25 de junio de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

El Palazzo della Civiltà Italiana, quizá el máximo exponente de la arquitectura fascista. Construido en 1940 para la EUR (Esposizione Universale Roma), la guerra la impidió celebrar

Vitalismo, filosofía y destino europeo en el fascismo

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¡Qué cosas, madre mía! Y pensar que a uno le habían dicho que el fascismo es cosa de burgueses y reaccionarios. Como la avanzadilla extrema del Capital.

 

La Revolución fascista no fue sólo un acontecimiento político; fue, ante todo, en la visión de Benito Mussolini, un acto metahistórico: el intento de moldear un hombre nuevo, forjado en la voluntad, la fe y la acción. En la raíz de este proyecto se percibe con fuerza la presencia de la filosofía vitalista y nietzscheana que acompañó a Mussolini a lo largo de toda su trayectoria política.

 

Mussolini y la filosofía encarnada

Desde los años del socialismo revolucionario, Mussolini se nutrió de la idea nietzscheana del incesante devenir contra toda forma de inmovilismo burgués y parlamentario. Ya en 1904, Mussolini podía afirmar: «no pretendemos poseer la verdad, la verdad absoluta, sino que simplemente afirmamos el derecho a buscarla y nos proponemos esta búsqueda como fin de la vida». Es todavía el agitador socialista quien polemiza con el pastor evangélico Alfredo Taglialatela, en una tarde de principios de primavera en la Maison du Peuple de Lausana. Pero será precisamente en el fascismo donde este pensamiento, aún en estado embrionario, encontrará su plena realización: la revolución permanente como condición espiritual. Como ha puesto de relieve Adriano Scianca en su Mussolini y la filosofía, es falso y superficial representar al Duce como un hombre carente de cultura. Al contrario, Mussolini tuvo una formación filosófica articulada, alimentada no sólo por Nietzsche, sino también por Sorel, Pareto, Hegel y toda la tradición antiilustrada europea, desde Mazzini hasta Spengler. Scianca escribe, para disipar cualquier duda: «Mussolini no fue filósofo de profesión, pero vivió la filosofía en la carne y en las obras». Esta profunda tensión intelectual, nada lineal, emerge con claridad a lo largo de toda la obra política de Mussolini: desde el socialismo hasta la intervención, desde San Sepolcro[1] hasta la marcha sobre Roma, desde Etiopía hasta la República.

 

Hacer al hombre nuevo

Hacer al hombre nuevo, no sólo cambiar las leyes. El fascismo no es sólo un programa político, sino una tarea ontológica, exactamente como en Nietzsche, donde el hombre no es el hombre «natural» de los instintos y los derechos, sino el hombre que tiende a superarse sin tregua, que quiere ser «puente», el cable tendido hacia el superhombre. La juventud encaja plenamente en esta visión: no es sólo una edad, ni siquiera la simple apariencia exterior, sino una condición existencial permanente. En el fascismo, a través del fascismo, con el fascismo, la juventud asume el papel de palanca metahistórica: no para conservar, sino para crear. El joven, en la visión de Mussolini, no debe simplemente «servir» al orden establecido, sino convertirse en protagonista de una obra de continua regeneración. «El hombre político», dijo el ya Duce de Italia a Emil Ludwig, que había ido a entrevistarlo al Palacio de Venecia en la primavera de 1932, «no puede renunciar a la imaginación: de lo contrario se vuelve árido y se apaga por completo […]; nadie puede hacer nada digno sin un sentimiento poético, sin imaginación». Veintiocho años después del debate de Lausana, en Mussolini sigue prevaleciendo el sentido profundamente nietzscheano de la vida: imaginar lo que se desea, querer lo que se imagina, crear lo que se quiere.

