24 de junio de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

¿Se habrán estremecido (ellos, los benditos que están ahí sin soportar el griterío de los turistas) ante la grandiosa sacralidad de lo creado por Miguel Ángel?

León XIV: ¿un mal menor…­ o mayor?

La jugada, según cuentan fuentes dignas de toda confianza, parece clara. Ante la total imposibilidad de que accediera al solio pontificio alguien como un Sarah o un Burke —o sea, los cardenales más destacados de la corriente derechista o tradicionalista—, los representantes de esta última habrían pactado, días antes del Cónclave, taparse la nariz y dar su voto al cardenal Robert Prevost. Sabían perfectamente que se trataba de un izquierdista, pero un poquitín más moderado (dicen) que otros. Con esta maniobra se evitaba la elección de un cardenal ultraprogresista como el que parecía contar con las mayores posibilidades: Pietro Parolin, el Secretario de Estado del Vaticano al que los españoles podemos agradecer su activa participación en los acuerdos con el gobierno de Sánchez para desenterrar a Franco del Valle de los Caídos y para profanar ulteriormente a éste.

Si sus oponentes no aceptaban el acuerdo, es decir, si Parolin o cualquiera de los suyos acababa siendo elegido, los tradicionalistas amenazaban con un cisma que lo hiciera estallar todo.

 

¿Una sabia y ponderada actitud, o una rendición en toda regla?

Aparentemente parece muy sensata, más que justificada la actitud de ceder ante quien tiene más fuerza que uno y obtener, a cambio, una contrapartida que reduce los daños que se producirían de no doblegarse.

Ahora bien, todo depende de lo que se quiera conseguir. Si lo que se pretende es mantener como sea lo que amenaza ruina; si lo que se busca es aguantar algunas vigas y pilares para que no se caigan del todo los destartalados restos de una Iglesia que ya ha perdido cualquier hálito de lo que le diera ayer grandeza y sacralidad, entonces sí, no cabe duda. Entonces hacen bien mis amigos católicos tradicionalistas en aferrarse como un clavo ardiendo al menor símbolo por el que Robert Prevost parece distanciarse de Jorge Bergoglio. Lo escudriñan todo con lupa: la salida al balcón con la estola y la cruz de oro (¡hasta gemelos llevaba!) que Bergoglio había aparado; o el hecho de ir a vivir en el sublime Palacio del Vaticano y no al humilde convento donde el argentino residía: todos esos signos, en fin, que hacen que mis amigos «tradis» se digan que sí, éste peor no lo será, hasta quizás resulte algo menos malo, de modo que han hecho muy bien los cardenales tradicionalistas en pactar con el diablo (valga la expresión) y evitar, al precio que sea, que un izquierdista, más miserable aún que Bergoglio, siga usurpando la Silla de Pedro.

 

Pero ¿es de esto de lo que se trata?

¿Se trata de mantener los restos de una Iglesia que, empeñada en adaptarse y postrarse ante el mundo moderno, ha acabado por casi desaparecer del mundo como tal? ¿Acaso es así como se podrá conseguir lo único que importa: que lo sagrado, lo superior a nuestra existencia inmediata y material, resurja en un mundo donde todo es banal y vulgar, donde se desconoce hasta el significado mismo de la palabra «sagrado»?

Pero para que lo sagrado resurja y resplandezca de nuevo (pero sin regresar a cómo resplandecía antaño); para que lo divino nos embriague con su belleza y nos estremezca con su fulgor; para que vuelva a latir en el corazón de los  hombres la pregunta decisiva, la pregunta esencial: ¿para qué vivir, para que morir?, para eso es indispensable repensarlo, reformularlo, replantearlo todo de nuevo. Radicalmente. Desde la raíz y hasta sus últimas consecuencias.

Pero, de esto, nadie, absolutamente nadie parece haberse enterado.

 

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