La noticia es espeluznante. Ha sucedido en Gran Bretaña, ese país que arde envuelto entre las llamas de la brutal represión de la que hablábamos el otro día, los putrefactos delirios del wokismo y una tal islamización (¿la mayor quizás de Europa?) que hace que la Gran Sustitución ya no sea ahí un proyecto, sino una realidad.
El niño —apenas puede contener las lágrimas— que figura en nuestra imagen es, según sus «maestros», un monstruo: un pequeño de cuatro años que ha sido expulsado de su parvulario por el grave delito de transfobia. Muy exactamente por «haber actuado contra la orientación sexual y la identidad de género», según muestran los datos del Departamento de Educación.
La noticia, procedente del Dailymail, es escueta, no dice nada más. No nos dice si, por ejemplo, sus actos contra «la orientación sexual y la libertad de género» se produjeron cuando le dieron al chaval una muñeca con la que jugar al tiempo que le vestían de niña, y él, arrojando al selo la muñeca y arrancándose las faldas, fuese a por una pistola (de juguete, claro está). Nada de eso dice la noticia, que sin embargo dice más que suficiente.
Nos muestra el estado comatoso, al borde de la muerte, de una sociedad en la que tales aberraciones —ni el mismísimo Orwell habría podido imaginarse que sus compatriotas llegaran a tales extremos— son posibles.
Son posibles al mismo tiempo que el silencio sigue cayendo, frío y duro como hielo, sobre los miles de niñas violadas, maltratadas y matadas por bandas de pakistaníes islámicos al igual que sobre los cientos y cientos de británicos blancos que han osado alzar la voz contra el horror y el delirio.