24 de agosto de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Las «causas profundas» —y auténticas— de la guerra de Ucrania

Las «causas profundas», pero no por ello menos claras, o en cualquier caso claramente expuestas en un magistral ejercicio de claridad y hondura por Vladimir Lamsdorff Galagane, catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona, que ya nos ha honrado con sus artículos en otras ocasiones.

 

En su encuentro con Trump en Alaska, Putin se refirió a las “causas profundas” del conflicto de Ucrania, sin cuya superación toda solución sería ilusoria.

Pero en toda la prensa española no he encontrado un análisis solvente de a qué “causas profundas” se refería. Se habla de que Putin desea restablecer los límites de la Rusia zarista, pero él nunca ha dicho tal cosa (y si tal hubiera sido su propósito, no hubiera empezado por Ucrania, sino por algún bocado más fácil de tragar, pongamos Estonia o Georgia). Se dice que Putin “invadió” Ucrania en 2022, lo cual es otra verdad a medias: lo que hizo Putin fue intervenir en una guerra civil. Cualquier reflexión que parta de tales premisas llegará a conclusiones erróneas o incluso absurdas (la prensa de izquierdas es tristemente especialista en ello).

Partamos de la base: Ucrania no es un país homogéneo (como no lo eran Yugoslavia o Checoslovaquia). Sus fronteras son las de la antigua República Soviética Socialista de Ucrania, de un diseño totalmente arbitrario que respondía entonces a intereses políticos de Lenin. Su parte oriental es rusa, de lengua, sentimientos, patriotismo y cultura. Sus habitantes no quieren ninguna Ucrania, la cual no les hace ninguna falta. Incluye la cuenca minera del Donbass, la costa del Mar Negro y evidentemente, Crimea, que ni siquiera formó parte de la RSS de Ucrania más que unos pocos años, por capricho de un dictador comunista: Khruschov.

La parte occidental (región de Lviv) jamás formó parte del imperio ruso. Fue sucesivamente poseída (y maltratada) por lituanos, húngaros y polacos, que se han ganado un sólido y tenaz odio de la población. En 1945 vinieron los rusos y, sin más, los anexionaron a la RSS de Ucrania, con la que tenían poco o nada en común, y encima les trajeron el comunismo, un regalo poco apreciado. Sus únicos amigos son los alemanes, con los que colaboraron en la II Guerra Mundial. De ahí un nacionalismo muy extremo, tipo ETA, antilituano-húngaro-polaco-judío-ruso, con un discurso y una parafernalia demostrativamente parecidos a la de la Alemania nazi.

La parte mayoritaria (centro-norte) es la Ucrania propiamente dicha, muy parecida a la situación de Cataluña en España. Absolutamente bilingüe, estaba integrada en el universo cultural ruso: su gran escritor, Gógol, escribió en ruso, y pocos autores, antes de la guerra, elegían el ucraniano: en ruso los leían más. Había nacionalistas, unionistas, indiferentes (contrariamente a la parte rusa, donde unionistas eran todos). Pero era más lo que unía que lo que separaba.

Después de la independencia (no sé si deseada por la mayoría, nadie se lo preguntó) las diferentes ucranias convivieron en paz. Los rusos tenían su enseñanza en ruso, su administración en ruso y su trabajo también. No sabían ucraniano, ni sentían el menor deseo de estudiarlo, para indignación de los de Lviv. Éstos levantaban milicias “patrióticas”, desfilaban con símbolos curiosamente parecidos a la esvástica y recibían dinero de fuentes occidentales.

La mayoría de la población ansiaba una mejoría económica. Ucrania, antaño la parte más rica del Imperio Ruso, bajo el gobierno de comunistas reciclados, incompetentes y corruptos, llegó a ser más miserable que Moldavia. National Geographic publicó una alucinante fotografía en portada: un matrimonio labraba su huerto con un arado de mano. La esposa llevaba los mangos del aparato, pero tiraba de él no una caballería ni un buey, sino… ¡su marido!

La gente tenía la esperanza puesta en entrar en la Comunidad Económica Europea. Pero se exigía también entrar en la OTAN, y ahí, los rusos tenían sus objeciones. El presidente prorruso Yanukovich, a causa de esta cuestión, fue derribado en 2014 por la llamada revolución del Maidán y tomaron el poder nacionalistas extremos.

