía que la clonación iba a ser, en los años siguientes, un fenómeno absolutamente central y decisivo (una película como Gattaca se citaba de forma reiterada), lo cual no parece haber ocurrido, ni mucho menos, en los términos que por aquel entonces se dibujaban. El mismo enfrentamiento entre el Islam y Occidente, que parecía un factor determinante tras los atentados de 2001 en Nueva York, la invasión de Afganistán y la guerra de Irak, se reconoce hoy como un factor más entre otros muchos, y ya no como la clave axial y decisiva. En 2014, hace hoy diez años, algunos supuestos gurúes aseguraban que los niños debían aprender a programar desde la etapa de Infantil, so pena de quedar convertidos en los nuevos analfabetos del siglo XXI (hoy ya nadie dice eso, sino que, más bien, se vuelve a decir que el entrenamiento en lectura y escritura es el ejercicio intelectual más exigente y de mayor calidad, y la base más sólida para una buena formación intelectual ad futurum). Y, en fin, ya nos hemos referido al fracaso estrepitoso de la Fundación Rockefeller, la Rand Corporation y el Pentágono en pleno respecto a sus predicciones sobre un supuesto derrumbe de Rusia a raíz del esfuerzo bélico por la guerra de Ucrania.

La historia humana siempre se parece mucho al río de Heráclito, donde no sólo todo fluye, sino que las corrientes se anudan y entremezclan de una manera inextricable. El mundo humano no es previsible como los movimientos planetarios en el Sistema Solar, sino inestable y fluctuante como la atmósfera terrestre. Una vez más, el efecto mariposa invalida las pretensiones del demonio de Laplace. Los futurólogos fracasan, las predicciones fallan, los pronósticos al parecer más solventes se revelan inexactos o incluso radicalmente equivocados. Los economistas se retractan y sólo se muestran capaces de explicar la realidad a posteriori. En un mundo humano con billones de factores que interactúan entre sí y en el que ellos mismos se modifican constantemente al contacto con el universo circundante, ¿quién osaría anticipar el porvenir? En la NBA, los equipos disponen de ejércitos de analistas de todo tipo para hacer las elecciones del draft, llenas luego, sin embargo, de errores clamorosos  –como cuando, por ejemplo, los Sacramento Kings de Vlade Divac dejaron pasar a Luka Doncic –. Y, ¿no son así las cosas a todos los niveles? ¿Cómo predecir lo que va a pasar en el futuro, si ni siquiera conocemos ni entendemos bien lo que está pasando en el presente, en el momento actual?

Ahora bien: en la medida en la que el futuro es una consecuencia del presente, y de los presentes acumulativos que ahora llamamos “pasado”, queda tal vez una esperanza para quien aspire a entrever siquiera un leve atisbo del futuro del mundo. Que se aproxima un momento histórico extremadamente difícil es algo que resulta casi obvio. Hay quien busca una guerra mundial a gran escala por motivos mesiánicos, para el cumplimiento de ciertas profecías; otros la perciben como la oportunidad para “resetear el mundo” y establecer un Gobierno Mundial, o para una drástica reducción demográfica según ellos necesaria para el equilibrio ecológico del planeta. Como ya hemos dicho, no faltan gobiernos occidentales, supuestamente democráticos, que ven en una guerra la ocasión perfecta para establecer una dictadura largamente deseada, ya ensayada durante el periodo del Covid-19 y con medidas draconianas de todo tipo. Todo empuja de un modo o de otro hacia la catástrofe, hacia el precipicio. Sí, pero, ¿qué vendrá después? ¿Un invierno nuclear, un futuro post –apocalíptico a lo Mad Max? ¿Una sociedad de nueva planta, dirigida por inteligencias artificiales? Podemos especular al respecto valiéndonos de tales o cuales películas y series que hemos visto en Netflix, pero la imagen de ese posible futuro sigue resultándonos desvaída y borrosa.

