10 de octubre de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Antonio Canova, 'Eros y Psique'

«¡Rehabilitemos el arte de la seducción!». Entrevista sexualmente incorrecta (I)

Hubo un tiempo en que «estío» rimaba con «hechizo». El verano evocaba mujeres ligeras y con poca ropa, pasión amorosa y coqueteo estival, encuentros facilitados por la vida nocturna de los veraneantes, sin que nadie viniera a arruinar la fiesta con su análisis sociológico buscando dónde estaba el dominado y dónde el dominante. Una época de libertades, un poco lujuriosa para algunos, idílica para otros…, pero que cada vez se parece más a una leyenda inventada para las nuevas generaciones alimentadas por la guerra entre sexos.

Dado que la seducción es uno de los temas predilectos del ensayista suizo y colaborador de la revista Éléments David L’Épée, le hemos interrogado al respecto.

 

La seducción es un proceso tan complejo y a la vez tan natural y arraigado en las costumbres que es difícil definirlo. ¿Podrías remediarlo? Los franceses suelen considerarse los campeones del amor y la seducción, ¿crees que esta reputación es merecida?

Cada cultura del mundo tiene su propia forma de practicar la seducción, pero hay que admitir que la cultura francesa está bastante bien situada en este aspecto. Trabajo en Suiza con varios expatriados franceses y reconocen que, incluso hoy en día, las interacciones entre hombres y mujeres no son las mismas en las calles de Lausana o Ginebra que en las de París o Marsella. Pequeñas diferencias en el día a día, con un cierto sentido del ingenio por parte de los franceses que le da sabor al ligoteo, una forma más relajada de acercarse entre desconocidos, un gusto más espontáneo por los pequeños juegos de provocación, basados en el humor, la teatralidad y la charla amable. La seducción a la francesa ha perdido sin duda mucho de su esplendor (te dejo imaginar bajo el efecto de qué cambios), pero aún existe un poco a pesar de todo, sobre todo si la comparamos con otros países. A quienes la practican les costaría renunciar a ella; a quienes no se atreven les gustaría animarse; quienes no se enfrentan a ella con suficiente frecuencia lamentan su escasez y, finalmente, solo una minoría de espíritus tristes se alegra de su desaparición programada y aplaude al ver a mujeres y hombres caminar rápidamente por las calles, mirando fijamente a sus zapatos y huyendo como de la peste de la mirada del otro. Ante este desastre, uno piensa en los terribles versos de Alfred de Vigny en La Colère de Samson: «Y lanzándose desde lejos una mirada irritada, los dos sexos morirán cada uno por su lado». Eso es lo que me preocupa y ése es el destino que deberíamos intentar conjurar.

¿Qué caracteriza a la seducción a la francesa? Intenté dar una definición hace unos años en el número de la revista Krisis que dedicamos al tema del amor, en un texto que titulé precisamente «Alteridad y seducción». De hecho, creo que lo que caracteriza la convivencia a la francesa entre los sexos (la expresión no es muy elegante, pero la de «comercio de los sexos» me parece aún más fea) es que la seducción entre hombres y mujeres siempre se ha basado en la alteridad entre ellos, lo que da lugar, en un segundo momento (pero no necesariamente), a un ideal de complementariedad. Esta tesis, más compleja de lo que parece, sería demasiado larga de resumir aquí, pero digamos, para simplificar, que nos atraemos mutuamente por nuestras diferencias (la noción de género es aquí tan importante como la de sexo), por esa excitante extrañeza capaz, según las circunstancias, de excitanros físicamente o de enamorarnos. La alteridad conmueve y trastorna, los hombres se sienten atraídos por lo que les es ajeno en las mujeres, y viceversa. Como escribe amablemente mi amigo Thibaud Isabel en su Manual de sabiduría pagana, « ¿con qué mujer puedo entrelazarme, si ya no soy un hombre y ella ya no es una mujer?». Francia ha conocido en su historia períodos en los que predominaba la mayor libertad de costumbres y otros, por el contrario, en los que las relaciones entre los sexos eran más austeras, pero en todos los casos, desde el rubor en las mejillas de la casta catecúmena a la sombra de un campanario hasta las orgías del libertino empapado de filosofía, esta constante permanece: es la alteridad lo que seduce. Y a pesar de las utopías de deconstrucción y neutralidad que se quieren imponer hoy en día, tengo la esperanza de que esta deliciosa confusión sobreviva y vuelva a florecer, verano tras verano.

