A finales de noviembre, la polémica y una tenue esperanza copaban los medios ante un posible acuerdo de paz en Ucrania cuya viabilidad resultaba, de repente, inexplicables. No había alineamiento entre Moscú, Kiev, Washington y Bruselas: las partes clave del conflicto.
El borrador original del plan Trump con 28 puntos se filtró casi de inmediato. La identidad del responsable y sus motivos siguen siendo un enigma: Rusia podría haberlo hecho para que Kiev y Europa lo rechazaran de plano, posicionándose como “la única interesada en la paz”, mientras distanciaba a la UE de EE. UU. Con ello, ganaba tiempo y avanzaba en el frente. Y también dentro de Washington al objeto de comprometer al círculo trumpista favorable a un pacto rápido y prorruso, forzando revisiones que lo diluyeran, o a la propia Ucrania, que podría haberlo impulsado dada su crisis interna: un Zelenski acorralado por escándalos de corrupción y desgaste militar vería en la filtración una excusa para forzar una respuesta europea predecible y negociar mejoras sin aparentar capitulación. En cualquier caso, las filtraciones sirven para tantear reacciones y ajustar posiciones sin ceder terreno de entrada.
Desde finales de noviembre, las reuniones en Ginebra y Abu Dhabi han ajustado el borrador del plan Trump a un marco de 19 puntos, incorporando concesiones ucranianas como límites al tamaño del ejército y retrasos en la adhesión a la OTAN, pero dejando temas territoriales —como la cesión de partes de Donetsk— para decisiones presidenciales directas. Sin embargo, la delegación estadounidense, liderada por Steve Witkoff y Jared Kushner, canceló una reunión prevista con Zelenski en Europa tras las charlas en Moscú el 2 de diciembre, señalando un estancamiento que prioriza el diálogo bilateral con Putin y sin avances significativos.
Pese a todo, poco ha cambiado desde las cumbres de Estambul y Alaska. La verdadera novedad diplomática no radica en el contenido, sino en el marco: Donald Trump habla abiertamente de una “repartición realista” de Ucrania, admitiendo que “algunas partes nunca volverán” a Kiev y que el acuerdo debe ajustarse a las realidades militares.
Este plan irrumpió en el peor momento para Volodímir Zelenski, inmerso en una crisis política por escándalos de corrupción, ya comentado, que obligaron a su número dos a asumir responsabilidades.
Ucrania lucha por su supervivencia como Estado. Su Constitución prohíbe expresamente cualquier concesión sobre la pertenencia a la OTAN o sobre los territorios, y si en años anteriores —cuando aún controlaba más terreno y recibía un apoyo occidental más sólido— rechazó propuestas notablemente más favorables, hoy, con su legitimidad interna gravemente erosionada, Zelenski tiene aún menos incentivos para capitular. Aceptar esas condiciones supondría reconocer no sólo la derrota militar, sino el fracaso político total de su proyecto.
Europa, por su parte, tampoco puede aceptarlas: hacerlo contradiría sus valores fundacionales y legitimaría cambios territoriales por la fuerza, un precedente inaceptable.
Por eso el Kremlin choca frontalmente con ambas posiciones. Sus objetivos oficiales —la anexión efectiva de los cuatro “nuevos sujetos” (ya incorporados a la Constitución rusa como entidades federales), la desmilitarización, la desnazificación y la neutralidad permanente de Ucrania— siguen sin cumplirse por completo.
Las motivaciones de Trump son claras: busca una victoria diplomática rápida y vistosa de cara a las elecciones de medio mandato de 2026 y, sobre todo, quiere cerrar el frente ucraniano para concentrar recursos en prioridades estratégicas más urgentes para Estados Unidos en el resto del mundo. El momento político de Zelenski —golpeado por escándalos de corrupción, pérdida de popularidad y un desgaste militar creciente— le parecía ideal para presionar una negociación ventajosa y presentar cualquier acuerdo como un éxito personal inmediato.
