7 de septiembre de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Los hispano-indígenas

¿Hispanidad, Hispanchidad o Europeidad?

En torno a estos tres términos secentra el debate que ha encendido este verano las pasiones y exasperado los ánimos entre la derecha patria. Lo de la europeidad (nada que ver, por supuesto, con el «engendro de Bruselas», como lo llamaba el General De Gaulle), parece importar menos a nuestra gente; y, sin embargo, la Europeidad está involucrada en el fondo mismo del asunto. Cómo no iba a estarlo si lo que está en juego en la invasión que nos azota, si lo que ésta hace peligrar es la Europeidad (otrora se decía «la Cristiandad»); es decir, la civilización, el espíritu que nos funda y hace ser (y a veces… no ser, si pensamos en la degeneración que nos corroe hoy el alma).

A través de la gran gesta que España realizó en América, la Europeidad se ha convertido —en parte, al menos— en marca indeleble de lo hispano. La pregunta que se plantea entonces es la de saber si debemos acoger con brazos tan abiertos como los de Open Arms la multitud de mestizos hispano-indios que se lanzan y lanzarán cada vez más a recorrer en sentido inverso la ruta de los conquistadores.

Llegan, es cierto, sin ánimo explícito de conquistar nada, pero su llegada tendrá el indudable efecto de marcar a su manera —y manera que nada grande nos aportará— nuestra identidad; esa identidad que, según sea su grado de mestizaje, ellos comparten parcialmente, pero sólo en parte, con nosotros.

La respuesta de los unos es que ¡sí, faltaría más, claro que debemos acoger a nuestros hermanos del otro lado del charco! La respuesta de los otros consiste en afirmar exactamente todo lo contrario. De ahí el tono agrio, encrespado, huraño de la pelea.

 

¿Y El Manifiesto en todo ello?

Entonces… ¡posiciónese, señor Portella! ¡Tomen partido, señores de El Manifiesto! No vengan, como el otro día lo hacía su director, con que hay que afirmar tanto la Europeidad como la Hispanidad, aunque sus simpatías se inclinaban del lado de la primera.

Tal es la crítica que han expresado algunos de nuestros lectores. Dejemos pues de lado reflexiones más teóricas y mojémonos de lleno.

De todos los grupos étnicos que conforman la Gran Sustitución que amenaza remplazar nuestra identidad, el menos amenazante, el que menos peligro hace correr a nuestra identidad, es, no cabe duda, el hispanoamericano. No por ello, sin embargo, es de desear —ni para ellos ni para nosotros—  que multitudes de hispano-indios vengan a instalarse masivamente en la «Madre Patria» (¿lo es aún, por lo demás?). ¿Cómo se podría desear que cientos de miles de gentes tengan que abandonar su tierra, su familia, sus raíces…?  Y, sin embargo, debemos reconocerlo: no es deseable ninguna inmigración masiva, pero en tanto en cuanto no se vislumbre otra solución para poner coto a la invasión migratoria, más valen ciertamente  todos los “panchitos” (dicho sea con todo respeto y simpatía) que todos los moritos.

Si hay que acogerlos, acojámoslos pues,  no hay más remedio. Pero acojámoslos, eso sí, con estrictas regulaciones en forma, sobre todo, de contratos laborales establecidos por un número determinado de años y como condición para obtener el hoy inexistente visado. Sin olvidar, por supuesto, las medidas represivas contra quienes delincan. Es obvio, en particular, que hay que cortar de raíz cualquier asomo de bandas de pandilleros y delincuentes. Para deportarlos, sería fácil, por lo demás, establecer con Nayib Bukele acuerdos parecidos a los que Donald Trump ha establecido con el salvador (valga la redundancia) de El Salvador.

 

¿Hay o no alguna otra solución?

Todo ello, decía, si no se vislumbra ninguna otra solución para contener lo que constituye tanto la invasión de nuestra casa como el desarraigo de la suya. Ahora bien, ¿se vislumbra o no alguna especie de solución?

La cuestión es sumamente compleja. Aun sin entrar a fondo en ella, limitémonos a constatar lo evidente: si nada se modifica en la mentalidad de nuestros pueblos; si nuestra gente, blanca y europea, sigue procreando con índices de reproducción espantosamente inferiores a la tasa de mantenimiento de la población; si, por otra parte, los europeos siguen soñando con ir todos a la universidad y desentenderse de profesiones manuales más duras; si esto sigue así, bien fácil lo seguirá teniendo el Sistema —que se regocija inmensamente con que se disuelva la identidad de los pueblos— para invocar la necesidad («¡La pasta es la pasta, qué queréis!») de que seamos invadidos y sustituidos.

 


 

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