Como se suele decir, la noche alcanza su punto de máxima oscuridad poco antes del amanecer. A nuestro modo de ver, el mundo se encuentra al borde de una transformación radical, la cual, sin embargo, no puede producirse sin pasar antes por una fase angustiosa de crisis y de sufrimiento. Y lo más significativo es que, en nuestra opinión, ese mundo futuro ya está prefigurado en sus rasgos y contornos por diversos signos y fenómenos existentes en el presente o incluso en nuestro acervo cultural. Elementos seminales y matriciales que ya son y operan de manera incoativa, pero que sobre todo revelan o anticipan lo que va a ser.

Dicho brevemente, lo que esperamos es una gran liberación de la humanidad que podría quedar simbolizada por las escenas finales de una película como El caso Bourne (2002). Jason Bourne es un agente programado por la CIA mediante técnicas de control mental tipo MK –Ultra que, finalmente, consigue huir y refugiarse en la isla griega de Corfú junto a Marie, una chica trotamundos que representa el caos anómico y carente de rumbo del estilo de vida occidental. Sin tener en cuenta las siguientes entregas de la saga, El caso Bourne constituye una poderosa metáfora sobre el mundo presente y sobre nuestro futuro. La sociedad que conocemos está organizada en torno a técnicas de modificación de conducta y control mental como las desarrolladas durante décadas por el Instituto Tavistock, brazo armado psicológico del globalismo. Esta lógica produce, como consecuencia, la construcción de una sociedad aparentemente libre, pero de atmósfera carcelaria y caracterizada por una infelicidad que actúa, paradójicamente, como la savia del sistema (esa insatisfacción íntima empuja al consumo compulsivo que impulsa la maquinaria económica y, por otra parte, sus víctimas la replican involuntariamente por doquier a su alrededor, multiplicando su eficacia coercitiva). La liberación de Jason Bourne  –que es también la nuestra – se produce en la isla mediterránea  –como la Creta de Jünger –, lugar de la luz de la mañana, la vida sencilla y la comunión con los elementos del mundo. Las cúpulas azules y casas encaladas de Santorín, icónicas desde hace años en las portadas de nuestras revistas de viajes, esconden ese mismo significado.

Es, en efecto, toda una atmósfera perdida lo que hoy añoramos. El ambiente de las plazas de abastos, por ejemplo. El mercadillo callejero, el bazar oriental. En la década de 1960, el Informe Iron Mountain, producto quintaesenciado de las élites anglosajonas adscritas a la filosofía del trauma como instrumento de control, señalaban que la guerra, elemento estructurador de la sociedad a múltiples niveles, sólo podría ser sustituido en esa función, tal vez, por un sistema de lo que sus anónimos redactores  –todos académicos del máximo nivel de universidades de Estados Unidos, y según ciertos rumores con John Kenneth Galbraith entre ellos – llamaron “juegos culturales”. Pues bien: ese Sistema de Juegos es lo que actualmente se halla en curso de formación. La sociedad del trauma, del castigo, del miedo, del control, del abuso y de la mentira (así se educaba, por cierto, a los niños en los colegios de élite británicos de los que han salido durante décadas numerosos miembros de las clases dirigentes de la política y la economía: léanse las confesiones del conde Spencer, hermano de  Lady Di) va a ser sustituida por una “sociedad del juego cultural”. Todavía en la primera mitad del siglo XX, en su Homo ludens, Johann Huizinga nos enseñó que el juego es la raíz y base de la cultura, como lo es también del aprendizaje y maduración del niño. Pues bien: la sociedad que va a surgir después del trauma colectivo que va a atravesar el mundo (probablemente una guerra a gran escala, tal vez acompañada de otro tipo de fenómenos catastróficos) será una “sociedad del juego”. El juego es el punto de encuentro de la máxima seriedad y la máxima libertad. En nuestros colegios, las aulas de Infantil son acogedoras y están llenas de color y, precisamente, de elementos de juego. Todo ello desaparece en las clases superiores, como también en la sociedad adulta. ¿Simple consecuencia del freudiano principio de realidad, condición para la maduración del individuo? No lo creemos. Cuando el juego desaparece, el mundo se vuelve triste y sombrío. Y eso no hace madurar, sino que empequeñece, deforma, anquilosa y nos aleja de quienes debemos llegar a ser.