Tuvieron la inteligentísima idea de “ucrainizar” los distritos rusos: todos los documentos en ucraniano, la escuela igual, y todos con obligación de conocerlo. En Crimea hubo un levantamiento general, Putin envió unos comandos sin uniforme para organizarlo, las autoridades huyeron o dimitieron, la guarnición fue acompañada a la frontera, hubo un referéndum con resultado abrumador y Crimea fue reintegrada a Rusia sin un tiro.

En el Donbass, imaginen a los mineros asturianos de antes, y que les vengan niñatos a mandar que aprendan catalán, que a sus hijos los educarán en catalán y que a partir de ahora han de ser patriotas catalanes.

Los echaron a puntapiés.

Pero los nacionalistas en el poder no se conformaron y mandaron ¡al ejército! Los alzados pidieron la anexión a Rusia. Pero Putin no quiso provocar y denegó su petición. Entonces organizaron dos repúblicas, Donetsk y Lugansk, con su gobierno y sus fuerzas armadas. Armas había en todas partes: cuando la independencia, el ejército soviético se marchó, pero sólo los efectivos. Dejaron todo el material, los arsenales, etc. Los mineros, bien armados, no tuvieron problema para defender su territorio de un ejército mal equipado, corrupto y desmotivado.

Los ucranianos, sin embargo, siguieron atacando hasta que se estabilizaron las posiciones. Esa guerra fue muy distinta a la actual. Los mineros jóvenes, por ejemplo, se hicieron con fusiles Nagant modelo 1891, les colocaron visores soviéticos y se dedicaron a tumbar ucranianos desplegados por sus incompetentes comandantes demasiado cerca de la “línea de contacto” (no se podía decir “frente” porque no era una “guerra”, sino una “operación antiterrorista”). A tanto llegó que los ucranianos pedían a la ayuda occidental aparatos para eliminar francotiradores (los oficiales occidentales se rascaban la cabeza: eso, ¿quién lo fabrica?).

Finalmente, los ucranianos trajeron más artillería y concentraron el fuego contra zonas habitadas, con el propósito declarado de exterminar civiles (a sus propias tropas les decían que allí sólo vivían terroristas y prostitutas, que había que matar como “enemigos de Ucrania”). La televisión rusa mostraba las imágenes de la destrucción, pero en Ucrania no se lo creían (¡nosotros nunca haríamos una cosa así!).

Putin no mandó tropas hasta que finalmente, en 2022, tuvo que hacerlo: ningún gobernante ruso puede tolerar que se masacre una población rusa en su propia frontera. Pero su golpe de mano sobre Kiev fue un ridículo fracaso y su único efecto fue convertir en nacionalistas a los ucranianos que no lo eran: “nos atacan”. La diplomacia rusa, siempre tan patosa, no supo construir un relato coherente de lo que ocurría, teniendo todos los elementos para hacerlo. Resultado: la guerra se ha enquistado y es muy diferente ahora de aquel artesanal enfrentamiento con los mineros del Donbass.

Y ahí tenemos las “causas profundas”: Zelenski exige, con la proverbial tozudez de un ucraniano y la no menos proverbial estupidez de un nacionalista, “la integridad territorial de Ucrania”, o sea, que los rusos se retiren de todo el territorio “ocupado”.

La postura de Putin, en cambio, es que no tiene sentido meter en las fronteras de Ucrania a una población que lejos de sentirse ucraniana, odia a Ucrania. Sin olvidar que la “solución” de Zelenski no traería la paz. En el Donbass hay dos repúblicas, Donetsk y Lugansk, anexionadas a Rusia, pero como entidades aparte, con sus propias fuerzas armadas, fogueadas y motivadas, ahora modernizadas y equipadas. Están integradas en el Ejército ruso, pero como tropas aparte. Si se diera la orden de evacuar el Donbass, no la cumplirían, así de claro. Su frontera con Rusia es invisible, de modo que no les faltarían voluntarios y armamento, no necesariamente por vía oficial.

Por eso Putin se niega a entregar a estas poblaciones o bien a una nueva guerra, o bien a represalias masivas por “colaboracionistas”, que ya han sido anunciadas.

