Decir Lope es decir creación. Es, según Vössler, “el poeta del instinto”, un espíritu indomable, capaz de que florezca un poema de la nada. Y lo hace con una naturalidad que asombra y que, tal vez, escueza. Y utilizo este último término porque puedo entender la envidia que provoca en los otros escritores de su generación. Nació para eso, para desarrollar ese potro desbocado que era su instinto poético. Y el salvaje indómito que lleva dentro hacía que todos los escritores teatrales del siglo dorado sufriesen, a la par, tanto la tiña amarilla como el encomio de quien mira hacia arriba .
Cuando empieza ese soneto de “Atreverse, desmayarse…”, lo hace con un verbo pronominal. Eso es amor, pero también es imaginación. Y un trabajo incansable para construir desde el endecasílabo una recreación adornada bajo el paraguas incesante de la asíndeton.
No solamente utiliza el soneto como núcleo central de su conjetura poética , sino que también usa la silva, la estancia, la lira, el romance…. Le daba igual, que igual le daba. Y podía ser artificioso o natural porque dominaba ambas facetas por igual. Sí, sé que, bueno… Sabemos que Cervantes ha sido el escritor que más fama ha dado a nuestra nación, pero el genio maratoniano lo contiene éste (con tilde el demostrativo, porque me apetece diferenciar el pronombre del determinante)[1] bajo un perfume embriagador. Me refiero a este poeta barroco, no al autor que dominó la escena en la primera parte del siglo XVII. Seguramente lloraba cuando leía a Petrarca y a Dante, porque según el propio autor, “lo hacían enloquecer”. Seguro. Don Félix también nos hace enloquecer a nosotros. Como a Marta de Nevares o como Isabel de Urbina, las musas de su círculo poético. De las amantes innumerables no hablamos, porque es entrar en un círculo indefinido de nombres y antojos.
La capacidad para escribir es como aquel pez que nada en el ancho mar. Respiraba autenticidad, igual que su obra dramática, cuyas obras (algunas) fueron creadas en el espacio de veinticuatro horas.
Ese don natural que tenía había de ser como un duende pequeño que gusta y martiriza porque seguramente le creó amor, pero mucho dolor. La singularidad de sus endecasílabos no duerme bajo la oscuridad gongorina (que podría hacerlo), sino en la musicalidad italiana, porque quería llegar a la inmensa mayoría.
Ave, Lope, los que van a leerte, te saludan.
[1] Tildar tanto los pronombres demostrativos como el adverbio ‘sólo’ es, de todas formas, norma de obligado (y antiacadémico) cumplimiento que el Libro de Estilo de EL MANIFIESTO impone a sus autores. (N. de la Red.)
Y, para completar, el famoso soneto sobre el amor.
Lo recita Marta Poveda
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