No, la cosa no va ni de Iñigo Errejón ni del enfrentamiento que el muy zurdo de Antonio Maestre tuvo ayer con Bertrand Ndongo, el patriota y gigantón periodista negro afincado en España.
La cosa va de este artículo de Alain de Benoist con el que inaugurábamos hace unos meses la publicación en español la revista Éléments, ese buque insignia de la Nouvelle Droite. Hasta ahora sólo era accesible a quienes han adquirido (en papel o en PDF) la revista. Sin embargo es tal la importancia de dicho artículo —bañado en esa diáfana prosa con que escribe nuestro amigo y maestro— que nos hemos decidido a ponerlo a disposición de todos los lectores.
Antiguamente, o eras niño o eras adulto. Entre los dos había ritos de paso, que ahora han desaparecido. Luego inventamos la adolescencia, que nunca termina. Se llama «adulescencia». Ha dado lugar al tipo dominante de nuestra época: el narcisista inmaduro. Los hombres de derechas son adolescentes perpetuos, que sueñan con el heroísmo y la caballerosidad. Los hombres de izquierda son niños perpetuos, que sueñan con la fusión igualitaria y tranquilizadora en el seno materno. Keith Howard, que acaba de publicar Infantilised , señala que uno de los fenómenos actuales más sorprendentes es lo mucho que se alarga la inmadurez. «La naturaleza quiere que los niños sean niños antes de ser hombres», escribió Rousseau. «Si queremos pervertir este orden, produciremos frutos precoces que no tendrán ni madurez ni sabor, y no tardarán en corromperse» (Emile, II). En eso estamos ahora.
El mito del niño bonito, o bobo, o pitongo, surgió tras la Segunda Guerra Mundial. Fue de la mano del descrédito de la autoridad y de la abolición de la noción de cabeza de familia. Culminó el 23 de septiembre de 2019 en Nueva York, con el espectáculo surrealista de Greta Thunberg amonestando a los jefes de Gobierno en las Naciones Unidas. Al mismo tiempo, la ley de la Madre ha sustituido a la ley del Padre en una sociedad que se enorgullece de despreciar todo lo que solíamos admirar (grandeza, heroísmo, autoridad, virilidad, verticalidad) y que venera la «apertura», las sociedades «inclusivas», la debilidad, las víctimas, los estados de ánimo y la horizontalidad.
El «último hombre»
Kant abogaba por la «salida del hombre de su minoría de edad» en una perspectiva emancipadora, definiendo la «minoría de edad» como «la incapacidad de utilizar el propio entendimiento sin la guía de otros». Hoy, los poderes públicos mantienen la «minoría de edad» para perpetuarla a lo largo de toda la vida. Los problemas de los adultos se imponen a los niños, mientras que a los adultos se les infantiliza. El Estado solía decir a los ciudadanos lo que no debían hacer. Ahora les dice lo que deben hacer en todos los ámbitos, incluso en los más íntimos.
El Estado niñera ha tomado el relevo del Estado del bienestar en un contexto de aumento de los valores femeninos y del matriarcado. Es un mundo de «cuidados» , de despreocupación, de «marchas blancas» y luz de velas, de inmersión general en lo emocional, de desbordamiento lacrimógeno permanente. Es el estado terapéutico del que habla Christopher Lasch: la «cultura de la terapia» como remedio para la vida. El confinamiento en el «Covid de combate» ha brindado la oportunidad de regular las «pequeñas cosas que hacemos cada día» para maximizar nuestro «capital de salud». En tiempos de canícula, el estado terapéutico nos repite, como a niños retrasados, que «es importante beber regularmente». Pronto nos dirá que en invierno es mejor salir a la calle tapado, y que jugar con cerillas acabará quemándote. La ideología dominante ya no educa, sino que reeduca. El objetivo final es convertir la sociedad en un centro de reeducación permanente.
Nuestra época es ahora como la infancia. En un mundo que ha perdido el norte, el narcisista inmaduro sólo se preocupa de su propio ego. Con el liberalismo de libre mercado, el consumo se convierte en el único horizonte del individuo. El sujeto posmoderno es lúdico y libidinal. Es el Homo festivus al que se refería el difunto Philippe Muray. La libertad individual, que antes se limitaba a resistirse al control excesivo de las autoridades públicas, se ha convertido ahora en el medio de afirmar cualquier forma de elección de estilo de vida, incluso la más delirante. La ideología de los derechos humanos multiplica las exigencias («tengo derecho») de los individuos que, como los niños, patalean cuando no se satisfacen inmediatamente sus deseos.
La «Generación Z» (los nacidos entre 1997 y 2010) son también los blandengues que no soportan las contradicciones y han decidido de una vez por todas que todo es suyo. Totalmente incultos, pero absolutamente intolerantes, fabricados en serie por una escuela en la que reinan la «enseñanza de la ignorancia» (Jean-Claude Michéa) y la «fabricación de imbéciles» (Jean-Paul Brighelli), obsesionados consigo mismos, adictos a las pantallas, inyectados de Netflix y de realidad virtual, en constante búsqueda de «lugares seguros» que les protejan del «acoso», y de «likes» que aumenten los niveles de dopamina en sus cerebros; para ellos, como ha escrito Jeremy Stubbs, «cualquier problema de la vida normal se representa como una amenaza para el bienestar emocional del individuo, una conmoción para su autoestima y una fuente potencial de traumas duraderos que requieren intervención terapéutica». La mayoría de los mensajes publicitarios parecen estar dirigidos a personas con un coeficiente intelectual de dos dígitos (con una coma en medio). En los medios de comunicación, ya no hay madres ni padres, sólo «papás» y «mamás», «tiítos» y «besos». En las calles, los pijoprogres van en patinete. La corrección política, impulsada por el deseo de «no herir la sensibilidad de nadie», está fomentando la literatura y la cinematografía bobalicona, alentada por los justicieros del cine y la ficción. Ésta es la era del cocooning, del sofá ante la tele y de la distracción en el sentido pascaliano: el vaciado de toda vida interior.
Costanzo Preve dijo una vez: «No puedes enfrentarte al mundo tal como es con un corazón de alcachofa». El narcisista inmaduro de hoy ha perdido todo sentido de la realidad, de la historia y de la tragedia, lo que le convierte en una presa condenada de antemano. El «último hombre» de Nietzsche es el hombre del ocaso: para vivir felices, quedémonos en la cama. En un momento en que el mundo está al borde de una inmensa agitación, nuestros conciudadanos discuten sobre «escritura inclusiva» y «masculinidad tóxica». Va a ser un duro despertar.