Briggite Bardot, focos y focas

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Existen esos pocos seres que consiguen ser referentes en vida y estrellas al otro lado de la laguna Estigia. Muy probablemente, Brigitte Bardot, sea de esos pocos ejemplos que dejaron huella en sus actos y una larga estela de admiradores y fanáticos.

No sólo encandiló al público; en 1963 el cineasta Jean-Luc Godard dijo que Bardot era “el acontecimiento más importante del cine francés desde la Liberación”, subrayando cómo su presencia alteró el lenguaje visual de toda una industria. La escritora y guionista Marguerite Duras afirmó en 1988 que “Bardot es una mujer que ha pagado con su vida privada la osadía de ser libre”, aludiendo a la fama como sacrificio personal; y la actriz Jane Fonda declaró en 2015 que Bardot le enseñó que “una mujer puede ser deseada sin pedir disculpas”, una idea pionera para el feminismo y el pop. Estas voces de compañeros del mundo cinematográfico resaltan cómo Brigitte Bardot redefinió el papel de la mujer en el cine de su época con una libertad inédita en pantalla.

La filmografía de Bardot está marcada por títulos emblemáticos y su impacto cultural en el siglo XX. Y Dios… creó a la mujer (1956) consolidó el “fenómeno Bardot”, ópera prima de Roger Vadim, y escandalizó con su sensualidad liberada, al punto de popularizar Saint-Tropez como espacio simbólico del desenfado juvenil. En el drama judicial La verdad (1960), dirigida por Henri-Georges Clouzot, Bardot alcanzó su cima interpretativa encarnando a una joven juzgada por asesinato, en una trama que denunciaba la hipocresía moral de la Francia de posguerra; esta interpretación le valió el premio David di Donatello a la mejor actriz extranjera. El desprecio (1963), de Jean-Luc Godard, la situó en el centro del cine moderno y de la Nouvelle Vague, con un papel de gran complejidad psicológica que convirtió su cuerpo y su prodigioso uso del silencio en materia narrativa, así como en una fuerza cinematográfica que resignificaron el arquetipo de la rubia. En ¡Viva María! (1965), junto a Jeanne Moreau, encarnó a una revolucionaria en clave de comedia y aventura, anticipando una sororidad cinematográfica poco habitual en su tiempo y obteniendo una nominación al BAFTA.

Incluso en películas menos recordadas dejó una marca duradera: En caso de desgracia (1958) es una película en la que enfrentó su juventud libre a la autoridad masculina de Jean Gabin, cristalizando una tensión erótica que definió su mito, y en Babette se va a la guerra (1959) demostró una capacidad cómica que amplió su registro más allá del icono sexual. Las películas donde supo rodearse de los genios que tenía a un lado y otro del Atlántico contribuyeron a transformar la cultura audiovisual del siglo XX al ofrecer una imagen de mujer activa, deseante y ambigua, capaz de incomodar, fascinar y abrir grietas en el imaginario dominante.

Esto, con cierta gracia y belleza femenina, pudiera parecer fácil. Y en esa idea está el error.

El problema con la sensualidad femenina ha sido, y sigue siendo hoy en día, que una mujer empoderada por la sensualidad sigue, tristemente, siendo considerada en algunos sectores como algo poco inteligente, poco moral. Un arma que las mujeres usan “con facilidad” para ser vistas. ¿Acaso los actores, modelos e incluso los políticos no han usado su sexualidad para reafirmarse, para mostrarse, para estar en la palestra? Es fácil saber cuándo un juicio es sexista: si te parece bien cuando lo hace un hombre y mal cuando lo hace una mujer, es sexista. Si te parece mal cuando lo hace un hombre y bien cuando lo hace una mujer, es sexista. A la reiteración estructural de los juicios negativos hacia la mujer, continuados y alineados con la moral “dominante”, es a lo que yo llamo machismo. ¿Pudo la inteligencia y estética de Brigitte contra el machismo de su tiempo? Lo que tengo claro es que le echó un muy buen pulso.

Brigitte Bardot nos seduce precisamente porque le da igual el machismo, el sexismo y lo que es políticamente correcto. No sólo le da igual: reclama su sexualidad y personalidad con elegancia, gracia y como lo que es, un derecho de expresión de ella misma. Y esto, querido lector, es una declaración de principios. Porque poder hacer lo que te da la gana, y hacerlo con arte, sigue siendo no sólo político, sino muy político.

Lo que muchas mujeres reclamaban en los sesenta —y seguimos reclamando hoy— es, básicamente, poder hacer lo que queremos sin que nadie nos diga que lo que queremos hacer es más o menos moral, que seremos más o menos lapidadas moralmente por ello. De esto hizo Brigitte Bardot no sólo un triunfo, sino una seña de identidad.

