Claro que la culpa es del modelo. Y claro que, además, es de los políticos que lo han venido aplicando —y parasitando— durante casi medio siglo. Es verdad, eso sí, que cambiar el modelo necesariamente afectará al núcleo mismo del sistema. El modelo autonómico no se lo inventó la Constitución de 1978, sino que forma parte del diseño institucional del post-franquismo desde el mismo inicio de la transición. Esto es importante entenderlo, porque significa que cualquier modificación no tendría efectos sólo administrativos, sino que nos obligará a repensar todo el sistema, incluidas las parcelas de poder fáctico. El Gobierno Suárez restableció la Generalidad de Cataluña en septiembre de 1977 y el consejo preautonómico vasco nació en enero de 1978. Las autonomías regionales forman parte del dibujo del nuevo orden desde el principio, en parte porque a la Corona le convenía una reedición del bipartidismo turnista de 1876 (el de Cánovas) esta vez con los nacionalistas dentro; en parte porque las oligarquías vasca y catalana buscaban un modelo que les diera más protagonismo en la vida política y en parte, en fin, porque la fórmula venía dentro del paquete promovido por los padrinos internacionales de la transición, y especialmente por los norteamericanos, como abundantemente ha documentado Iván Vélez. Como era inaceptable que sólo dos regiones tuvieran autonomía, la cosa derivó en el célebre «café para todos». Tal vez en su día pudo pensarse que aquello contribuiría a crear un sistema «donde quepan todos», como se decía entonces. El hecho es que, con el tiempo, los consumidores de café demostraron no sólo una insaciable adicción a la cafeína, sino también una tendencia irrefrenable a quedarse con la taza, el plato y la cucharilla. Cada comunidad autónoma se iba convirtiendo en un centro de poder singular con sus propias oligarquías —no sólo políticas— y sus propias clientelas. Como todo poder tiende por naturaleza a garantizar su propia supervivencia ocupando todo el espacio disponible, cada autonomía iba generando su propia dinámica nacional o pre-nacional acentuando sus rasgos diferenciales, frecuentemente sin miedo al ridículo, en perjuicio del sentimiento nacional español. Y todo eso sin que los nacionalismos vasco y catalán, que dieron origen al movimiento inicial, se sintieran satisfechos, al revés: nunca ha estado más clara la vocación antiespañola de ambos.
Casi medio siglo después, el sistema autonómico sólo puede evaluarse como un fracaso objetivo: es muy caro, es manifiestamente ineficiente y, sobre todo, está deshaciendo a velocidad uniformemente acelerada cualquier idea nacional en España, lo cual tiene consecuencias letales en otros planos de la vida pública. Las bochornosas querellas competenciales en todas las materias posibles, desde las emergencias hasta la inmigración, son la imagen misma de un Estado en descomposición. Todo agravado por la expresa voluntad del actual Gobierno de apurar el proceso —«crisis constituyente», lo llamó un ministro de Justicia que hoy se sienta en el Tribunal Constitucional— hasta desembocar en algo parecido a una «confederación asimétrica». No hay que descartar que la llamativa inhibición del Gobierno Sánchez en emergencias tan trágicas como las que recientemente hemos vivido se deba precisamente a la voluntad de acelerar, por la vía de los hechos, el desmoronamiento de un modelo moribundo, para enseguida ofrecer como remedio la desconstrucción de la nación y su sustitución por un modelo «confederal» donde España ya sólo será un nombre de contornos inciertos.
Si queremos que España sobreviva, incluso físicamente, es urgente salir de aquí. Hay que plantear sin tapujos lo que todos los españoles están viendo: que el sistema autonómico ya no funciona. Es preciso cancelarlo. Y que sólo hay dos opciones: o la consumación del proceso disgregador que este Gobierno y sus aliados separatistas vienen promoviendo, o una renacionalización de las instituciones ciñendo con claridad ámbitos de competencia y señalando el horizonte de la unidad nacional como el bien común que hay que preservar.
© La Gaceta
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