Signos de nuestra gran añoranza: la “fusión de horizontes” de Gadamer, la multiplicidad de perspectivas (el perspectivismo de Ortega, que concibe el mundo como un poliedro de puntos de vista subjetivos invitados a un diálogo fecundo e interminable, a un infinito juego, fuente de orden y civilización). Después de vivir durante siglos en el mundo geometrizable de las cualidades primarias cartesianas, volveremos ahora al de las cualidades secundarias, subjetivas y propiamente humanas. Frente al mundo mecanicista del materialismo de raíces decimonónicas  –pero aún subsistente en nuestro imaginario colectivo y modos de vida –, descubrir el Lebenswelt de Husserl, el genuino “mundo de la vida”, lleno de esencias y significaciones. Frente al ajedrez clásico, anquilosado en patrones fijos y desvitalizados, el ajedrez 960 o aleatorio propuesto por el genio de Bobby Fischer, que nos devuelve al mundo como aventura y al ajedrez como puro juego en la fronda del tablero. El mundo como árbol frondoso, como el Gran Árbol de Pandora en Avatar.

Urge, en efecto, redescubrir el mundo que habíamos perdido y debemos recuperar y re -crear. El mundo de ayer de Stefan Zweig puede ser nuestro mundo del mañana. El tiempo infantil es más denso, dura más que el evanescente tiempo adulto, vacío de contenido rezumante y lleno de rutinas. Su correlato urbanístico es la ciudad masónica del racionalismo moderno, tan distinta de la ciudad orgánica y viva medieval. El Barrio Gótico de Barcelona es en realidad una creación neogótica de principios del siglo XX, pero nos sirve de pista para nuestro posible futuro. También la Casa Hundertwasser de Viena o el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot. En todos los recovecos y recodos del universo cultural, se impone revertir el desencantamiento  –Entzauberung – del mundo diagnosticado en su día por Max Weber. El principio de mediocridad galileano nos ha mentido sobre la posición espiritual de la humanidad en el universo: contra la teoría de la mota de polvo perdida en la inmensidad del espacio, en realidad estamos en el centro mismo de un corazón cósmico repleto de significaciones, en el Anima Mundi del que brota una miríada, una plétora de formas que luego resuena y se replica por doquier. La NBA creía saberlo todo sobre el baloncesto, pero la deceleración y la lentitud consciente de Luka Doncic le ha descubierto un universo inexplorado. También nosotros deberemos aprender a vivir más lentamente para vivir más y a mayor profundidad. Durante siglos nos hemos dedicado a convertirnos en esclavos de los escalones inferiores de la Pirámide de Maslow, construyendo una civilización objeto –céntrica que ha relegado a un segundo plano la infinitud humana de la cúspide, de la autorrealización genuinamente humana. Recordemos a Frank Capra en Vive como quieras. Sin caer en un utopismo ingenuo, sino proponiéndonos la total reconstitución jerárquica del mundo, con el vértice superior como punto generativo, como el centro de la esvástica milenaria  –símbolo del universo rotatorio, del universo que baila en un sentido nietzscheano –. Hemos vivido en la esclavitud de la rueda del hámster, del asno que hace girar la rueda del molino persiguiendo el señuelo de la zanahoria, de los sonámbulos que persiguen el macguffin de un dinero intencionalmente escaso y fantasmagórico. Contra la sensación de vacío del Roquentin de Sartre en La náusea, la cornucopia o cuerno de la abundancia, el puesto de frutas y verduras de la plaza de abastos, signo de una vida lisérgicamente colorida y plena. El principio de plenitud contra el horror vacui, tan natural en la naturaleza y en el hombre. El vacío, el no –ser, es el lugar de Lucifer. El gusano horada la manzana como el no –ser existe a base de vampirizar el ser. El universo en un inmenso “sí” lleno de alegría. La alegría engendra lo que los antiguos diccionarios, hoy olvidados, designaban como alacridad y definían como “prontitud del ánimo para hacer algo”. Esa prontitud es una ligereza  –vuélvase a ver el final de El bazar de las sorpresas, de Lubitsch – que proviene de la alegría de vivir y que prefigura, aunque sea pobremente, la naturaleza transfigurada de lo que la tradición católica llama los cuerpos gloriosos. A veces hemos asociado, buscando alguna analogía conocida, esa alegría con la joie de vivre de la cultura francesa, con el arte de vivir del mundo mediterráneo. Eso es lo que habíamos perdido, eso es lo que tenemos que reencontrar.

