Y Sertorio, poniendo los puntos sobre las íes, se mete en harina de la polémica sobre la Hispanidad.
La serpiente de verano de este año ha sido la polémica sobre la Hispanidad, curioso debate bizantino sobre algo que ni siquiera sabemos si existe. Para ser más exactos, podemos afirmar que la Hispanidad vivió con plena fuerza y vigor cuando nadie hablaba de ella y ni siquiera la imaginaba, simplemente se ejercía: desde 1492 a 1825. Como pasa con la amada y el poeta, se canta lo que no se tiene. El placer de la posesión no crea poemas.
La disolución del imperio español acabó con la Hispanidad como hecho histórico, porque la independencia americana está fundada sobre un complejo mitológico en el que España encarna un arquetipo negativo, aquello que hay que desarraigar para alcanzar la emancipación y la dignidad. De tener un papel positivo el imperio español, si sus valores eran beneficiosos, entonces la independencia fue un error y los libertadores, reos de alta traición. No hace falta ser demasiado agudo para entender que las repúblicas americanas están predestinadas a aborrecer a España y a todo lo español. Los hegemones yanquis han abundado oportunamente en ello al rescatar de la nada el paraíso perdido del indigenismo, el edén del buen salvaje. En cierto sentido se trata de una hispanidad negativa, oscura, donde el americano proyecta aquellos rasgos que detesta en sí mismo.
La única forma de restaurar la Hispanidad sería que España volviera a ser una gran potencia, lo que ahora es risible en extremo. Fuera de esto, sólo cabe la influencia cultural, que siempre la ha habido y siempre la habrá: tenemos demasiados primos y demasiados amigos en esas tierras como para que se acabe. Y siempre ocuparemos un segundo lugar frente a la fascinación de yanquis, franceses, alemanes o ingleses. Sólo en un futuro, inimaginable ahora, podrían los elementos identitarios españoles ser objeto de algún tipo de rescate: cuando los propios americanos comprendan que la fe, la lengua y la herencia de España es lo que tienen todos ellos en común, lo que de verdad les une. Pero eso no es asunto nuestro, sino suyo.
En España, el debate ha adquirido tintes grotescos y ha derivado en caricatura y farsa, en diálogo de besugos. ¿Cómo se puede hablar de Hispanidad en este país que ya no es nación y lleva camino de dejar de ser pueblo? Esta España aldeana, estéril, imbécil, bastante va a tener con no ser borrada del mapa dentro del maldito «espacio de derechos» malbaratado por la oligarquía de Bruselas. Justo ahora, cuando estamos cerrando el círculo de vuelta al 711, cuando nos estamos convirtiendo en un nuevo Líbano, soñar con hispanidades es ridículo. Lo único bueno de esta situación es que, por primera vez desde 1808, los españoles adquieren conciencia nacional a medida que se convierten en extranjeros en su patria. Lo que quede de nuestro pueblo será mucho más compacto y homogéneo que la masa amorfa e idiota del español contemporáneo. En el Líbano que será la España futura nosotros seremos los maronitas. Es momento de archivar las Indias, como hacemos con los cartagineses o los suevos, y defender la puerta de nuestra casa.