22 de diciembre de 2024

Director: Javier Ruiz Portella

Chak-Chak

Para Lilya y Elena.

Y para la mátushka Svetlana

 

“Cuenta a la gente de tu país que aquí vivimos bien, que comemos varias veces al día y que no nos va mal en general”, me dijo una amiga de Kazán durante una espléndida cena tártara. No dejaba de asombrarle lo catetos e ignorantes que somos los occidentales respecto a su país, y eso que ella había estudiado en España y debería de estar familiarizada con nuestro paisaje y nuestro paisanaje. Mientras conversábamos, pasaban los platos, uno detrás de otro, en un estupendo restaurante del antiguo arrabal tártaro de Kazán, un barrio de casas y mezquitas de madera; el menú era generoso y típico: sopa lapsha con empanada y una variedad de dulces exquisitos, como la tarta gubadya, las paklavas y el inevitable chak-chak, todo ello regado con un té aromatizado con hierbas de la región. Si el curioso lector tiene aficiones gastronómicas, Kazán le resultará un paraíso: una ciudad hospitalaria y hermosa donde la gente es simpática y le gusta divertirse. En ella puede disfrutar de la comida rusa, de los acentos persas de la repostería tártara o de la siempre exquisita mesa georgiana, con esos vinos de nombre exótico y sugerente, como el dulce Kindzamarauli o el extraordinario Mukuzami.

Y no sólo de pan, caviar y vino vive el hombre; en Kazán se puede disfrutar ampliamente del encanto de la Rusia imperial al pasear por las calles de su casco histórico, dominado por el severo porte neoclásico de su universidad, fundada por el primer Alejandro y donde estudiaron (poco) Tolstói y Lenin. También es un potente centro deportivo, que acoge a dos muy buenos equipos de fútbol y hockey sobre hielo. Hace siglos, Kazán fue capital de la Horda de Oro, un poderoso janato gengiskánida, y hoy podría ser una capital perfecta para Eurasia; en ella se combinan la tradición musulmana y la ortodoxa en ejemplar armonía; en su kremlin, los alminares azules, blancos y esbeltos de la mezquita de Qol Sharif conviven con las cúpulas doradas de la catedral de la Anunciación. Fuera de sus murallas nos encontramos con uno de los principales centros de peregrinaje de la Santa Rus, el de la Virgen de Kazán, que sigue atrayendo a las masas que veneran el icono de la Madre de Dios, hoy igual que hace siglos, porque la Ortodoxia tiene la magia de lo que permanece y dura.

Pero el monumento que más me impresionó de Kazán fue el instituto Adymnar de enseñanza media, un centro modelo cuyas réplicas ya están en funcionamiento en toda la república. Una de las exigencias a medio y largo plazo que se ha planteado la Federación Rusa es la formación de cuadros, de profesionales capaces. La educación en Rusia no fomenta el onanismo mental y físico, ni fomenta la indisciplina, ni desalienta el esfuerzo, ni recompensa a gamberros y holgazanes: la peste de la pedagogía progresista no ha infectado las aulas. Los alumnos rusos y tártaros lo desconocen todo sobre los géneros, el matriarcado, los derechos animales y el cambio climático, pero cultivan las matemáticas, la cultura propia, las artes clásicas, las ciencias, el ajedrez y el deporte. El seguimiento de los alumnos desde la infancia permite seleccionar los talentos y encauzar las vocaciones, para lo cual un sistema de enseñanza gratuito integra a los estudiantes en centros que disponen de sala de ballet, piscina climatizada, dentista y todo tipo de instalaciones que destacan, sobre todo, por algo que se puede percibir en cada rincón: su espíritu. No hay pintadas ni desperfectos, todo se mantiene en buen orden y ahí se evidencia algo que los occidentales nunca entenderemos: lo público es propiedad de todos, justo al revés que en España, donde lo público es res nullius. El orgullo de los tártaros y de los rusos por sus instituciones académicas, deportivas o económicas es el del dueño con su propiedad. Es el ojo del amo. Y posiblemente esto es lo mejor que se puede decir de la herencia soviética, aunque ya venía del mundo campesino tradicional, del mir.

Podría hablar del 0,25% de paro en Kazán, del dinamismo de sus empresas —como la petrolera Tatneft—, de la alegría de vivir de Tatarstán, del buen nivel de consumo, de los atascos colosales de Moscú, de la ausencia de un ambiente bélico en la sociedad o de que, en definitiva, en Rusia se vive bien, en algunos casos mejor que aquí, que el trabajo abunda y que hay unas inmensas posibilidades de crear riqueza que hemos regalado tontamente a China. Y que se ven más niños en las calles, sobre todo cuando se viaja por las ciudades de provincias. También se puede escribir sobre las rácanas pensiones de los jubilados, sobre la especulación urbanística en Moscú o sobre las quejas de la gente de a pie por las contemplaciones y paños calientes del Kremlin con los enemigos de Rusia (sí, Putin allí es un blando). Pero ya conozco demasiado a mi gente como para hacerme ilusiones: “te han engañado”, “eso lo dices porque te han llevado a donde ellos quieren”, “te han lavado el cerebro”…. Nadie cree que uno puede pasear libremente y a su capricho por las ciudades rusas y que no hay aldeas Potemkin. Curiosamente, quienes afirman eso son los mismos que están ciegos cuando llegan las duras imágenes de Gaza, los mismos que todavía creen que Ucrania va a ganar la guerra, los mismos que aseveran, solemnes, que los Estados Unidos son invencibles. Ellos no han estado allí, pero pontifican sobre lo que yo sí he visto. ¿Para qué el inútil esfuerzo de discutir? Occidente ya sólo obedece a sus reflejos pavlovianos.

Resignado, le contesté a mi amiga: “No te preocupes, lo contaré todo y no me harán caso. Pero no me callaré”. Tomé un trozo de dulce chak-chak y me lo llevé a la boca, Sirvió para disipar la amargura del alma. “Rajmet”, dijo ella. Y yo seguí disfrutando de la hermosa, culta y alegre Kazán. Carpe diem. Ya está bastante acibarada mi patria en descomposición.

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