22 de diciembre de 2024

Director: Javier Ruiz Portella

Francia está muerta

La casualidad ha querido que el mismo día de la inauguración olímpica me llegara un vídeo protagonizado por un subsahariano afrodescendiente racializado de color. Mientras paseaba por las calles de Francia, el individuo iba cogiendo las bebidas, helados o bocadillos de los transeúntes con los que se iba cruzando. Sin violencia, sin gritos, sin aspavientos, sin pronunciar una sílaba. Simplemente cogiéndolos y, ante la sorpresa de los afectados, manteniendo la mirada en silencio durante unos segundos. Entre el pasmo y el miedo, todos acabaron soltando sus consumiciones y algunos incluso sonrieron y justificaron su debilidad diciendo que ya habían comido suficiente. Esopo acertó. El único que mantuvo la dignidad fue otro subsahariano afrodescendiente racializado de color.

Tan singular comportamiento de los burguesitos desposeídos me trajo a la memoria unos párrafos que escribió Oswald Spengler en el ya lejano, o no tan lejano, 1934:

El hombre de color atraviesa con su mirada al blanco cuando éste habla de Humanidad y de paz eterna. Ventea la incapacidad y la falta de voluntad de defenderse. No podemos permitirnos estar cansados. El peligro llama a la puerta. Los hombres de color no son pacifistas. No se adhieren a una vida cuyo único valor es su longitud. Tomarán la espada si nosotros la rendimos. En tiempos temieron al blanco, pero ahora le desprecian. En sus ojos se lee la sentencia condenatoria cuando los hombres y mujeres de raza blanca se conducen ante ellos como suelen hacerlo, en su patria o incluso en los países de color. Antes les sobrecogía de espanto nuestro poder —como a los germanos las primeras legiones romanas—. Hoy, cuando son ya un poder por sí mismos, su alma, que jamás comprenderemos, se yergue y mira de arriba abajo a los blancos como a algo perteneciente al ayer.

Por lo que se refiere a la ceremonia inaugural, a muchos les ha parecido espléndida tanto en lo estético como en lo ideológico mientras que a otros muchos les ha parecido una inmundicia, por lo que cualquier argumento sobra.

La ridiculización del cristianismo mediante esa Última Cena de travestis es casi trivial por lo repetitiva. Los cristófobos eurófobos de todo pelaje no pierden oportunidad de burlarse de una religión anémica carente de defensores, empezando por unas jerarquías cobardes y probablemente ateas. En cuanto a las de la República, no han podido demostrar con mayor claridad el asco que les da la tradición religiosa y cultural del país que gobiernan, pero esto tampoco es una novedad. Y a casi nadie escandaliza que se haya roto una vez más la neutralidad religiosa definitoria de un Estado laico. Sólo son dignas de respeto las demás religiones. La mayoritaria de los franceses desde hace milenio y medio queda al margen y puede ser insultada sin consecuencia alguna. Pero puestos a transgredir, ¿por qué nunca se hace burla de la religión de Mahoma, de creciente importancia en la Francia excristiana? Eso sí que sería transgresor.

Por otro lado, lo que se supone que debe ser una ceremonia exaltadora de la fuerza, la belleza, la juventud, la elegancia, la potencia y el esfuerzo ha sido una sonrojante apología de la debilidad, la fealdad, la decadencia, lo degradante y lo monstruoso. Y por supuesto, nada que tuviera que ver con el deporte.

Uno de los momentos más significativos del aquelarre parisino fue la aparición de la reina María Antonieta decapitada cantando las estrofas del Ça ira sobre el ahorcamiento de los aristócratas. Excelentemente elegida como símbolo de nuestra época sans-culotte, por cierto. Víctor Hugo escribió en 1874 El noventa y tres, novela ambientada en aquel sangriento año en el que María Antonieta y Luis XVI pasaron por la guillotina. El padre literario de la corte de los milagros del siglo XV, cuyas huestes tan bien habrían encajado en los fastos olímpicos del XXI, puso en labios de un caudillo realista esta condena de la revolución:

¿No queréis tener nobles? Pues bien, no los tendréis, pero vestíos de luto por su carencia porque ya no poseeréis paladines ni héroes. Despedíos de las grandezas antiguas. Como sois un pueblo degradado, tendréis que sufrir la violencia que se llama invasión. De volver Alarico, no hallará un Clodoveo que se le oponga. De volver Abderramán, no encontrará un Carlos Martel que le corte el paso. ¡Adelante! Continuad vuestra obra; sed hombres nuevos; empequeñeceos. Matad a los reyes, a los nobles, a los sacerdotes. Destruid, arruinad, destrozad las máximas antiguas; pisotead el trono, patead el altar, confundid a Dios, que ése es vuestro objetivo. Sois traidores y cobardes, incapaces de sacrificio y de abnegación.

Siglo y medio después, los ecos de estas palabras resonarán con fuerza en los pocos oídos que todavía puedan oír.

Francia, el maravilloso país de Carlomagno y Luis XIV, de Rabelais y Molière, de Berlioz y Debussy, de Chartres y Versalles, de los mil quesos y los mil vinos, está a punto de hundirse en un océano de mierda. Le sigue a poca distancia Gran Bretaña. Y detrás, los demás europeos. Si abrimos los ojos podremos ver en el espejo de Francia nuestro inmediato futuro.

© La Gaceta de la Iberosfera

 

 

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