25 de agosto de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Gente de cualquier parte

No nos quieren, nos detestan incluso, buscan cualquier cosa menos el interés de la nación a la que gobiernan de forma, dizque, “demócrática”. Y ésta es la auténtica linea roja, la que separa a los buenos y malos gobernantes y que, con su agudeza habitual, traza Carlos Esteban.

 

Salvo los analistas áulicos, que actúan como los abogados defensores de un mafioso y cobran por ofuscar con retorcidos argumentos, los comentaristas independientes han expresado su indignado asombro ante la vergonzosa capitulación de Ursula Gertrud von der Leyen a los intereses de Estados Unidos.

La explicación exculpatoria más socorrida es que no se podía hacer otra cosa, que Estados Unidos es incomparablemente más fuerte y puede imponer su voluntad, con lo que Úrsula Gertrudis habría salvado los muebles. En ese caso, deberíamos dejar de hablar de América (así la llaman, es lo que hay) como aliado. Los eufemismos matan.

Pero hay otra opción, y es que Úrsula Gertrudis y los suyos no sientan la menor lealtad hacia los europeos, que no sean precisamente sus intereses lo que esté defendiendo. ¿Hay indicios de que sea así? A paletadas. La demencial política migratoria de sustitución es el más evidente. No es sólo que siete de cada diez europeos —todos ellos ciudadanos de países sedicentemente democráticos— se oponen a lo que es política común de todos ellos, sino que objetivamente conduce a diluir hasta la extinción la identidad nacional y la europea. Si un tipo recién llegado de culturas muy distintas y distantes puede hacerse tan europeo como yo, sin integrarse lo más mínimo ni alterar sus lealtades, ser europeo no significa nada.

Si tuviera que hacer un ranking de tiranías (y, por lo mismo, de países decentemente gobernados), uno de los principales criterios que aplicaría sería el grado de identificación de los gobernantes con su pueblo. Porque el más ineficaz de los gobernantes es preferible al más competente cuando el primero ama a sus conciudadanos y se ve como uno de ellos y el segundo los desprecia.

Es duro aceptar que papá no te quiere. De ahí que la tendencia del ciudadano ante el desgobierno sea a achacarlo todo a la incompetencia: son unos mantas, todos ellos. Es ese tertuliano perplejo que empieza la mitad de sus intervenciones con un “no entiendo por qué el gobierno no…”, y pongan aquí cualquier medida de sentido común elemental para la solución de un problema evidente.

Cuando en el Raj, los británicos tenían que reprimir militarmente una revuelta, hacían venir tropas nativas de regiones lejanas y, a ser posible, hostiles, de modo que no tuvieran la tentación de identificarse con los insurgentes. De igual manera, en la Grecia antigua el buen gobernante fiaba su seguridad personal a sus conciudadanos, mientras que el tirano se hacía rodear de una guardia extranjera. En igualdad de condiciones, es más fácil abrirle la cabeza a un tipo que no tiene nada que ver con uno mismo.

Esto explica muchos desconciertos en el análisis geopolítico, donde solemos hablar de Gran Bretaña, Estados Unidos, Rusia o China como si nos estuviéramos refiriendo a individuos con intereses coherentes. En realidad, naturalmente, aunque podamos tener muy claro cuáles son los intereses de, digamos, Ucrania, luego quien decide y negocia es el gobierno ucraniano, algo muy distinto.

Xi Jinping es un déspota que los chinos no han elegido y al que los chinos individuales, sospecho, no le quitan el sueño. Pero China sí le importa, y sus medidas van muy evidentemente dirigidas a favorecer los intereses del Imperio del Medio.

Putin es un autócrata, el líder indiscutido de un país donde es peligroso asomarse a la ventana en un piso alto si uno es molesto para el gobierno. Pero Putin ama a la Santa Madre Rusia y los intereses de su nación definen su política.

En Europa —hasta cierto punto, en todo Occidente— nos gobierna una élite que no se identifica en absoluto con los gobernados. Y no porque carezcan, como creen, de lealtad tribal, sino porque su tribu es la de la gente de cualquier parte.

© La Gaceta

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