14 de marzo de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Parecía que volaba

Existen amores heroicos, amores puros, amores trágicos, amores callados y también amores dolidos. Los amores dolidos saben a penas agrias, porque la locura que los engendró era hija del néctar, aunque ahora moje la lengua del alma con el dolor de lo ya sido. Yo creo que es necesario comprender al corazón habitado por un amor dolido, sobre todo si ese amor es elevado, agápico, si nos va en él la vida toda.

Cuando iniciaba mi camino intelectual aprendí de memoria un verso que rezaba así:

Amar la Patria es el amor primero
y es el postrero amor después de Dios.
Y si es crucificado y verdadero
es un solo amor, ya no son dos.

El verso es don Leonardo Castellani y con él quiero meditar en este artículo. Cada vez que en el ámbito de la cultura se evoca un talento universal entre los argentinos, se suele pensar en Jorge Luis Borges, y quizás esté muy bien. Borges, parece por momentos un milagro de la literatura; y ante los milagros, no cabe otra actitud que el descreimiento o la aceptación. Sin embargo, un lucero solitario, hijo dilecto de la Cruz del Sur, brilla en los cielos argentinos con orgullosa soledad, refulge solamente para quienes saben contemplarlo. Filósofo, teólogo, poeta, periodista, escritor, sacerdote, criollo cabal. El cura santafesino, con su estilo lúcido, con su canto de ruiseñor incomprendido, con la sencillez del rocío y el vuelo del cóndor, amó locamente a la Argentina, la amó con un amor dolido. La primera facultad del amor es el ver y solo quien ve padece la visión.

En un trabajo que recoge una serie de cuentos fantásticos, Castellani pone en boca de uno de sus personajes —quizás su alter ego— esta amarga reflexión:

Este país, que no ha dado nada hermoso al mundo, que está ahora ulcerado de ignominias, que traga ignominia y vergüenza como si fuera agua, que no reacciona por ganar dinerillos – que después se lo quintan- al proceso de cretinización al que está sometio, me duele. Yo no tengo más remedio que haber nacido aquí y salir no puedo, sin contar que he hecho un voto a Dios de no salir; y la necesidad, la charlatanería y la sordidez son como un baño de ácido sulfúrico en mi piel. Así que no tengo más remedio que aislarme” [1]

Al menos tres cuestiones valen remarcar en estas líneas:

En primer lugar, alguien nos puede objetar: “¿Cómo que la Argentina no ha dado nada hermoso al mundo?” e inmediatamente:  “Así escribe quien dice usted amar a la Patria?”. Para ambas preguntas la respuesta es la misma: el amor dolido que nos vuelve elocuentes, muchas veces va reñido con la prudencia. Es como contemplar a la primera novia trabajando en un burdel. Cuando eso sucede, “es mejor morir ahogao que echar el grito pa´atrás”, decía José Larralde, y tenía razón.

En segundo lugar, si aquella Argentina, aunque maltrecha y en plena transformación fruto de ese quiebre ideológico que fueron los 60, le parecía a Castellani ulcerada de ignominias y sometida a un proceso de cretinización constante; ¿qué opinaría hoy al verla hundida en el miasma del reggaetón, la política como stand up y su vocación de colonia, siempre a flor de piel?

En tercer lugar, la necesidad de aislarse como principio de reconstrucción personal, la soledad como patria de los fuertes. Es notable que, en la narración de la curación del sordomudo, el evangelista Marcos destaque que el primer gesto de Jesucristo haya sido apartar de la multitud aquel hombre; como si la cura dependiera de la soledad para ser efectiva.

El personaje del cuento llega a una laguna en las costas del Salado, al sur Buenos Aires. En la austeridad de aquel paraje se encuentra con un viejo vestido de tela sucia, botas finas y sombrero negro, sujeto de la rienda lo acompaña un caballo imponente. Escribe Castellani:

Parecía tener la fuerza de un frisón con la esbeltez de un árabe; tenía la crin casi hasta los cascos, los ojos enormes parecían un poco maliciosos; un gesto como de un hombre que ha visto cuanto hay que ver en el mundo.

En el enigmático encuentro, la voz la pone el viejo, pero quien parece comprender todo es el caballo, ángel mensajero en esta historia. El viejo es un criollo que peleó con San Martín y con Rosas, que conoció al Cid y a San Fernando Rey, tan feo como él, según confiesa. El enigmático hombre va hilvanando algunos hechos de la historia zurciendo retazos en la línea de la más pura Hispanidad.

El viejo vende cantares y enseña a la gente a vivir bien ejercitando la mayéutica y dando buen ejemplo. Esas dos cosas son para él una imitatio Christi. Pero un sabor amargo en las papilas del alma emparenta su destino al del protagonista del cuento: ambos pertenecen a la clase de los desplazados, de los olvidados de la Patria, víctimas propiciatorias del formalismo que esteriliza la vida, de las miserias de la ingratitud: ambos son parientes lejanos del amor dolido:

El ombú no es un árbol, es una mata; pero se cree árbol. Es el símbolo nacional de la Argentina. Es un yuyo megalómano —y miró al ombú en la lejanía—, se cree árbol y es mata.

Antes que el viejo se despida misteriosamente en su caballo alado, tan misteriosamente como llegó, nuestro protagonista se ve impelido a preguntarle algo:

—“¿Y cree usted que esto puede tener arreglo?

—Ha´i tener –dijo el viejo. Ha´i tener. Tiene que ver usté que buena es la gente de aquí del fondo, cuando a uno lo entienden un poco”.

El reservorio moral está en el fondo, en los “pata al suelo” de la vida sencilla, en la intrahistoria de los pueblos –como le gustaba decir a Unamuno-, allí, tierra adentro de la vida.

Y el viejo, le deja a aquel hombre una enseñanza final:

Yo no digo que no sean malos estos tiempos, pero todos los tiempos han sido malos; y si estos son los piores, se aplica el refrán que dice: por lo más oscuro amanece; porque todos los tiempos están a igual distancia de Dios.

El protagonista del cuento vio luego caminar sobre las aguas a ese Pegaso criollo y pleno de asombro cierra diciendo:

Que me caiga muerto aquí mismo si miento, pero mismamente parecía que volaba.

Aquel caballo parecía que volaba, como el Padre Castellani…porque solo el amor sabe elevarse, aunque sea un amor dolido.

  1. Leonardo Castellani. Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas, Buenos Aires, 1944. Texto añadido a la edición original titulado El caballo con alas (1967). 
    
    

 

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