 

Revuelta contra lo permanente

La «filosofía del fascismo», leída en su autenticidad sin los filtros aplicados por la tradición antifascista o a-fascista, aparece entonces como una rebelión permanente contra la cristalización de la vida en las formas liberales. A pesar de todo, a pesar del propio fascismo «histórico» y de su condición de ideología-movimiento-partido-Estado inmerso de lleno en la evolución de la Italia del siglo XX. En esta rebelión, como bien ha señalado Scianca, vive el rechazo nietzscheano de la moral decadente, de la «muerte de Dios», y la búsqueda de una nueva sacralidad de la vida terrenal. Valerio Benedetti, en su ágil librito titulado Mussolini Il Rivoluzionario, escribe que «en uno de sus numerosos encuentros en el Palacio de Venecia con Yvon De Begnac, Benito Mussolini confió a su biógrafo oficial: «más allá del año 2000 se hablará de mi revolución, de los hombres de cultura que fueron mis maestros o que decidieron hacerse mis discípulos. Nosotros hemos sido los fundadores de una religión, la religión de la socialidad, muy diferente y mucho más total que la de la libertad».

 

La incomprensión antifascista

No es de extrañar, pues, que gran parte de la crítica antifascista —desde Furio Jesi hasta los filósofos de la Escuela de Frankfurt— haya malinterpretado radicalmente el fenómeno. Al centrarse en los aspectos externos del fascismo (la propaganda, el militarismo, la jerarquía), estos autores pasaron por alto su núcleo vital: el intento consciente de fundar una nueva ontología del hombre. Furio Jesi vio en el fascismo una «máquina mitológica» vacía; Adorno y Horkheimer lo interpretaron como una regresión patológica de masas alienadas. Pero ninguno de ellos comprendió realmente el fascismo: el intento voluntarista de reconstruir el sentido de la vida a través de la disciplina, el sacrificio y la trascendencia terrenal. A la luz de este malentendido ontológico, el fascismo sigue siendo para ellos (aún hoy) un misterio sin resolver: porque no era sólo una ideología política, sino una visión integral de la existencia. En una época dominada por el estancamiento moral y el aplanamiento existencial, el llamamiento de Mussolini —un hombre de cultura sana y activa— sigue siendo vibrante y nada absurdo: sin una juventud dispuesta al sacrificio, sin una revolución interior permanente, ninguna civilización puede sobrevivir.

 

El fin es el principio

Quienes quieren presentar el fascismo como una excursión que acabó mal se burlan de nosotros y sostienen una narrativa antifascista que es perfectamente compatible con el mundo globalizado por el capitalismo financiero. Nunca como hoy («mucho más allá del dos mil») se habla de Mussolini y del fascismo. Pero la nostalgia y la réplica estéril del pasado, por absurdo que parezca, se mantienen mucho más en pie gracias a sus «opositores», los antifascistas. Quien no quiera caer en la trampa debe comprender una cosa fundamental: el fascismo es un arquetipo metahistórico, pero sobre todo la primera manifestación moderna de la voluntad europea de superar la decadencia. Como escribió Giorgio Locchi, el fascismo auténtico no pertenece definitivamente a la historia pasada: es una prefiguración de lo que aún puede germinar, cuando el hombre europeo decida retomar su destino en sus manos. La Revolución Fascista, alimentada por la fuerza vitalista, el heroísmo de la juventud y la superación nietzscheana del hombre burgués, sigue siendo un reclamo esencial para superar la modernidad crepuscular. No es un retorno, sino un comienzo: el primer destello de un mundo nuevo que aún espera nacer.

© Il Primato Nazionale

  1. ‘San Sepolcro’: nombre de la plaza de Milán donde el 23 de marzo de 1919 se celebró la asamblea fundacional de los primeros Fascios de Combte. [N. del Trad.]

 

Desde un ángulo distinto, todo eso
es lo que late en el libro de Javier Ruiz Portella.
Pocos, pero aún nos quedan algunos ejemplares

 

 

Prólogo de Hughes  —  Artículo de Sertorio Lea la primeras páginas

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