1 de junio de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Se acabó la distinción: todos iguales, todos cutres. ¿Por qué?

«Ya conocéis mi torpe aliño indumentario», decía de sí mismo don Antonio Machado. ¡Ay, si volviera hoy, don Antonio! ¿Qué diría al observar cómo se pavonean todos, tan ufanos y contentos, con su desarrapado aliño indumentario?

Los ejemplos son múltiples. Uno de ellos, quizá el primero, son las chaquetas acolchadas, tan prácticas, tan cómodas. Hughes las ha glosado en La Gaceta (donde este artículo vio la luz por primera vez), y Pantomima Full ha dedicado un video a esas chaquetas que, entubando a sus portadores con uniformizadas formas sin forma ni estilo, han arrinconado en el baúl de los recuerdos aquellos elegantes abrigos de antaño. Por no hablar de los pantalones. ¡Ay, don Antonio, los pantalones! Si volviera usted, en cualquier tienda le endilgarían unos vaqueros desgastados y desgarrados en fábrica (incluso los de marca y alto precio), como si a pobres y menesterosos estuviesen destinados.

Y lo están, claro que lo están. Pero a lo que tales harapos están destinados es a aparentar, de forma igualitaria y democrática, las ropas de los pobres y menesterosos de antaño («precarios y vulnerables» se les llama hoy, después de que haya disminuido un tanto su menesterosidad). Pero existe una notable diferencia entre los pobres de ayer y los precarios de hoy (más, por lo que al vestir atañe, tanto los ricos como los no tan ricos). Por poco que pudieran, los pobres de antaño jamás dejaban al aire los rotos que el desgaste ocasionaba a sus ropas. Las zurcían y remendaban una y mil veces, y si sus vestidos no podían conocer elegancia y distinción, se esforzaban por preservar al máximo el decoro y la decencia. «Pobres, pero limpios y decentes», decía mi abuela.

Lo que busca el actual repudio de la distinción es, precisamente, dejar de distinguirse, tratar de igualarlo todo por abajo, colocando la vida bajo el signo de lo corriente y moliente, de lo cómodo e igualitario. Participan también en tal empeño los zapatos que lleva hoy todo quisque. «Zapatillas» se llaman: como las muelles, blandas babuchas de estar por casa. «Bambas» llamábamos nosotros a las actuales zapatillas cuando, niños o mozos, nos las poníamos para hacer deporte o ir al campo. Hoy, en cambio, todo Dios lleva las bambas para andar por esa especie de campo yermo, sin relieve ni resalte, que son las urbes donde los hombres-masa ya no se distinguen, no se diferencian, ni en su atavío ni en sus maneras. Convertidos en masa indistinta, huyen de la distinción, suprimen la elegancia y, descuidando maneras y forma, van por la callea de cualquier forma.

 

El «torpe aliño» no es sólo vestimentario

El «torpe aliño» es un generalizado mal que afecta no sólo a los viandantes que, desgarbados, deambulan por calles y plazas. Lo burdo ylo  basto afecta también (salvando las grandes joyas del pasado) a los edificios que conforman nuestro entramado urbano. Pero se impone una precisión. No son sólo las grandes joyas del pasado —palacios, templos, monumentos…— lo que se salva de la descompostura moderna. También se libran las casas, tan modestas como hermosas, de «los pueblos con encanto», como diría cualquier folleto turístico, y también se escapan los edificios urbanos construidos hasta el siglo XIX y comienzos del XX (por poner fechas: hasta finales del Art Decó). No todos los edificios, por supuesto, están ni pueden estar aureolados por la Gran Belleza; pero ninguno se pavonea con los estigmas de la fealdad y la inanidad en su frente.

Todo está unido, engarzado entre sí, pero a niveles distintos. Por un lado, lo desaliñado en el vestir; por otro, lo feo o lo anodino en el construir y decorar casas y ciudades. Pero por encima de todo, presidiendo todo ese gran aquelarre, se halla el denominado «arte» (las comillas son obligadas) contemporáneo.

¿Qué es lo que, por primera vez desde que el mundo es mundo, nos ha llevado a sustituir la distinción por la dejadez, la belleza por la fealdad, y la grandeza por la mediocridad? ¿Por qué huimos como alma que lleva el diablo de lo grande y señorial? ¿De dónde viene ese vendaval que arrasa lo bello y acaba con lo noble y elevado? ¿De dónde viene, sino del aire mismo del tiempo, de ese viento que sopla desde la gran soledad en la que zozobra el hombre de nuestros días?

Solo, ensimismado, solamente entregado a sí mismo —así lo exige el individualismo que es nuestra ley—, privado de comunidad que lo acoja, de tradición que lo ampare, de historia que marque su destino; carente de sostén al que agarrarse; desprovisto, más concretamente, de Dios o dioses, de Patria y Comunidad, el hombre moderno (ya no digamos el posmoderno) pierde pie en el mundo y en las cosas. Éstas se desvanecen, se diluyen a ojos del hombre que es incapaz de ver y sentir su presencia clamorosa, voluptuosa, hermosa. Y «hermosa» significa, misteriosa, estremecedora, y por ello mismo maravillosa.

 

¿Del desarraigo se puede pasar al arraigo?

Desde nuestro desaliño vestimentario hasta nuestros descalabros urbanísticos, pasando por el «arte» dedicado a engendrar lo feo en lugar de lo bello, todo se halla ligado a esa descomposición mucho más profunda, mucho más decisiva: la delicuescencia en cuyo vendaval se disuelve lo que, estando por encima del inmediato vivir, tiene por nombre «lo sagrado». Y «sagrado» significa tanto el aliento de lo divino como el de lo patriótico, tanto el fervor de lo histórico como el de lo bello.

Resulta sin embargo que, por primera vez en tantos años, está empezando a soplar un viento distinto, de signo opuesto. Todavía no se ha convertido, es cierto, en ningún huracanado vendaval. Los aires del tiempo aún no han cambiado tanto, y lo que sopla es más bien un vientecillo racheado, pero que trae consigo, ¡y es mucho!, aires de identidad, patria y arraigo. Sin embargo, pese a ello, ni los más identitarios de los identitarios ni los más patriotas de los patriotas parecen sentir inquietud alguna que les haga repudiar nuestro encharcamiento en lo feo y anodino.

«¿La distinción en nuestras ropas y maneras? ¿La prestancia en nuestro entorno urbano? ¿La belleza en nuestras casas? ¿El renacer de lo bello en el arte?… ¡Por favor! ¿Cómo podríamos reivindicar tales cosas en nuestra acción política? ¿Cómo podríamos plantearlas en nuestro combate cotidiano? ¡Nos convertiríamos en el hazmerreír de la gente!», me decía una vez un destacado líder patriótico.

Y lo peor es que tenía razón. Aún no están los tiempos para que tales cuestiones —la cuestión, en últimas, del sentido de la vida y de la muerte— afloren en el sentir de nuestra gente. Aún no ha llegado el momento de que salten a la arena pública. Pero saltarán, claro que saltarán. Si elactual hombre desarrapado y desarraigado vuelve a arroparse en su identidad y en su comunidad (pero sin repetir las formas e instituciones con que lo hacía en otros tiempos); si el hombre vuelve a arraigarse en el gran legado de nuestra historia y civilización, tengamos por seguro que, tarde o temprano, también acabará abandonando el lodazal de fealdad y descomposición en el que está hoy hozando.

© La Gaceta

 

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