Las posturas son inconciliables. Por eso la “causa profunda” del conflicto a la que alude Putin es que en Kiev hay un gobierno “fascista” (los rusos no distinguen entre “nacionalista” y “fascista”, y los jóvenes del oeste, con sus banderas nazis, alimentan constantemente la confusión). Putin intentó resolver el problema él mismo en 2022, pero sus mandos militares, heredados de la URSS, convirtieron su intento en un patético fracaso. El plan era un golpe de mano sobre Kiev partiendo de Bielorrusia: en tres días estaban en la capital y el ejército ucraniano de entonces (ahora es otra cosa) era incapaz de resistir. Pero los ineptos generales rusos enviaron la columna blindada en pleno deshielo, la temida rasputitsa, que convierte aquella interminable llanura en un gigantesco barrizal. El resultado era de prever.

Ahora el tema está en manos de los tres presidentes, Putin, Trump y Zelenski.

Trump, como buen mercader que es, entiende que, para que haya acuerdo, cada parte ha de ceder algo, y tratará de presionar a sus interlocutores.

Putin es zorro viejo, lo entenderá muy bien y seguirá a lo suyo. Él ha dicho públicamente que una Ucrania independiente es un sinsentido. Pero si los propios ucranianos se conforman, no es su problema: allá ellos. Otra cosa es que todos o parte estén disconformes hasta el punto de tomar las armas y le pidan ayuda. Éstos la tendrán. Así ha hecho en todos los conflictos análogos por fronteras mal trazadas: ha apoyado las insurrecciones de abjasios y osetios contra Georgia, cuyo gobierno nacionalista pretendía “georgianizarlos”. Pero una vez independizados, al resto de los georgianos los ha dejado tranquilos. Lo mismo hizo con los rusos de Moldavia: cuando se separaron y constituyeron una pequeña república, Transnistria, no atacó al resto de Moldavia. Decir que trata de reconstruir el imperio ruso es pura tontería (bien formaban parte de él Georgia y Moldavia), y temer una “agresión rusa” es inventarse a un enemigo. A Putin no le hacen falta ni los bálticos, ni Polonia, ni otro país alguno. Tampoco es verdad que haya “invadido Ucrania”. Había una guerra civil desde 2014 y los agresores eran los nacionalistas ucranianos. Él intervino en defensa de los agredidos (bien es verdad que patosamente). Y ahora su objetivo, que tiene casi conseguido, es separar de Ucrania a los rusos (o “rusófonos”, como los llaman).

El que peor lo tiene es Zelenski. Él insiste en la “integridad territorial de Ucrania”, o sea, en recuperar toda la parte “ocupada por Rusia”. En una negociación, es la postura más nefasta posible: no tiene nada que ceder. Si accede a renunciar a algún territorio, cualquiera que sea, será “una rendición” y él, siendo judío, será fácilmente acusado de “traición a Ucrania”. Pero por otra parte, su objetivo es imposible. No hay posibilidad realista de que su ejército expulse a los rusos. Para ello, haría falta una guerra con más actores, y el único posible es EE. UU. Tampoco cabe esperar que Putin se retire voluntariamente. ¿Entonces?

Finalmente, está Europa. Salvo excepciones como Hungría o Eslovaquia, está anclada en el absurdo de que “Rusia ha invadido Ucrania” (en 2022) y los territorios rusófonos están “ocupados” por el invasor. Su postura es que “las fronteras no pueden ser modificadas por la fuerza”, algo muy inteligente para un país en guerra civil. Pero Europa, por sí sola, no podrá defender a Ucrania porque su industria y sus stocks de armamento no dan para tanto. Eso la condena a ser, en las negociaciones, un convidado de piedra. Mejor.

Paradójicamente, los únicos que se están comportando como hombres de Estado son Putin y Trump. Éste proponía un alto el fuego y conversaciones de paz. Pero Putin, que está ganando la guerra, respondió que sólo sería un tiempo para que Ucrania repusiera fuerzas, y mejor un acuerdo de paz ya. Tiene razón. Altos el fuego, al comienzo, ya se habían pactado dos en Minsk, sin invitar a las conversaciones a las repúblicas de Donetsk y Lugansk (hay quien se cree muy listo). Éstas ni habían firmado los acuerdos, ni los respetaron (los ucranianos tampoco, todo hay que decirlo). Trump estuvo de acuerdo.

Pero el asunto tiene mala solución. La “causa profunda” aún está ahí: el gobierno ucraniano sigue siendo tan nacionalista como antes. Trump usará su sistema de presionar a ambas partes con males apocalípticos para luego rebajar sus pretensiones. Sólo que Putin, que ya lo sabe, no hará ni caso y Zelenski no podrá hacerlo. Dios les dé a los tres inteligencia y corazón.

 


 

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