Llevamos demasiado tiempo atrapados en el tiempo, en el Día de la Marmota, como el Phil Connors de la película de Bill Murray. Querríamos salir de nuestro bucle del 2 de febrero, pero no sabemos cómo. La propia película nos ayuda: practiquemos como niños el hábito de la objetividad del bien y el mundo se transformará, como ese Punxsatowney invernal y nevado de Pennsylvania. Entre nosotros Joaquín Sabina decía vivir en la Calle Melancolía y querer mudarse al Barrio de la Alegría. “Pero siempre que lo intento, ha salido ya el tranvía”, continuaba la canción. ¿Estaremos condenados a vagar para siempre por un laberinto moderno de los posteriores al siglo XVII, es decir, desprovisto de todo centro? Es así como hemos terminado sintiéndonos náufragos del universo, como los Vladimir y Estragón de Beckett en Esperando a Godot. Sin embargo, nosotros disponemos ahora de un verdadero hilo de Ariadna. Nuestro hilo consiste en todo aquello que incrementa la alegría en el corazón del hombre y la densidad radiante del ser en el mundo. Una vez más, el ser frente al no –ser y contra él. Como quería Hildegarda de Bingen en su noción de viriditas: lo que verdea, lo que nos envuelve, como las flores, las canciones o los licores. Nuestra cerveza nació en los monasterios benedictinos. Felices populi quibus vivere est bibere, dice el adagio de sabor goliardo. Por algún motivo tuvo que mantenerse durante siglos la costumbre del risus paschalis. Por algún motivo el primer milagro de Jesús fue el de convertir el agua en vino en las Bodas de Caná.

¿Incurrimos acaso en un puro desenfreno lírico, cedemos una vez más al entusiasmo estéril de la exaltación momentánea del espíritu que termina no engendrando nada? Fall asleep with a dream, wake up with a purpose, dice una slogan T –shirt. La idea seminal está clara: volvamos al mundo de Simbad, soñemos con el Ave Roc de las películas del mago Harryhausen, exploremos la isla encantada de Socotra, naveguemos en el Calypso del comandante Cousteau, juguemos al ajedrez en los campanarios  –o en los faros, como en Calabuch –, comprendamos la sabiduría secreta del que mira el mundo a través de un caleidoscopio. Emprendamos una búsqueda del tesoro como el Nathan Drake de Uncharted 4. Los signos de los tiempos empiezan a manifestarse. El éxito arrollador de El infinito en un junco, de Irene Vallejo. El hombre es un ser destinado a vivir dentro de las narraciones, y que en el fondo anda en busca de una Gran Narración que dé sentido a todo lo que existe. No de una teoría del todo fisicista a lo Stephen Hawking: desde Gödel sabemos que tal aspiración resulta ilusoria, porque el mundo siempre esconde un exceso de significaciones que nos obliga a subir de nivel, en una escalera borgiana que no tiene fin. La Gran Narración que andamos buscando es algo mucho más profundo y más misterioso. Es como un gran himno al que tienen que ir uniéndose todas nuestras voces. Al final, el sentido de la vida parece no consistir más que en reunirnos todos a cantar, ya juntos para siempre, una gran canción.

