Tres años y medio después de la entrada de las tropas rusas en Ucrania, Alain de Benoist denuncia las ilusiones de una Europa ahora convertida en escenario de guerra, lejos de su supuesto ideal de paz, y analiza las derivas morales e ideológicas que han paralizado cualquier intento de mediación, sumiendo al continente en una crisis existencial.
Para justificar la construcción europea, se ha repetido durante medio siglo que «Europa es paz». Hoy, Europa es guerra. Hace ahora tres años y medio que las tropas rusas entraron en Ucrania. El balance humano, estimado en alrededor de un millón y medio de víctimas (muertos y heridos), es enorme. A ello se suma la profunda tristeza de quienes, como yo, tienen amigos ucranianos y rusos, y sólo sienten horror ante la idea de que se estén masacrando mutuamente.
Al mismo tiempo, desde hace más de tres años, los partidarios de Ucrania y los de Rusia no dejan de exponer sus argumentos, sin convencerse nunca, por supuesto. Es hora de tomar distancia respecto a estas polémicas y, sobre todo, de elevarse por encima de ellas.
Una observación para empezar
En general, cuando estalla una guerra, los no beligerantes pueden adoptar diferentes actitudes. En primer lugar, pueden optar por apoyar a uno de los dos bandos, lo que suelen hacer en función de sus intereses. Dado que sus intereses respectivos no son los mismos, es probable que no todos hagan la misma elección. Sin embargo, en el caso de Ucrania, eso es lo que ha ocurrido. Los países occidentales, que no tenían ningún interés vital en este asunto, han optado casi en su totalidad por alinearse con las posiciones estadounidenses y se han pronunciado a favor de un apoyo incondicional al bando ucraniano. Por lo tanto, ninguno ha podido asumir su posición de tercero. Éste es un hecho muy importante.
Ya en 1907, Georg Simmel subrayaba en sus escritos la importancia del tercero en los conflictos. El tercero puede mantenerse en una posición de neutralidad. También puede utilizar su no pertenencia al bando de los beligerantes para influir en la situación, ofreciendo su mediación para resolver políticamente los problemas que han dado lugar a la guerra. Puede intervenir como mediador o árbitro. En lugar de alimentar la guerra, contribuye así a la paz.
Sin embargo, este papel del tercero ya no es posible hoy en día. ¿Por qué? Porque la guerra ha cambiado. La guerra tradicional se asemejaba a un duelo. Enfrentaba a enemigos de los que se reconocía que cada uno podía tener sus razones. Pero la guerra moderna ya no es una guerra «con un enemigo justo» (iustus hostis), sino un retorno a la guerra «por una causa justa» (iustus causa) de la Edad Media. Esto significa que es una guerra ideológica, una guerra a la vez religiosa y moral, una guerra del Bien contra el Mal, en la que el culpable moral sustituye al enemigo político. La neutralidad se asimila entonces a una elección partidista que no quiere decir su nombre, es decir, a una complicidad. El tercero queda así descalificado. Pero si el tercero ya no existe, nadie puede ofrecer su mediación para llegar a un acuerdo pacífico.
Cuando estalló la guerra entre Rusia y Ucrania, los europeos no se preguntaron: ¿dónde están nuestros intereses? Se preguntaron: ¿quiénes son los malos, quiénes son los buenos? Ucrania fue entonces asimilada al reino del Bien, Rusia al imperio del Mal, mientras que los pacifistas parecían haberse evaporado.
¿Por qué? La respuesta que viene inmediatamente a la mente es que Rusia era el agresor y Ucrania la agredida. Por lo tanto, había que castigar al agresor, que, además, había «violado el derecho internacional».
Esta explicación no es válida. La posición occidental se inspiraba en los principios idealistas y morales de la Sociedad de Naciones: en un conflicto, siempre hay que dar la culpa al «agresor», porque es él el culpable, aunque este «agresor» pueda haber actuado porque se encontraba o consideraba que se encontraba en situación de legítima defensa. De hecho, desde Montesquieu se sabe que hay quienes desencadenan las guerras y quienes las hacen inevitables: no son necesariamente los mismos. El reciente ataque de Israel y Estados Unidos contra Irán fue también una «agresión» que violó todas las normas del derecho internacional, pero no desencadenó ningún movimiento de solidaridad con Teherán. No hay que sorprenderse. El derecho internacional se desvanece cuando la necesidad vital de mantener la propia forma de existencia se ve amenazada y llega la hora de tomar decisiones políticas existenciales. Carl Schmitt escribió que «una guerra no tiene sentido por el hecho de librarse por ideales o normas jurídicas, una guerra tiene sentido cuando se dirige contra un enemigo real». En tales circunstancias, no hay ningún juez (ni policía) mundial que pueda decidir quién tiene la culpa.
Dos obsesiones enfrentadas
En el origen de la guerra en Ucrania hay dos obsesiones. Una obsesión estadounidense, según la cual Estados Unidos debe impedir por todos los medios que otras potencias cuestionen su hegemonía, lo que implica debilitar a sus competidores y rivales. Y una obsesión rusa, según la cual Rusia debe protegerse siempre contra el «cerco», lo que implica frenar por todos los medios la expansión de la OTAN.
