Pocas cosas me dan tanto miedo en política como la tendencia de los pueblos a la resignación. Uno mira una situación de deterioro constante en economía, seguridad y libertades e imagina que las cosas están al borde de la reacción, del despertar activo del pueblo, que no llega. Pero tiene que llegar, es imposible soportar pasivamente este declive, ¿no?
No, no necesariamente. ¿Han echado últimamente un vistazo a Cuba? Todo va a peor, y lleva yendo a peor desde la revolución, en 1959. Ya es más frecuente no tener luz que tenerla, la ración alimentaria sigue reduciéndose hasta niveles alarmantes. Pero ahí siguen, año tras año, y cada indicio de revuelta, de protesta tímida, se aplasta sin problemas en poco tiempo.
La resignación se retroalimenta. En algún punto del proceso hubo un instante en que se pudo dar marcha atrás, que fue viable el levantamiento. Pero se dejó pasar, y ahora la gente es distinta, apática y conformista en su abrumadora mayoría, sin un pasado personal al que recurrir con la memoria que pueda inspirar una esperanza o desatar una rebelión. Ya es tarde, porque la opresión y la miseria moldean el alma, la deforman, así como no es lo mismo el esclavo nacido libre que el que no conoce otra cosa que las cadenas y la mísera pitanza.
En España, en Europa, en Occidente, estamos, quizá, muy lejos de Corea de Norte o Cuba, pero probablemente más cerca del cierre de esa ventana de oportunidad de lo que creemos. Soportamos con resignación servil el aumento de los controles sobre nuestras vidas, la imposibilidad de encontrar vivienda, el descarado favoritismo público hacia los de fuera, la lenidad hacia los criminales, la «glovización» del empleo, la brutalidad ideológicamente selectiva de la policía, la destrucción sistemática del campo y la energía —el pan y la luz..—, el borrado de nuestra identidad comunitaria.
Nuestros vecinos no están mucho mejor. Incluso la cabeza del pelotón, Estados Unidos, deja avanzar al enemigo interior que se ha posesionado de su burocracia, sus agencias de inteligencia, sus instituciones financieras, sus multinacionales, sus colegios y universidades, su industria del espectáculo, sus grandes medios de comunicación.
Ahora, la muerte de un tiro en la carótida de Charlie Kirk, un joven que se dedicaba a dialogar, parece haber abierto los ojos a muchos ante el horror de una parte no despreciable de sus compatriotas que se regocijan con el asesinato y celebran la eliminación por las bravas de voces disidentes. Y reaccionan.
No es la derecha americana, no es el Partido Republicano, los que han puesto pie en pared; es el «normie», el ciudadano que va de sus afectos a sus asuntos sin prestar mucha atención a la política. Este es el que ha visto el horror de estar rodeado por un ejército anónimo de monstruos, como en una invasión extraterrestre camuflada. Ha visto de primeras que muchos de sus compatriotas le quieren muerto, y parece estar reaccionando.
Miles de ciudadanos han sido despedidos por mostrarse en redes sociales celebrando jubilosos la muerte de Kirk. Por primera vez, el progre americano va a experimentar el concepto de responsabilidad y el principio de que los actos libres tienen consecuencias.
El tiempo dirá si esto es flor de un día, si volverán a la resignación tras el desahogo, o mantendrán el impulso.
Pero Europa, España, es otra cosa, más vieja y adocenada. Charlie Kirk usaba una frase «gancho» para atraer a sus rivales ideológicos al debate: «Demuéstrame que estoy equivocado». Y eso es lo que pido a los españoles para concluir esta columna.
© La Gaceta
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