Es el dualismo sensual de Brigitte Bardot lo que desafió el status quo, sobre todo el audiovisual, de su tiempo, que aunque nos parezca lejano, sigue siendo emocionalmente el nuestro. Ayer en el obituario que le dedicó RTVE escuchaba que decían algo como “presa y cazadora, o tan cazadora como los hombres que se acercaban a ella”. Cuánto nos cuesta aceptar la dualidad (¡y cómo nos fascina!). Brigitte era inocencia sensual y también era la posibilidad de que te pusiera un tacón en la cara.

Este poder, en los setenta, de ser ella la que marcara un compás solamente reservado a los hombres fue lo que la hace, a mis jóvenes ojos, un referente no sólo estético, sino feminista. No se agite, lector: hay muchas cosas feministas que no tienen la intención de serlo y acaban siéndolo.

¿Sabía Brigitte Bardot que estaba haciendo un hito en la cultura pop y el feminismo de nuestro tiempo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que empleó su influencia, su sensualidad y su belleza para hacer cosas políticas. Y eso nos gusta. No sólo en su lucha por los derechos de los animales, sino por una causa animalista que convirtió en acción concreta y visible: en 1977, su imagen abrazando una cría de foca sobre el hielo canadiense recorrió el mundo y contribuyó decisivamente a que la caza comercial de focas pasara de ser una práctica aceptada a un escándalo moral internacional; en 1986 fundó la Fondation Brigitte Bardot, desde la que impulsó refugios, campañas de esterilización y presión legislativa en Francia y Europa; y, ya en los noventa y dos mil, su defensa de los animales se mezcló con un discurso identitario y nacionalista, especialmente crítico con prácticas rituales (islámicas) que consideraba incompatibles con el bienestar animal, situándola en un terreno político tan influyente como profundamente polémico.

La que sí lo supo ver a primera vista que con ella “se había roto el molde” fue Simone de Beauvoir, quien en 1959 le dedicó el ensayo Brigitte Bardot y el síndrome de Lolita. Allí escribió que Bardot “no simboliza la corrupción de la juventud, sino la libertad”, y la definió como una mujer que “vive su cuerpo como una conciencia y no como un objeto”, algo profundamente subversivo en la Francia de posguerra. En ese mismo texto, publicado en Esquire en 1959, Beauvoir advertía que Bardot inquietaba porque no pedía permiso: ni al padre, ni al marido, ni al espectador. Que una filósofa existencialista analizara a una estrella de cine popular como fenómeno político y moral fue, en sí mismo, un gesto revolucionario para la época. (¡Cómo nos gusta la interseccionalidad!)

No todo fueron luces, brillantes como los focos que siempre la persiguieron y tanto odiaba; también hubo sombras. Brigitte Bardot fue condenada en al menos seis ocasiones entre 1997 y 2018 por tribunales franceses por incitación al odio o a la discriminación, a raíz de textos y declaraciones en los que vinculaba inmigración e islam con una amenaza cultural. En 2008, por ejemplo, fue condenada tras una carta pública en la que describía a los musulmanes como “una población que nos invade”, palabras que marcaron definitivamente su imagen pública y tensaron la lectura feminista de su legado.

Hay también una herida íntima que rara vez se menciona sin incomodidad: su hijo Nicolas. Bardot cedió la custodia al padre poco después del nacimiento, en 1960, reconociendo que no se sentía capaz de ejercer la maternidad en medio de la presión mediática, el rechazo a la domesticidad y una profunda sensación de asfixia vital. Fue una decisión duramente juzgada, pero también un gesto radicalmente honesto en una época que no permitía a las mujeres decir “no quiero ser madre” sin ser castigadas por ello. Y es que en una época en la que está tan de moda ser o blanco o negro en lo ideológico, Brigitte supo ser quizás “la chica más yeyé”, colorista y camaleónica de su tiempo. Aun cuando, aquí en España, todavía faltaría bastante tiempo para que la sociedad terminara de adquirir el término que nos tradujo Concha Velasco.  Una España en la que, la simple idea de que una mujer cediera la custodia de su hijo la hubiera llevado a (una más que posible) condenada por abandono del hogar. (Ahora se lleva esto de decir que con Franco vivíamos mejor, pero en 1960 la madre no tenía la patria potestad plena ni compartida; por tanto, no podía “ceder” algo que legalmente, de base, no era suyo.)

En mayo de 2025, cuando el canal francés BFM TV le preguntó si se consideraba un símbolo de la revolución sexual, respondió: “No, porque antes de mí ya habían sucedido muchas cosas salvajes; no me esperaron. El feminismo no es lo mío; me gustan los hombres”. Quizás, como las grandes mentes, Brigitte no dio con su vida respuestas muy claras, más bien plateó preguntas.

 

 

Brigitte Bardot y Mambo italiano

 

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