Las autoridades “europeas” y británicas llevan un tiempo mandándonos un mensaje muy claro: “No os vamos a defender”. Los “incidentes” entre etnias que cada vez se producen con mayor frecuencia son, por supuesto, “aislados” y la culpa de los mismos es sólo de los nativos, tan racistas e intolerantes que se muestran incapaces de convivir con la delincuencia, ese inofensivo epifenómeno de la inmigración masiva y desbocada de los últimos tiempos. Para esta masa en expansión de white trash del Viejo Continente, para esta chusma de clase baja y media, las autoridades de Bruselas, Madrid, Londres, París y demás capitales de Occidente son meridianamente claras: “Los recién llegados son el futuro. La Europa Unida que queremos será islámica y afroasiática, no europea y cristiana. En esta Bangladesh que estamos diseñando van a entrar todos los excedentes de población de África y Asia, porque necesitamos la tercermundización para volver a ser competitivos. Por lo tanto, tenemos que superpoblar el continente para abaratar la mano de obra que tanto se encareció en los últimos setenta años. Vuestra tarea es asumir con mansedumbre el cambio de civilización y dejar que poco a poco esta nueva gente os vaya reemplazando, tanto a vosotros como a vuestro cristianismo y a vuestra tradición, unos “constructos” que vamos a demoler hasta los cimientos. Pertenecéis a una herencia cultural que difícilmente toleramos, porque no nos gusta la historia de las naciones soberanas, que consideramos nocivas y un obstáculo tradicional para el dominio mundial de las grandes empresas. El que tengáis que sufrir la violencia de los recién llegados no sólo no nos importa, sino que nos parece estupendo. Son nuestra partida de la porra. Vivid en silencio y morid lo más pronto y cómodamente que podáis. Más os vale.” Todo esto no sólo nos lo dicen los políticos liberales de izquierdas, también lo defienden el obispo de Roma, todos los reyes y reinas del continente y todos los políticos que se dicen “conservadores” y que no conservan absolutamente nada.
El europeo de sangre se ve preterido ante los europeos de papel, pese a que el primero es fruto del arraigo de siglos en su país, con el que mantiene lazos afectivos de cultura, familia y trabajo, y no deja de ser producto del sudor y la sangre de generaciones, tan hijo de la tierra y los muertos como sus paisajes, sus iglesias y su arte. No es casualidad que sus campos sean convertidos en yermos por Bruselas: el campesino no ejerce un oficio, sino que encarna un modo de vida tradicional, arraigado, ligado a la historia y la naturaleza. Nadie más indeseable para el liberalismo apátrida. Por eso se le ignora frente a quienes sólo son españoles, alemanes, franceses o checos porque un documento administrativo lo certifica. La oligarquía parasitaria de Bruselas y sus protegidos recién importados tienen algo en común: la nula identificación con la tierra que pisan, unos por ser absolutamente ajenos a ella y otros por la barbarie adquirida en las universidades progresistas.
Los impuestos cada vez más altos que el europeo de sangre paga no son para su bienestar ni el de sus hijos, sino para los hijos de otros. En este “espacio de derechos” que está sustituyendo a nuestras patrias, los gobiernos le han declarado la guerra a los nativos, a los que atacan y aterrorizan sin mayores consecuencias, incluso cuando se trata de sucesos que provocan el escándalo público. Un viejo chiste francés dice que un votante del Frente Nacional es un comunista al que han atracado tres veces. Y no sólo le atracan: ocupan su barrio, le instalan en la precariedad y le culpabilizan por ser nativo. Los que le atracan, insultan, amenazan y golpean, en cambio, son buenos por naturaleza, víctimas del heteropatriarcado blanco y colonialista que tan bien se refleja en el anciano molido a palos de Torre Pacheco. Recordemos que muchos de estos recién llegados cuentan con generosos subsidios estatales a cambio de no hacer nada. Su simple presencia es rentable por la presión que ejercen sobre el mercado de trabajo. El mensaje que nos están mandando las autoridades es bien claro. De hecho, ni la condición de mujer, tan sagrada para nuestra legislación de género, sirve de nada: la víctima, si es nativa, es culpable. Aunque sea de sexo femenino. Los derechos de la mujer europea se terminan donde empieza el privilegio de la inmigración. Quien haya escuchado a las portavoces de la izquierda radical burguesa de Podemos puede certificarlo. Sólo se protesta por los delitos de la población blanca. El hecho étnico sí que es decisivo en la Europa de Soros: el imperio del racismo inverso se ha impuesto y, gracias a él, el poder liberal estigmatiza al europeo de sangre con la mayor de las hipocresías igualitarias. Un ejemplo: en Colonia, la capital de las violaciones en Alemania, los partidos del Sistema, menos AfD, se conjuran para pintar con colores de rosa la situación y no aludir a la que es la principal preocupación de los ciudadanos. Creen que por no mentar los problemas éstos dejan de existir.
Todo lo que ahora nos horroriza ha sido diseñado desde tiempo atrás. Hay espontaneidad en los individuos, pero no en los fenómenos de los que forman parte y que son el producto de una ingeniería social que se remonta a los años ochenta. Tenemos mucha más gente de la que necesitamos, lo que resulta evidente en un país con la tasa de paro juvenil de España. Nadie escucha a ninguna patronal europea quejarse por la avalancha migratoria. ¿Por qué será? Al cabo de tres generaciones de este fenómeno ya sabemos algo: que la integración no existe. Los descendientes de los magrebíes emigrados a Francia hace medio siglo odian la cultura del país anfitrión y exhiben las banderas de Marruecos y Argelia en lugar de la francesa. Es normal, ¿cómo pueden amar a Francia (la histórica, la de verdad, la que es ahogada por la República) quienes por tradición y sangre son ajenos cuando no contrarios a ella? Conviene recordar que Europa se forma contra el Islam. A lo largo de la historia, las victorias del Islam han sido derrotas de Europa. Y viceversa, claro. Los valores y las tradiciones contrapuestas originan conflictos cuando conviven en el mismo espacio. Si esto pasa entre los católicos y los protestantes del Ulster o entre los serbios y croatas de la antigua Yugoslavia, que tienen muchos más elementos que los unen que aquellos que los separan, ¿qué no pasará entre el liberalismo degenerado de Occidente y el islam wahabí que impera en las mezquitas de Europa?
Europa está siendo destruida por el capitalismo que ella misma originó. El liberalismo de izquierdas que la domina se ha dedicado durante más de tres décadas a esparcir todo tipo de disolventes abrasivos sobre su tejido social. La reacción parece tardía y blanda. Los descendientes de una de las culturas más brillantes de la historia nos rendimos sin disparar una salva ante harkas de beduinos que sólo sienten un lógico desprecio por semejantes anfitriones. Si hace un siglo alguien le hubiera dicho a nuestros tatarabuelos que el destino de Europa era convertirse en Dar al Islam con la colaboración de las élites liberales, se habrían reído de nosotros a mandíbula batiente. Menos un tal Spengler, claro. Al final de los años cincuenta, un miembro del FLN le dijo a sus captores franceses que Francia no acababa en Tamanghasset, sino que Argelia comenzaba en Dunkerque. Fue un profeta.
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