2 de diciembre de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Ahí estaban todos, desde Fraga hasta Carrillo pasando por Felipe González. Juntos después del gran "susto", que ellos mismos habían promovido, del 23-F.

Cada vez más el franquismo se impone frente al Régimen del 78

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Noviembre está siendo un mes aparentemente negro para el Régimen del 78. Pese a que seguimos siendo líderes en divorcios, mascotas, consumo de cocaína, dependencia de ansiolíticos u operaciones de cirugía estética, algo empieza a fallar. Los casi cincuenta años de tiránica modernidad almodovoriana que cargamos encima generan cada vez más malestar, y nuestra juventud, tan acostumbrada a ser teledirigida, se entrega a fantasías new age de reclusión religiosa a propósito del último disco de Rosalía, de ficciones audiovisuales como Los domingos o La Mesías, o de la calculada reconversión al vaticanismo de Javier Cercas. Sin embargo, lo que está causando gastroenteritis plebiscitaria entre los “demócratas” que diseñaron la Transición no es este arrebato místico (¿qué mejor para una generación adoctrinada para ser anti-natalista, ególatra y vivir en un cubículo que meterse en un convento o un monasterio?), sino que cada vez más jovencitos díscolos manifiesten abierta admiración por el franquismo y aseguren que no les importaría vivir en un régimen autoritario como el de Franco.

Como si todos los consensos en los que se basa nuestra idílica democracia pareciesen —pongo énfasis en el “pareciesen” — estar volando por los aires. Para intentar atajar esta epidemia de desprestigio, nuestros cerebros más significados han diseñado una campaña de propaganda destinada a explicar a los nacidos en libertad las crueldades del franquismo a propósito del 50.º aniversario de la muerte del dictador. El resultado no ha podido ser más revelador, pues ha evidenciado que el Régimen del 78 es una continuación descafeinada de lo peor del franquismo, pero sin soberanía, socialmente destructora y más corrupta. Empecinados en ser la vanguardia de los tiempos, hemos pasado de ser la reserva espiritual de Occidente (que aseguraba que éramos los guardianes de la tradición) a convertirnos en el lupanar oficial de la UE (que certifica que somos el país más moderno y sodomórfico del mundo).

Dicho de otra manera, si uno lee cualquiera de los reportajes que celebran a izquierda y a derecha nuestro “medio siglo de libertad”, concluirá que la menopáusica, infértil e histérica democracia española no es capaz de explicarles a los jóvenes en qué se diferencia del franquismo y, mucho menos, en qué es superior a éste. Estamos ante una campaña berlanguiana que parece haber sido ideada por los Monty Python trabajando al servicio de la Fundación Francisco Franco para conseguir que las nuevas generaciones a las que se intenta educar en valores democráticos y europeos hagan del neofranquismo un movimiento underground y de la dictadura de Franco una añorada época mesiánica de paz y prosperidad.

Los demócratas españoles no saben qué es la democracia y, lo que es peor, no son ni tan siquiera capaces de imaginar en qué podría consistir. La confunden con una versión actualizada de ese autoritarismo de estado que el franquismo denominaba “democracia orgánica” y, por eso, la identifican, entre coces y rebuznos, con acceso universal a la vivienda, a la educación o a la sanidad, pero también con la seguridad ciudadana (en la que entran, desde luego, las desastrosas leyes contra la violencia de género) o con la protección moral de la población mediante escudos censores. En todos estos indicadores (con excepción, quizás, del de censura) el franquismo gana de calle a la democracia setentayochista, pues ésta va camino de condenarnos a vivir perpetuamente de alquiler en condiciones propias de roedores, ha destrozado la educación convirtiéndola en un negocio, ha concentrado el grueso del poder político, económico y mediático en cuatro familias del nuevo régimen y está destruyendo, a fuerza de medicalización y precariedad, el sistema sanitario.

No nos dejemos engañar. Si la democracia consistiese en proporcionar a la ciudadanía las condiciones materiales y sociales necesarias para vivir con cierta seguridad, la Unión Soviética o el franquismo —aún más este último en su segunda fase— serían los ejemplos a seguir. Pensemos, por ejemplo, a propósito de la desastrosa situación actual de especulación inmobiliaria, en la vivienda. El franquismo, a ojos de cualquier milenial, pareciese más eficaz que la democracia, pues con el fin de desactivar el atractivo político del comunismo apostó por políticas públicas destinadas a transformar España en “un país de propietarios, no de proletarios”. El alto índice de viviendas en propiedad que presenta aún hoy en día España, si se compara con otros países europeos proviene del cambio de mentalidad impulsado por las políticas franquistas de vivienda pública. Sin embargo, en aras de la liberalización económica nuestra democracia abandonó la construcción de pisos de protección oficial y la sustituyó por un birlibirloque inmobiliario que ha sometido a la población a un engaño hipotecario que está detrás de los desorbitados precios que mantienen al rojo vivo la crisis habitacional.

Pero si hay un elemento en el que la competitiva democracia española quiere diferenciarse para bien del franquismo ante los ojos de las nuevas generaciones es en el acceso que éstas han tenido a una educación pública que, se nos asegura, es de calidad y posibilita el funcionamiento del ascensor social. En un reportaje propagandístico publicado la semana pasada al respecto en La Voz de Galicia se afirmaba que las bases de nuestro exitoso y antifranquista sistema educativo se sentaron ya en 1970 (¡cinco años antes de la muerte de Franco!) con la implantación de la EGB, que “llegó como una bocanada de aire fresco a un sistema asfixiado por la ideología y el atraso: prometía escuelas para todos, conocimiento más allá del catecismo” y que, además, sustituyó la ajada Enciclopedia Álvarez por los modernos libros de texto. Parece obvio que si la democracia española necesita mentir a la juventud asegurándole que en el franquismo sólo se estudiaba el catecismo es porque no tiene muy claro cuáles están siendo los logros de la educación demócrata.