 

En un momento en que los «progresistas» nos venden haber deconstruido los tabúes en torno a la sexualidad y haber logrado imponer en nuestra sociedad una libertad de costumbres nunca antes alcanzada, ¿no es paradójico que nuestra época se caracterice por la monotonía de las relaciones entre hombres y mujeres y el abandono de la seducción?

Hay progresistas y progresistas. Algunos de ellos, en el pasado, contribuyeron efectivamente a una cierta liberación de las costumbres. Esta liberación ha podido ser desviada en algunas de sus expresiones (sobre todo a partir del momento en que el mercado recuperó en su beneficio este soplo de libertad para transformarlo en un argumento consumista), pero sopesando las cosas, yo diría que esta larga evolución, que se ha prolongado durante varias décadas, es globalmente positiva, en el sentido de que, a pesar de sus defectos y sus callejones sin salida, sigue siendo preferible al orden esclerótico al que ha sustituido y en el que se ejercían formas de alienación particularmente perjudiciales en el plano de la sexualidad. Estas alienaciones han dado paso a otras que no son mucho mejores, no lo discuto (Dany-Robert Dufour escribe, en su ensayo La Cité perverse, que la neurosis prevalecía en la antigüedad y que ha dado paso a la perversión), pero, en definitiva, prefiero una sociedad, por imperfecta que sea, en la que las mujeres sean libres y la sexualidad pueda ejercerse al margen de todo control estatal y clerical, a una sociedad en la que no sea así.

Pero esas libertades son obra histórica de lo que podríamos llamar los arqueoprogresistas (¡perdón por este neologismo que parece una paradoja!), y no de los progresistas actuales a quienes los medios de comunicación tienden diariamente la alfombra roja. Éstos (volveré sobre ello) no sueñan con liberar a la humanidad de los viejos tabúes, sólo sueñan con imponernos otros nuevos, lo que se puede observar —por citar solo dos casos emblemáticos— en los excesos de un movimiento como MeToo o en la persecución de la «transfobia», un término muy ambiguo que parece no tener otra función que criminalizar opiniones y preferencias personales. Ya no está prohibido prohibir, ¡todo lo contrario!

 

En este clima en el que el progresismo (o neoprogresismo, si lo prefieres) rima con penalización, paranoia y desconfianza mutua entre los sexos, ¿cómo sorprendernos de que la seducción se haya vuelto sospechosa y que el propio amor tenga las alas un tanto lastradas?

Incluso si lo uno explica fácilmente lo otro, creo que hay que evitar cualquier exageración dramática en este balance. El año pasado se publicó un importante estudio sobre la sexualidad de los jóvenes franceses que nos lleva a pensar que los jóvenes de entre 16 y 25 años tienen, en promedio, menos relaciones sexuales que los jóvenes de la misma edad de la generación anterior. Esta tendencia parece estar demostrada de manera general, pero sigo siendo escéptico sobre la fiabilidad de los testimonios declarativos basados únicamente en la buena fe de los participantes en la encuesta y que se refieren a un tema tan íntimo como la sexualidad. Por ejemplo, se sabe desde hace tiempo que las mujeres, cuando tienen que expresarse sobre este tema, tienden espontáneamente a minimizar el número real de sus parejas sexuales (por pudor, por la idea que tienen de su reputación) y que los hombres, por el contrario, tienden a exagerar este número (por fanfarronería masculina). Se trata de dos tipos de pequeños ajustes con la realidad que distorsionan los datos estadísticos. Salvo estas reservas, supongo que el estudio del que estamos hablando (y ha habido algunos otros sobre el mismo tema que llegaban más o menos a las mismas conclusiones) nos dice algo sobre el estado de las costumbres en nuestra sociedad, y que esto es testimonio de un malestar.

