Todos en casa, tan recogidos, abarrotando los servicios de mensajería y videoconferencia para hablar con la familia, con los compañeros de trabajo, con los amigos, con los profesores y con los alumnos, subiendo vídeos, memes, canciones, pegados al televisor en cuanto aparecían los supuestos expertos en asuntos de pandemias, con más miedo que salud, confinados, encerrados después de haber vaciado Mercadona y dejado a Carrefour y El Corte Inglés sin papel higiénico, la puerta cerrada, las visitas vetadas, las mascarillas en la puerta y siempre a mano por si acaso, suspirando por un test del covid, temblando tras el primer estornudo, no había tregua: mientras usted y yo y todos estábamos en casa y recibíamos cada día las noticias de miles de muertos, de hospitales de campaña desbordados, de residencias de ancianos arrasadas por el virus, y mientras moría gente a la que conocíamos, otros incluso mucho más próximos, mientras agonizaban en soledad nuestros mayores, nuestros familiares, mientras el virus y la muerte nos cercaban como a conejillos enjaulados y los policías locales arreglaban los presupuestos del municipio a base de multar a los díscolos que se atrevían a salir a la calle, mientras todo aquello sucedía hubo una élite eximida de la ley por gracia del gobierno progresista, una selecta categoría de políticos y políticas corruptos y corruptas como sátrapas
Cada vez que va usted al supermercado y apoquina diez euros por una botella de aceite de oliva, está pagando la deuda
bananeros y bananeras, libres como el viento, que se dedicaban a los suyo, trincar pasta, montarse orgías de sexo y farlopa y volver a trincar pasta. Esos mismos nos decían lo que estábamos obligados a hacer para superar la pandemia, dictaban el reglamento y los decretos, imponían sanciones y criminalizaban al que osara dar cuatro pasos en la vía pública sin la preceptiva mascarilla, cosa que no es de extrañar porque el meollo de sus beneficios estaba precisamente en las mascarillas, las de Ábalos, las de Illa, las de Armengol, las de Torres, las de Koldo, las del Tito Berni… Mientras agonizaban los abuelos en residencias dejadas de la mano de Dios y la gente enfermaba y los ERTEs caían a plomo sobre las familias, ellos celebraban su gran boda con la vida, sus contratos fulleros, su pasta gansa, sus comisiones y su saqueo de todo lo que fuera público, porque a fin de cuentas lo público no es de nadie. Cierto, nosotros dejamos sin papel higiénico los supermercados; pero ellos, más finos, más en la cumbre, más bendecidos por las urnas y mucho más queridos por el diablo, para cobrarse el favor de pastorear nuestro miedo dejaron tiritando las arcas del Estado, tan vacías como los estantes de las grandes superficies tras el paso acaparador de los confinados. Total, el negocio estaba cantado: ciento cuarenta mil millones de Europa esperaban a la vuelta de la esquina, en forma de ayudas tras la pandemia. Que por causa de aquel billetamen del monopoli, sin valor ninguno, el aceite de oliva esté a diez euros el litro y la barra de pan haya subido un 100% es otra cuestión, otra parte de la asignatura por así decirlo, algo sin importancia porque pensamos seguir pagando la cuenta hasta que nuestros nietos sean viejos, así de cumplidores hemos salido. Pero recuérdelo: siguen pendientes de cobro los chanchullos que ellos perpetraron mientras usted hacía pan en el horno eléctrico de su casa. Consuélese: cada vez que va usted al supermercado y apoquina diez euros por una botella de aceite de oliva, está pagando la deuda, la que ellos dejaron, el debe de sus fiestas privadas y sus prostitutas y su cocaína y sus viajes y sus risas. Ya se sabe: progresar y tener un gobierno benefactor nunca fue gratis; y con esta gente nos sale caro de cojones.