24 de octubre de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Trump y los magistrados del Tribunal Supremo

EE. UU., el fin, ahora sí, del Estado Profundo

Hace unos días se publicó en X el post d por e una cuenta norteamericana denominada @Whiplash437. Es tal la importancia de las informaciones ahí contenidas (y casi jamás publicadas por nuestra prensa sistémica) que las comunicamos de inmediato a nuestros lectores.

Nadie sabía nada, a ningún «informado corresponsal» de dichos medios se le había ocurrido nunca —y la cosa duraba, ¡pásmense!, desde hacía 90 años— ir a hurgar un poco para enterarse de en qué consistían las estructuras, los engranajes concretos a través de los cuales el Deep State cortaba el bacalao e imponía su ley.

Ahora por fin lo sabemos; ahora que el Tribunal Supremo —pieza clave en toda la revolución conservadora de Trump— ha dictado una sentencia reconociéndole los poderes de los que, desde hacía casi un siglo, carecía cualquier presidente de Estados Unidos. Con tales poderes en la mano, Trump podrá, ahora sí, agarrar y utilizar a fondo la motosierra aquella que Milei le regaló a Elon Musk. Los «estadistas profundos», llamemos así a la jauría del Estado Profundo que ocupaba hasta ahora tan siniestro y decisivo lugar, pueden echarse a temblar.

 


 

¡BOOM! La Gran Restauración ha comenzado. El Tribunal Supremo acaba de restablecer el poder constitucional de Donald Trump para destituir a los comisionados deshonestos de las agencias federales. Por primera vez en noventa años, el presidente puede hacer limpieza. Los muros de la tiranía burocrática se están resquebrajando.

Desde 1935, la presidencia ha sido un rehén. Una sentencia oculta llamada Humphrey’s Executor v. United States creó un escudo alrededor de los burócratas no elegidos que se escondían dentro de las llamadas agencias independientes. No podían ser despedidos. Ni por el Congreso. Ni por el pueblo. Ni siquiera por el comandante en jefe. Eran los castillos del Estado profundo dentro del Gobierno. Protegidos. Intocables. Escribían normas con fuerza de ley sin rendir cuentas a nadie. Durante décadas, dictaron políticas, destruyeron la rendición de cuentas y convirtieron a cada presidente en una figura decorativa en su propia casa.

Eso terminó esta semana.

En una sentencia que pocos esperaban, pero que la historia nunca olvidará, el Tribunal Supremo confirmó que el presidente Trump tiene plena autoridad constitucional para destituir a los comisionados demócratas Mary Boyle, Richard Trumka Jr. y Alexander Hoehn-Saric de la Comisión de Seguridad de Productos de Consumo. El Tribunal recordó a la nación que el poder ejecutivo pertenece únicamente al presidente. No a las agencias. No a las juntas. No a abogados anónimos.

La decisión, tomada por 6 votos contra 3, ha dinamitado los cimientos de la inmunidad burocrática. Trump ahora puede destituir a cualquier comisionado que obstaculice la reforma, desmantelar mandatos ideológicos y recuperar el control ejecutivo sobre las agencias que han operado como imperios privados. El fallo sienta un precedente que puede extenderse a todos los rincones del laberinto federal: FTC, SEC, NLRB, CDC, FDA, DOE. Cientos de operadores no elegidos que se escondían detrás del término «independiente» ahora quedan al descubierto.

La Comisión de Seguridad de Productos de Consumo es sólo el comienzo. Casi 700 puestos en Washington entran dentro del mismo modelo. Con esta sentencia, Trump tiene en sus manos el arma legal que le fue negada en su primer mandato. La espada ha vuelto a sus manos.

Dentro del Estado profundo, el pánico ya ha comenzado. Durante décadas, no necesitaron ganar elecciones. Sólo tenían que controlar quién se quedaba atrás. Al colocar a operadores leales en puestos intocables, garantizaron que su agenda sobreviviera a todas las presidencias. Redactaron leyes bajo la apariencia de regulaciones. Censuraron industrias mediante «normas de seguridad». Cambiaron políticas sin someterse nunca a votación. Esa estructura se está derrumbando ahora.

Esta decisión no tiene que ver con la dotación de personal. Tiene que ver con la soberanía. El golpe de Estado oculto que comenzó hace noventa años se ha revertido. El Estado no elegido ya no está por encima del elegido. El andamiaje legal que protegía al régimen se está desmantelando pieza a pieza.

Por eso los medios de comunicación guardan silencio. Entienden lo que esto significa. Si Trump utiliza esta autoridad —y lo hará— toda la arquitectura del gobierno en la sombra se derrumbará. Las agencias que utilizaron la política como arma para la ideología serán despojadas de su poder. Se revocarán los mandatos. Se eliminará a los infiltrados políticos. El ejército invisible del Estado profundo está finalmente al alcance de la mano.

El segundo mandato de Trump comienza ahora, con el poder que le fue negado en 2016. La presidencia ya no es una jaula. Es un puesto de mando. Puede purgar el Estado administrativo, reconstruir las instituciones federales que responden ante el pueblo y restaurar un gobierno que sirva a sus ciudadanos en lugar de a sus amos.

Ésta es La Gran Restauración. El fin de noventa años de humillación ejecutiva. El día en que se restablece el equilibrio. El Estado profundo enterró la presidencia bajo la burocracia y lo llamó democracia. Pero las cadenas se han roto. Y ahora Trump tiene el hacha en sus manos.

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