Políticos estadounidenses de alto rango, como Henry Kissinger, John J. Mearsheimer, George Kennan, Paul Nitze, Robert McNamara y muchos otros, advirtieron ya en la década de 1990 sobre las dramáticas consecuencias de una ampliación de la OTAN hasta las fronteras de Rusia, que Kennan calificó de «error fatal». Sin embargo, en El gran tablero (1997), Zbigniew Brzezinski afirmaba: «Estados Unidos debe apoderarse de Ucrania a toda costa, porque Ucrania es el eje de la potencia rusa en Europa. Una vez separada de Rusia, Rusia dejará de ser una amenaza». Éste es el programa al que se sumaron los «neoconservadores» cuando soñaban con hacer del siglo XXI un «siglo americano».
Las cosas se aceleraron muy rápidamente, y ambos beligerantes recurrieron, evidentemente, a sus respectivos aliados. Occidente multiplicó las sanciones contra Rusia y entregó cantidades considerables de armamento a los ucranianos. Las sanciones se volvieron en parte contra sus autores, provocando en Europa una explosión de los precios de la energía y aceleraron la desindustrialización alemana, sin por ello hacer tambalear la economía rusa. Rusia, por su parte, se ha vinculado cada vez más estrechamente a China. Así es como la guerra entre Ucrania y Rusia se ha convertido en una guerra de la OTAN contra Rusia, y luego en una «guerra civilizacional».
Todo cambió el pasado 28 de febrero, cuando Donald Trump humilló y ridiculizó gravemente a Volodymyr Zelensky en la Casa Blanca, llegando incluso a acusarlo de ser el verdadero responsable de la guerra. Este cambio brutal de política, objetivamente favorable a Putin, ha tenido un efecto devastador en todo el mundo, sobre todo porque, más allá de Ucrania, ha marcado la ruptura entre Europa y Estados Unidos, es decir, la desintegración del «Occidente colectivo».
Para los europeos, que durante décadas habían confiado en Estados Unidos para garantizar su seguridad, el choque fue terrible. Pero también es un dilema para los «trumpistas» europeos, hoy sumidos en la confusión. Ayer no tenían ningún problema en apoyar tanto a Ucrania como a Donald Trump. Hoy, ¿a quién deben elegir?
La Unión Europea, por su parte, ha elegido a Zelenski. Aunque los ucranianos ya han perdido la guerra, a pesar de la ayuda masiva que han recibido (más de 133.000 millones de dólares en tres años), ahora se imaginan que pueden sustituir a Estados Unidos lanzándose a una nueva carrera armamentística que, en cualquier caso, tardará al menos diez o veinte años en ponerse en marcha. En otras palabras: los europeos se dicen dispuestos a luchar hasta el último ucraniano. Pero ¿tenéis los medios para hacerlo? Para complacer a Trump, en la última cumbre de la OTAN se comprometieron a destinar lo antes posible el 5 % de su PIB al presupuesto militar. Sin embargo, este compromiso simplemente no es creíble: con la excepción de Alemania y quizás Polonia, la mayoría de los miembros de la Unión Europea no tienen ni la voluntad ni los medios para alcanzar este objetivo.
El objetivo de la guerra es la paz
¿Y ahora qué solución? Putin, que sabe que el tiempo juega a su favor, se mantiene firme en sus exigencias. Aunque se encuentra en una posición de fuerza sobre el terreno, ya ha sufrido serios reveses: Finlandia y Suecia se han unido a la OTAN y el nuevo telón de acero que separa Europa y Rusia no está a punto de levantarse. Los ucranianos siguen recorriendo las capitales para pedir más ayuda. Trump parece dudar y se muestra molesto por la continuación de los combates. La estonia Kaja Kallas, representante de la UE para Asuntos Exteriores, repite: «Ucrania debe ganar esta guerra». Pero ¿y si no la gana?
Una Europa autónoma podría haber trabajado por una solución política del conflicto, así como por la reconstrucción de un nuevo espacio de seguridad colectiva a escala continental, respetando tanto los intereses de los europeos como los de los rusos. Pero no ha sido así. Han sido los occidentales quienes han pedido al Gobierno de Kiev que no aplique los acuerdos de Minsk de septiembre de 2014 y febrero de 2015, que preveían tanto la integridad territorial de Ucrania como la autonomía del Donbás, lo que podría haber puesto fin al conflicto.
En la visión moral de la «guerra justa», los conceptos de ius ad bellum y ius in bello se reducen a categorías del derecho penal: el agresor ya no es tanto un enemigo en el sentido político del término como un «agresor» al que no sólo hay que derrotar en el terreno de batalla, sino también castigar. El problema es que esta visión de las cosas, en la que la moral borra el carácter esencialmente político de la guerra, tiende a hacer imposible cualquier retorno a la paz mediante una solución negociada del conflicto, ya que no se negocia con un «criminal» o un «loco».
El objetivo de la guerra es la paz. Y esta paz es de naturaleza política, por la misma razón que la guerra no es más que una prolongación de la política. Toda guerra que no vaya acompañada de un plan político de paz sólo puede conducir al caos. La guerra no es más que un medio al servicio de un fin. Los occidentales, en el caso de Ucrania, nunca han tenido ningún objetivo político, diplomático o estratégico, y su única preocupación ha sido apoyar sin fin una guerra a la que se han sumado por razones puramente ideológicas y morales.
El gran perdedor de esta horrible guerra es el pueblo ucraniano. El expresidente checo Václav Klaus lo ha dicho sin tapujos: Ucrania es desde el principio «sólo un peón en el tablero de un juego mucho más amplio». La desgracia ucraniana no ha terminado.
[Artículo publicado en Junge Freiheit, Berlín, el 18 de julio de 2025]