La cumbre de la genialidad y del humor llegó cuando Trump dibujó con sus manos, varias veces, como si fuera un alfarero, una forma: «Tenemos una frontera, una frontera fuerte, pero esta forma no sube verticalmente –y elevaba las manos dibujando un edificio–, la forma es amorfa cuando llega a la atmósfera». Y así, con un gesto de disipación, estaba explicando el absurdo total de que Europa se arruine por la huella de carbono mientras China contamina a placer.
Eso han sido estos años: las fronteras terrestres no existen, pero sí que existen las fronteras atmosféricas, como si la calidad del aire de un país pudiera responder hasta el espacio exterior y la atmósfera tuviera aduanas.
Trump dio un discurso memorable en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Probablemente histórico. Una colosal mezcla de sentido común y humor, como alguien cambiando la historia con un discurso de boda.
En todos sitios leerán u oirán que fue un desastre, pero eso es por un motivo: además de los intereses de China, a la que aquí nadie critica jamás, Occidente está dividido. Hay una guerra civil occidental. Hay un Occidente de izquierdas y otro de derechas, por entendernos. La división se percibe en todo el planeta, desde los narcoestados hasta Gaza (cucú: Biden) pasando por la actitud hacia Rusia y Ucrania.
Los defensores de la 2030 –donde Pedro Sánchez es alguien–, los que miran mucho a China, se parapetan en el orden de posguerra, en su palabrería hueca y en su estructura de organismos supranacionales en fuga globalista hacia otra cosa y hacen creer a la gente, por ejemplo, que la ONU tiene algún tipo de soberanía. No es verdad. Es un lugar común su inutilidad y corrupción, que Trump describió con simples anécdotas personales. En ninguno de los conflictos en los que ha intervenido o mediado tuvo ayuda de la ONU, «ni una llamada, solo me han dado una escalera averiada (que casi tira a Melania al suelo) y este teleprónter que no funciona»; y contó su experiencia como constructor neoyorquino en la licitación con sobrecostes de la sede de las Naciones Unidas. Él ofreció suelos de mármol, pero «camináis sobre terrazo».
Trump ridiculizó los dos elementos fundamentales del globalismo en la casa que los patrocina: las políticas del cambio climático, «la mayor estafa de la historia de la humanidad», que beneficia a China, y la inmigración descontrolada que destruye los países.
Y al hablar de esto miraba a Europa, la misma Europa absurda que de boquilla reta a Putin mientras le compra energía; la Europa absurda que sufre las consecuencias de una guerra que no empezó y en cuyo final, sin poder alguno, pretende meter baza.
Europa está bajo el ala de Estados Unidos, pero puede estarlo de varias formas. Con Ucrania ha llegado a su punto de mayor absurdo y postración. Los Kissingers diarios que no ven nada malo en China o en Rusia rechazarán también todo de Trump (con esas palabras tan feas: cipayos, anglos…) pero puede haber una Europa realista que, mientras averigua lo que quiere ser de mayor, controle sus fronteras, preserve su herencia y no lastre su economía por el dogma verde. Occidente puede estar en decadencia, pero hay como mínimo dos occidentes.
Europa ha cuidado sus amorfas fronteras atmosféricas descuidando sus fronteras terrestres. El mundo al revés. Y las Naciones Unidas han dibujado lo global en detrimento de lo nacional, de la condición sagrada y digna de preservación de las naciones. Eso recordó Trump, cantando «la belleza única de cada una de ellas», antes de despedirse como un Atlas divertido que acabara de corregir uno o varios grados la rotación del planeta.
© La Gaceta
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