Avanza la Gran Sustitución
Las hordas asaltaron una vez más París
Benito Cereno es una novela corta de Herman Melville publicada en 1855. Narra la historia de un barco negrero, el San Dominick. Por resumirlo en dos líneas, lo que ocurre en ese barco es que los esclavos se rebelan, imponen una bárbara tiranía, matan a la mitad de la tripulación y dejan con vida sólo al capitán —Benito Cereno— y a los marineros necesarios para devolver el barco a África. Cedo el resto del argumento a la iniciativa del lector. No es un relato moral: aunque escrito en los Estados Unidos y en 1855, nadie podría decir si es un cuento esclavista o antiesclavista. Seguramente eso era lo que menos preocupaba a Melville, que, por el contrario, se interesa mucho más en subrayar la inversión de las relaciones de jerarquía y la sórdida relación de dependencia que el pobre Benito Cereno establece con el líder de los esclavos, un tal Babo. Cereno sigue dirigiendo técnicamente el barco, pero el poder ahora lo tiene alguien que iba a ser víctima y se ha convertido en verdugo.
Lo que hemos visto este fin de semana en París tiene algo de paráfrasis del Benito Cereno de Melville: hordas de «gentes de color» lanzándose a las calles para quemar, saquear, destrozar… sin que la fuerza pública fuera capaz de detener el caos. No lo hicieron por ser musulmanes: de hecho, en los países musulmanes no es normal que pasen esas cosas. Tampoco por ser de origen magrebí o subsahariano; en realidad, la mayoría de ellos eran administrativamente franceses. Tampoco porque el Paris Saint-Germain hubiera ganado: habrían hecho lo mismo si hubiera perdido. Lo hicieron, simplemente, porque ese es su papel, esa es su función, esa es su posición en la «sociedad multicultural» que Francia ha construido.
Toda esa gente entró en su día como «mano de obra» para un capitalismo ajeno a cualquier consideración nacional y pronto se convirtió en «masa de maniobra» para un socialismo deseoso de encontrar un proletariado nuevo. Han crecido con sus papeles franceses y sus ayudas sociales francesas, pero sin la menor noción de formar parte de una comunidad nacional francesa. Se sienten ajenos al barco y a su rumbo, y perfectamente podrían haber seguido en el sollado, entre lamentos. Pero un día emergieron y construyeron su propio orden, un orden que ya no es el del barco, sino que viene movido por un sólo imperativo: demostrar que «ahora mandamos nosotros». En un alarde de poder sin precedentes, esta vez no se limitaron a romper todo a su paso, sino que incluso tomaron el Periférico, la vía de circunvalación de París. ¡Privatizar la vía pública, nada menos! Nadie pudo pararlos. La policía tampoco hizo gran cosa por intentarlo. Como Benito Cereno, las instituciones se limitaron a obedecer. Con la diferencia de que, esta vez, los sublevados no desean volver a África, sino que su meta es seguir aquí, viviendo de los recursos de un barco que, obediente, seguirá manteniéndolos porque ésta es, a su vez, su función, su posición en el drama: guiar obedientemente el barco, guardando la ilusión —porque es sólo una ilusión— de que en realidad es la tripulación la que tiene el mando.
Hay en el relato de Melville una escena especialmente sobrecogedora: es cuando Babo fuerza a Cereno a dejarse afeitar por él. La navaja del esclavo deslizándose por el cuello del capitán es el ejemplo más gráfico posible de quién tiene realmente el mando. Lo irónico es que otro marino norteamericano que está mirando no lo percibe así: acostumbrado a que el criado negro afeite al amo blanco, es incapaz de entender que ese cuadro de aparente sumisión es en realidad una continua amenaza de muerte. Así en París: la oligarquía seguirá mirando a los insurrectos como a subordinados, masas sin forma a las que, de vez en cuando, hay que dejar explotar para que todo vuelva después a la normalidad. No ha entendido que esas masas son las únicas que hoy pueden permitirse el lujo de quebrar el orden para imponer un orden propio. Y eso significa, simplemente, que el orden se acabó.
(Por cierto: la historia de Benito Cereno está inspirada en un hecho real, el del marino español Benito Cerreño, capitán del barco negrero Tryal. Corría el año 1804. La sublevación de los esclavos del Tryal —que, en efecto, mataron a más de la mitad de la tripulación— se frustró cuando apareció un ballenero norteamericano, el Perseverance, que abordó el barco y dominó a los insurrectos. Los cabecillas fueron ahorcados en Chile)