Para delimitar mejor el problema, creo que no se tendría que limitar a evaluar a las personas en función de su edad, sino también en función de su entorno social. Las casualidades de la vida me han dado la oportunidad de tratar con un gran número de jóvenes de entre 20 y 30 años, y he observado que la barrera en términos de entornos sociales es a menudo mucho más fuerte que la barrera generacional, ya sea en lo que se refiere a las costumbres sexuales o a muchos otros aspectos de su vida. En resumen, ¡hay entornos mucho más «wokizados» que otros! Entre las pequeñas comunidades de los campus, de una cierta burguesía «educada» (¡ya te digo!), donde el wokismo y el neofeminismo causan estragos que rayan en la dinámica sectaria; ciertos entornos populares que, por el contrario, han caído bajo influencias muy sexistas y que podrían calificarse de «reaccionarios» (la impregnación cultural de cierta inmigración tiene mucho que ver, por mucho que les pese a los progresistas); y la gran masa de «jóvenes de clase media», cuyas costumbres son más tranquilas y, en definitiva, no tan diferentes de las de sus padres, hay abismos que parecen insalvables.

Y si, en esta última categoría, algunos también caen en la «morosidad sexual», a menudo es menos por un clima represivo real que por un error de juicio que cometen. Recientemente animé un taller dirigido a jóvenes que, para mi sorpresa, me confesaron que nunca habían abordado a una desconocida en la «vida real» (es decir, fuera de Internet), ni en un bar, ni en una discoteca, ni en un tren, ni en ningún otro lugar. Al escucharlos, comprendí que su aprensión se debía al hecho de que, sin saberlo, confundían a las mujeres reales de su entorno con la imagen sesgada que daban de ellas los medios de comunicación y las redes sociales. En resumen, caían en el error de ver el wokismo por todas partes debido a su sobrerrepresentación mediática y espectacular, sin comprender que este fenómeno era en realidad muy minoritario y que la realidad cotidiana en la que vivían era muy diferente. Por lo tanto, al abordar a una desconocida o al dedicarse al arte algo anticuado del ligoteo, temían ser mal recibidos por las mujeres, ser rechazados, sentirse humillados o incluso arriesgarse a cosas aún más desagradables, como ser víctimas del movimiento MeToo. Sin embargo, ninguno de ellos había vivido nunca tal desgracia, era un temor puramente imaginario (y a mí, que lo practico habitualmente, solo me ha pasado dos o tres veces). Sin embargo, cuando abordo el tema con mujeres jóvenes de la misma edad, me confiesan que lamentan la reserva y la timidez de vuestros congéneres masculinos, y señalan que ya ningún caballero les hace cumplidos ni les dirige la palabra en los espacios públicos, y que las más guapas de ellas tienen que lidiar además con las insinuaciones desagradables de los gamberros (que, en este caso, a veces pueden calificarse de acoso), mientras que los «chicos buenos», los que más podrían gustarles, se mantienen a distancia por miedo a mostrar, como dicen nuestros nuevos jesuitas, «iniciativas no solicitadas e inapropiadas». Parece que, al querer desarmar al patriarcado, las neofeministas sólo han conseguido castrar a los hombres más corteses (potencialmente los más seductores), dejando en el terreno de caza sólo a los más brutales y machistas.