Para Moscú, prolongar la guerra es hoy la opción más lógica: fortalece sus posiciones en el terreno, permite avanzar hacia los objetivos sin depender de una Europa percibida por ella como actor beligerante y satélite de Washington, y mantiene la cohesión interna mientras no exista una «victoria vendible».
La UE ha perdido toda credibilidad como mediador; su proyecto choca frontalmente con el ruso y su rearme se interpreta en el Kremlin como la preparación de las élites continentales para una «gran guerra» que compense su declive económico y demográfico. Mientras persistan las actuales élites, Rusia la tratará como adversario estratégico hasta su
agotamiento, explotando sus divisiones, la dependencia energética residual y la fatiga social que alimenta el auge euroescéptico. En diciembre esta dinámica se ha acentuado: Putin acusa directamente a Bruselas de «demandas inaceptables» que bloquean el plan. Con todo, Europa sigue siendo el «pagador imprescindible» de una reconstrucción, aunque quede marginada en cualquier acuerdo sobre Ucrania.
Sólo un cambio profundo de élites o la recuperación de una verdadera autonomía europea abriría, en unos pocos años, la puerta a un nuevo marco de seguridad paneuropeo que incluyera a Rusia. Mientras eso no ocurra —y hoy parece lejano—, Moscú sabe que las guerras terminan y que la alianza tan estrecha con Pekín, por útil que resulte ahora, puede convertirse en asfixiante a medio plazo. Por eso no sorprendería que, en un futuro no muy lejano, Moscú intensifique la construcción de un espacio civilizacional propio con la lengua rusa y la ortodoxia como ejes, tejiendo una red de países eslavos y ortodoxos que compartan memoria histórica y, sobre todo, se mantengan al margen de un proyecto abiertamente antirruso. Se trataría de un área de influencia cultural, económica y de seguridad blanda que le permita diversificar sus alianzas y evitar quedar atrapado en una dependencia exclusiva de China.
En noviembre pareció flexibilizarse algo. Putin declaró que las hostilidades cesarían cuando las tropas ucranianas abandonen por completo los territorios ocupados, incluida toda la región de Donetsk, desvinculando así el alto el fuego de un tratado integral y abriendo la puerta a un cese provisional sin firmas formales —un paso que pasa de «no firmaremos nada con ellos» a «que firme quien quiera, todos son ilegítimos». En diciembre, sin embargo, la posición se endureció tras recibir a Witkoff y Kushner. Putin aceptó partes del plan revisado (como la neutralidad ucraniana), pero rechazó toda concesión territorial.
Entre líneas, Moscú busca reconocimiento internacional de las anexiones; al menos por EE. UU., China y, en su caso, la OTSC, con garantías que las blinden, aunque no las firme Kiev con Zelensky ni Europa. El verdadero objetivo final queda así al descubierto: convocar una conferencia internacional que reordene el continente posguerra al estilo del Congreso de Viena. El obstáculo es que el conflicto ya ha avanzado demasiado y, por ahora, sólo Washington parecía dispuesto a ofrecer esas garantías.
Mientras la economía dicta el curso —con fatiga social en auge por inflación y costes energéticos—, los resultados electorales en Europa y EE UU. (y la probable derrota de Zelenski en Ucrania) podrían catalizar avances. Sin embargo, al 5 de diciembre, semanas de diplomacia febril han estancado las negociaciones. La visita de enviados trumpistas al Kremlin no produjo avances significativos. La guerra persiste porque ningún actor (Ucrania, Rusia y la UE) tiene simultáneamente la fuerza militar o voluntad política para un pacto sin colapso interno. El punto de inflexión que por desgaste haga preferible cualquier acuerdo aún no ha llegado. El desenlace, si ocurre, será gradual, receloso y reversible, posiblemente culminando en una conferencia internacional que redefina el orden posguerra, pero solo si EE. UU. ofrece garantías creíbles más allá de las actuales.












