En las páginas imaginarias de este espacio nos hemos demorado largamente en varias estaciones literarias. En verdad, uno podría escribir sobre política argentina, sobre el fetichismo de la batalla cultural o sobre el “nuevo realismo” del alemán Markus Gabriel; sucede que las cosas feas afligen, las modas son primas hermanas de la muerte y las escuelas filosóficas aparecen ante nuestros ojos, cada día más, como un lujo burgués, como la música de cámara de los nuevos ghetos intelectuales. Por eso nos refugiamos en la literatura, porque la literatura se parece a la rosa de Angelus Silesius que no busca razones ni impone silogismos: florece porque florece.
En el curso de este año he dejado mis impresiones sobre Dionisio Ridruejo, Leopoldo Panero y Luis Rosales, entre otros nombres. Pero del mismo modo que cuando a nuestros abuelos, en su trabajoso ejercicio memorístico, les faltaba un nombre para evocar una delantera famosa, a nosotros también nos faltaba un nombre para cerrar este ciclo de grandes poetas: Luis Felipe Vivanco. Aquí estamos entonces, entre el rumor de las voces del Café, en nuestro corralito de silencio, cincelando esta evocación.
La categoría historiográfica “Generación del 36” parece ya asumida entre nosotros; sin embargo, no está exenta de polémica entre los estudiosos del tema. Algo es inobjetable: los hombres de la Generación del 36 han sido atravesados por la herida de la Guerra Civil. Este elemento ineludible hace que, desde el análisis literario, la impronta ideológica prime sobre la tonalidad estética de sus escritores. Los términos “poesía arraigada” o “poesía desarraigada”, para alumbrar las diferencias entre las derechas y las izquierdas, dicen algo, pero no dicen todo. Paco Umbral, por ejemplo, quien no escapa a este análisis dialéctico y guarda palabras consideradas hacia los poetas del 36 [1] sostiene que se ha querido incluir entre aquellos poetas a Miguel Hernández, pero éste ha sido, más bien, un “sobrino de pueblo del 27” y nada tiene que ver con el núcleo que forman Panero, Rosales y Vivanco.
Vivanco, como todo buen poeta, posee una música propia, a la que se une una vocación de asceta. El mismo Umbral decía que, en ese ascetismo, Vivanco se parecía a un monje de Zurbarán. La irónica metáfora de Paco es muy buena, pero creo que el ascetismo de Vivanco no tiene que ver con la penumbra sino con la luz que emanan las cosas y que él acertó a ver. Un asceta jamás es un hombre oscuro, sino aquel que goza en la paz de su ubicuidad.
He llegado por fin, y está el hogar encendido
esperando la mirada más lenta de mis ojos,
la mirada que no termine nunca
mientras los árboles renuevan su belleza inmortal y pasajera.
Vivanco era arquitecto, hacedor de casas con ventanales al jardín. Podía trascender la realidad entumecida de la piedra y mirar más allá: al río manso serpenteando en el valle, a los rebaños agrupados en la sombra, a los vagones abandonados oxidándose bajo las lluvias de noviembre. Pero Vivanco también había cultivado el aguijón sutil de la filosofía y, por ello, algo de Heidegger aureolaba en su pluma:
Con racimos
de antes de mi embriaguez y mi experiencia,
junto al viejo brocal voy aprendiendo
dulcemente de ti las campesinas
labores que te habitan.
En Heidegger, el aliento del ser se anuncia en los claros del bosque, en el orden periódico del fruto, en el aroma del roble, en los leños que se queman en la cabaña para dar calor a las manos cansadas, en el tañer de las campanas que llaman al oficio sagrado o que le recuerdan al hombre su irrevocable condición temporal. Y sigue Vivanco con honda vena heideggeriana:
y voy surcando
con obstinados brazos soñadores
mi vocación de ti, mi vieja historia
como añosa corteza de palabras repetidas
sonando hacia la muerte.
Antoine de Saint-Exupéry decía que cuanto más grande es el misterio, más difícil es desobedecer. El término obediencia proviene del latín y está formado por el prefijo ob- que significa “hacia” o “adelante” y audire, que remite a la acción de escuchar. Obedecer entonces significa “dar oídos”, “saber escuchar”. Quizás Luis Felipe Vivanco comprendió como pocos que, antes que palabra el hombre fue escucha, que él mismo y las cosas que adornan el mundo, “son”, porque primero han sido nombradas. El eco de Vivanco nos llega desde lejos, como renombrando las cosas; nos llega, dorando las distancias.
- “A casi todos los he tratado, de casi todos he sido amigo y siempre me parecieron unos seres humanos excepcionales”. Francisco Umbral. Las palabras de La Tribu, Planeta, Barcelona, 1996: p. 240 ↑