¿Qué hacer ante esto? La respuesta estaba en tu pregunta: rehabilitar el arte de la seducción. Devolver la confianza a los jóvenes (que son, tradicionalmente, los que toman la iniciativa), enseñarles, si es necesario, las formas de abordar y dirigirse a las mujeres (utilizo el término «enseñar» con cierta ironía, ya que es evidente que el mejor maestro en la materia es la experiencia individual) y recordarles que un rechazo nunca ha matado a nadie y que forma parte de la asunción de riesgos consustancial al ethos masculino. El feminismo de ayer enseñó a las mujeres a decir no: ¡muy bien! Pero aún así, deben tener la oportunidad de ejercer ese derecho a decir no (o a decir sí).

Si algunos de tus lectores se reconocen en el pequeño retrato que acabo de hacer de ellos, sólo tengo una cosa que decirles: una mujer, aunque no le gustes, aunque no quiera darte su número o volver a verte, siempre apreciará un cumplido, una amabilidad, una palabra amable dirigida con benevolencia. Por lo tanto, aunque no consigas tu objetivo, puedes estar casi seguro de que ella te rechazará con una sonrisa y que este pequeño imprevisto en su día no le habrá dejado la impresión de una intrusión inoportuna, sino que más bien la habrá puesto de buen humor. Todo está en la forma, por supuesto, pero quien no arriesga, no gana, y en la seducción el fracaso nunca es un fracaso total, es una experiencia más, el inicio de un vínculo humano y, como tal, una pequeña victoria contra la atomización hacia la que nos empuja la sociedad contemporánea. En su novela Les Dieux ont soif [Los dioses tienen sed], Anatole France escribe sobre uno de sus personajes, un joven y empedernido seductor: «Exento de toda vanidad, nunca estaba seguro de ser aceptado; tampoco estaba nunca seguro de no serlo». Está muy bien dicho, ¿no?

 

¿En qué medida la contractualización de las relaciones humanas mata el deseo? ¿No era necesaria la introducción del no consentimiento en la definición penal de la violación?

Aunque me parece importante distinguir siempre entre el ámbito de las costumbres y el de las leyes («no hay que hacer con las leyes lo que se puede hacer con las costumbres », decía Montesquieu), la penalización del no consentimiento me parece totalmente legítima, ya que forma parte del arsenal jurídico que permite reprimir las violaciones y los abusos sexuales. Por supuesto, podemos lamentar que el juez tenga que intervenir donde el respeto y la civilidad deberían ser suficientes, y tiendo a pensar que la profusión actual de normas jurídicas sólo existe para suplir la renuncia de las leyes simbólicas, pero, en fin, hay que conformarse con la sociedad tal y como es e imponerle un marco penal adecuado. Queda aún por definir con precisión el alcance de este concepto de consentimiento: una cierta judicialización excesiva que tiende a infantilizar a las mujeres y a negarles incluso la posibilidad de un verdadero libre albedrío (esta es la crítica que formula, por ejemplo, la feminista española Clara Serra en su libro sobre el consentimiento, traducido al francés hace unos meses por la editorial La Fabrique).

Este fenómeno de inflación del derecho es propio del liberalismo de tradición anglosajona y va acompañado, hoy en día, de una nueva forma de contractualismo, que tiende a pasar del ámbito de la ciudad (como era el caso en Hobbes) al de la habitación. Es lo que se denomina en los campus estadounidenses la «teoría del consentimiento», que ha dado lugar a iniciativas completamente grotescas basadas en «contratos de consentimiento» que los amantes deberían firmar y rubricar antes de pasar a la acción. Es evidente que el deseo se adapta muy mal al carácter binario (sí/no) de un contrato y que no tiene ni su fría claridad ni su carácter explícito. El contrato verbaliza lo que las miradas y los gestos sugieren, invitan, seducen y eluden. Los abusos sexuales probados deben ser castigados por la ley con la mayor severidad, pero el deseo y la seducción deben escapar a la vigilancia preventiva de los jueces y a una atmósfera jurídico-administrativa poco propicia para excitar los sentidos.

© Breizh-Info

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