De nuevo incurrimos en un lirismo, en una exaltación poética que nos eleva y nos arrebata. Bajemos de nuevo al suelo. Volvamos al propósito de este ensayo. Aunque próximamente tendremos que afrontar una gran prueba colectiva  –eso que el Evangelio llama la Gran Tribulación –, el futuro que nos espera no es el de un capítulo  cualquiera de Black Mirror, ni el mundo distópico de Huxley, de Orwell ni de Bradbury, ni el delirio de un mundo transhumanista dirigido por una Inteligencia Artificial según lo diseñan Klaus Schwab y Yuval Harari, ni el proyecto masónico del Nuevo Orden Mundial, ni la victoria del Anticristo con su fascinante propuesta de una falsa felicidad colectiva a cambio de  que entreguemos nuestra alma. Todo lo anterior son fases, pesadillas, peligros, tentaciones, desafíos o riesgos que tendremos que afrontar. Sin embargo, lo que realmente sucederá será el triunfo de una Gran Alianza Humana y una explosión de creatividad cultural  –esos “juegos culturales” que también vislumbró Hermann Hesse en su visionario Juego de los abalorios – como nunca antes el mundo había conocido. Subiremos entonces a la cúspide de Maslow y contemplaremos el mundo desde allí. La sociedad y la cultura se articularán entonces en torno al quicio, al eje del espíritu humano y su destino. Y entonces nos preguntaremos, o se preguntarán nuestros descendientes, cómo alguna vez se pudo vivir en algún otro sitio que no fuese allí.

¿Hacia dónde camina el mundo? Habrá quien juzgue errado el presente ensayo ya desde su propio título. Si el mundo es como la voluntad ciega de Schopenhauer, entonces se define como un caos de fuerzas contrapuestas desprovisto de rumbo y cuya única esencia es un conflicto perpetuo entre los seres que lo componen. Sin embargo, nosotros hemos tomado como punto de partida, como axioma filosófico implícito, otra idea muy distinta. Igual que todo sistema físico gravita en torno a un centro de masas, todo conjunto de fuerzas se resuelve finalmente en una resultante, que es otra forma de llamar a un “rumbo”. Ahora bien: en el mundo opera justamente un conjunto complejísimo de fuerzas, de lo cual se sigue justamente, y por definición, la generación de un rumbo, de una dirección. Y ese rumbo no es aleatorio, caótico ni fluctuante, sino que marcha digamos que hegelianamente hacia una unificación final de los espíritus en lo que podríamos llamar los últimos tiempos. Y esos últimos tiempos están llegando ya. A su manera, Joaquín de Fiore siempre tuvo razón.

Pese a los peligros que nos acechan a la altura del mes de abril de 2024, cuando terminamos de redactar este breve ensayo (guerra de Ucrania, guerra de Gaza, tensión pre –bélica entre Israel e Irán, sensación generalizada de estar en los prolegómenos de una Tercera Guerra Mundial, riesgo real de un Armagedón nuclear del que no somos conscientes, ocupados como estamos en planear nuestras próximas vacaciones); pese a todos esos peligros, decimos, y pese a las muchas otras amenazas que hemos consignado en las anteriores páginas, la historia de la humanidad se encamina hacia un final feliz. Hacia una era de plenitud humana como nunca antes habíamos conocido. Algunos la llamaron hace décadas una Era de Acuario, y algo tendrá de tal cosa; pero será mucho más que simplemente eso. Será, nada más y nada menos, que la caída de todos los velos de Maya. La reunión de los doce signos en el centro del Zodíaco. La antesala del establecimiento de lo que la tradición cristiana llama el Reino de Dios.

Con esta esperanza afrontaremos las tribulaciones que tengamos que atravesar. The night is darkest just before the dawn, decía el poeta Thomas Fuller. La noche es más oscura justo antes del amanecer. Y en ese punto estamos precisamente: en la oscuridad profunda que precede a las primeras luces del alba. No caigamos en la desesperación en medio de la angustia. En vez de eso, escuchemos atentos y vigilantes, porque el gallo ya está a punto de cantar. Y la mañana que entonces empiece ya nunca terminar.

(Enlace al 4.º artículo)

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