Mientras en Barcelona se discute si cancelar o no el próximo concierto dirigido por el ruso Valéry Gergiev (pesa sobre él el abominable crimen de ser amigo de Putin), llega de Italia la noticia de que la censura ya se ha abatido sobre él, amparada por un amplio frente que va desde la izquierda hasta la derecha (supuestamente patriota y realmente otanesca) de Georgia Meloni.
La censura y el boicot liberal se abaten sobre el director de orquesta más importante del mundo, el ruso Valéry Gergiev, al que, tras días de polémica, se le ha impedido actuar en un concierto programado para el 27 de julio en la Reggia di Caserta. La chusma liberal, con su séquito de periódicos afines a Cairo y Elkann, ha lanzado la habitual campaña de linchamiento mediático basada en conjeturas: fondos opacos, evasión fiscal, sociedades ficticias, villas en Versilia o en la costa amalfitana. Lo suficiente para pintar a Gergiev como agente de la propaganda putinista.
Nada diferente de lo que ya habíamos visto con los atletas rusos boicoteados en los Juegos Olímpicos, los cursos sobre Dostoievski cancelados en las universidades o Valentina Lisizta, pianista de talla internacional, que tuvo que sufrir el mismo trato que el director de orquesta ruso. La propaganda de los regímenes liberales y sus megáfonos informativos no temen caer en lo absurdo y ridículo si transforman incluso a intérpretes de partituras de Prokófiev y Stravinski en expresión del soft power ruso. Así, lo que queda de la prensa escrita italiana denuncia la cultura como instrumento de guerra híbrida, y a los directores de orquesta, músicos, pianistas como agentes encubiertos de un sistema capilar que difunde la propaganda del Kremlin. Cualquier ocasión o evento cultural se convierte en pretexto para atacar a Moscú con las acusaciones más estúpidas que quepa imaginar. Podemos decir que, por lo hace a los métodos de censura, han desaparecido desde hace tiempo las diferencias aparentes entre los regímenes liberales y las autocracias.
Cuanto más contradictoria se vuelve la narrativa democrática, más insoportable se vuelve la arrogancia y la intolerancia de sus clérigos. Arrogancia, decíamos, que ni siquiera necesita disfrazarse de mala fe, porque se sustenta en una autorreferencia que es síntoma de unas élites escleróticas y moralmente corruptas. ¿Cómo se puede pensar siquiera que todavía se puede distinguir entre lo que ocurre en Gaza y en Sumy? Hace sólo unos días, las Fuerzas de Defensa de Israel perpetraron la enésima masacre de más de cien palestinos que esperaban recibir alimentos. Y estos plumíferos, desde Il Giornale hasta La Stampa, cuyos editoriales sobre los principales temas internacionales son prácticamente intercambiables, insisten en el doble rasero, gritando al dictador que amenaza con llegar hasta Lisboa, o en la amenaza de Hamás cuando se habla de más de cien mil civiles palestinos muertos.
La política, en esta cúpula alimentada por la prensa conformista, no consigue distinguirse ni tener arranques de orgullo. En el caso del boicot a Giergiev, el PD (Partito Democratico, de izquuierdas) y FdI (Fratelli d’Italia, de la presidente del gobierno, Georgia Meloni)se han alineado tristemente con el coro de falsa indignación por la organización del evento. El Savonarola exalcalde de Salerno, defendió primero la posición de defensor de la libertad de expresión artística y de la cultura como vehículo de diálogo entre los pueblos, para luego ceder a las presiones de los órganos de poder. El diputado Sandro Giuli ni siquiera intentó oponer una resistencia aparente y se sumó inmediatamente al coro de quienes pedían la censura. Señales que revelan que el clima sigue siendo pesado y que, si con la elección de Trump esperábamos que algo pudiera cambiar, el conformismo con ciertos dictados del pensamiento único sigue siendo inquebrantable.
En Europa, precisamente, sigue existiendo una «capa», por decirlo con palabras de un libro de Marcello Veneziani, que dicta las normas conformistas a las que hay que ajustarse, ya sean dictados culturales o la línea a seguir en política exterior. A estas alturas, no sabemos si se debe más al oportunismo de poca monta, a la codicia intelectual o a razones de realpolitik que nos resulta fácil imaginar pero no justificar, dada la composición política de los gobiernos europeos y los poderes financieros y económicos que reinan en Bruselas. Podemos estar seguros de que las provocaciones y los ataques del aparato mediático-periodístico continuarán con su ferocidad contra el enemigo ruso con pretextos cada vez más demenciales, rechazando cualquier intento de mediación y presionando para un rearme y una intervención directa de la UE contra los bárbaros que están a las puertas. Otros eventos culturales, conciertos e iniciativas para volver al diálogo serán saboteados por los lacayos de la editorial del poder. Incluso en Bolonia, un pianista ucraniano prorruso sufrió el mismo trato y se le impidió actuar por las mismas razones que a Giergiev. «Perlas a los cerdos» fue la reacción de Maria Zacharova, quien señaló acertadamente que ya existe una propaganda rusófoba que va desde los banderistas de Kiev hasta el Quirinal. Una clase política reducida a rueda de repuesto, que ha abandonado toda vena de acción, salvo la dictada por quienes la han convertido en un sujeto heterodirigido por los belicistas europeístas. Mientras tanto, una lección para las sociedades abiertas y liberales llega precisamente de Rusia, donde el remake de la película El maestro y Margarita ha hecho una clara referencia a la política actual rusa, con alusiones al carácter represivo del Kremlin, bajo la metáfora de la obra maestra literaria de Bulgákov. La película, obviamente, ha suscitado fuertes críticas por parte del poder central, pero, mientras tanto, no se ha prohibido su visionado, lo que indica que muchos prejuicios y estereotipos sobre la falta de libertad de expresión y de disidencia en las autocracias denostadas deben, como mínimo, revisarse y desvincularse de las dicotomías fáciles (democracias = sociedades libres; autocracias = sistemas represivos). Tonterías para los fanáticos de la ortodoxia liberal, cuya corrupción intelectual sólo es comparable a su nulidad moral.