El sistema educativo ha sido, de hecho, el principal instrumento de destrucción social utilizado por la democracia para someternos a los intereses de los mercados y fortalecer, de manera insólita en la historia reciente de España, un poder oligárquico concentrado en el puñado de familias que pusieron en marcha el Régimen del 78. Por una parte, nadie parece discutir que la educación primaria y secundaria ha empeorado como resultado de un ir y venir de leyes acéfalas de educación. Pero, por otra parte, lo más preocupante y significativo es que las universidades, siguiendo protocolos de contratación endogámicos basados en el servilismo y no en una apuesta por el conocimiento y la investigación, han producido una inflación de títulos superiores que ha acabado con la idea de mérito. La crisis laboral española ha sido ocultada, con consecuencias fatales, mediante la conversión de los ciudadanos en eternos estudiantes. Imitando al Instituto Español de Emigración franquista, que facilitaba a los españolitos un trabajo en el extranjero para así remedar la situación laboral patria, la democracia española ha posibilitado la marcha presuntamente voluntaria —en realidad, forzada— de nuestros mejores estudiantes e investigadores al extranjero. El objetivo no fue otro que el de evitar que estas masas de cerebros provenientes de la clase baja o media baja disputasen las posiciones de poder a los hijos del puñado de familias que dirigieron la Transición. Como resultado, las nuevas élites de la democracia española son menos diversas y eclécticas que las del franquismo, proviniendo en exclusiva de las élites fundacionales del Régimen del 78 y dando lugar a lo que en otro texto he denominado como la borbonización de la política.

La perversidad del Régimen del 78 es, en este sentido, la propia de un autoritarismo que se considera inmune al descontento popular. Mientras que regímenes autoritarios como el franquismo necesitaban incluir de manera selectiva a miembros de las clases sociales más desfavorecidas en sus órganos de poder para así perpetuarse sin mayor riesgo de contestación popular, la moderna democracia oligárquica española considera que no necesita ser inclusiva para sobrevivir. El gran camelo de la democracia española consiste en repetirle al pueblo que es él el que tiene el poder y en haber “dado” a los miembros más curiosos de las clases bajas una educación universitaria con la cual expatriarse en el extranjero para que así estos miembros de la plebe se autovanaglorien a miles de kilómetros de distancia de sus logros y no molesten a las cuatro familias destinadas a manejar nuestros destinos.

La propaganda antifranquista que estamos consumiendo estos días es, insisto, grotesca. Si en medios extranjeros como The Guardian se ataca al franquismo con bulos como que Franco no fue neutral en la Segunda Guerra mundial (lo acusan de no haber dimitido tras el final de la contienda), en España el Gobierno elabora vídeos infantilizadores que identifican la democracia con el aborto o con el derecho a ser monárquico, republicano o promotor de bulos. Está claro que una monarquía constitucional que asegura a sus ciudadanos que pueden ser republicanos no es más que una versión degradada de un régimen de partido único. Pero lo es aún más cuando perjura que cualquiera puede expresarse como desee e impulsa, sin embargo, estrategias de censura que hacen palidecer al franquismo con el que se compara. El ministro de Cultura Urtasun, por ejemplo, acaba de excluir de las celebraciones por el centenario de la Generación del 27 a Ignacio Sánchez-Mejías, impulsor y miembro destacado de la misma, por ser torero y miembro de una España a exterminar. No hablemos ya de los casos de raperos encarcelados, de juicios como el del procés o de los novísimos proyectos de Pedro Sánchez para imponer una ley marcial digital.

¿En qué se diferencia, entonces, la democracia española del franquismo? La triste realidad nos muestra que en nada, excepto en el hecho de que han pasado cincuenta años y la enclenque estructura que nos sostenía está ya oxidada y aún más corrompida que en sus orígenes. La democracia española setentayochista no es capaz de asegurar las condiciones mínimas de vida que permiten a los regímenes autoritarios sobrevivir pese a la falta de libertad. Consciente de sus defectos, nuestra democracia se presenta abiertamente como un régimen moderno que se basa en garantizar el libre ejercicio de la sodomocracia. En lugar de proporcionarnos una libertad política y ciudadana que lo diferenciase del franquismo (¿se atreverá alguien a decir que somos libres políticamente en nuestro régimen partitocrático sometido feudalmente a los intereses de la OTAN y la UE?), el Régimen del 78 nos permite poner en práctica todo el catálogo de pecados de Sodoma, atentando contra el sentido común y la ley natural, y forzándonos, por tanto, a rendir pleitesía a ese Gran Cabrón que es la modernidad protestantizada que nos destruye. Podemos divorciarnos, abortar, tratar a un perro como si fuese nuestro amante, abandonar a nuestros ancianos o descuidar a nuestros nietos, convertir una mano en pene y otra en vagina para así batir palmas y sentirnos hermafroditas, pero no nos es permitido vivir en una sociedad en la que podamos casarnos hasta que la muerte nos separe, tener hijos y disponer de una pequeña propiedad con la que vivir en libertad. Llegados a este estado de cosas, no debe extrañarnos que las generaciones más jóvenes hagan gala de un inocente franquismo indie que se propone combatir el infantilismo de sus mayores, poniendo así al descubierto la gran trampa de los últimos cincuenta años: que España se convirtió en una democracia por la misma Gracia de Dios que mantuvo al Caudillo en el poder hasta su muerte en la cama con una edad ya muy avanzada. […]

© Brownstone España

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