22 de diciembre de 2024

Director: Javier Ruiz Portella

La religión del individualismo

 

 

“Cuando los amigos se entienden bien entre ellos, cuando los amantes se entienden bien entre ellos, cuando las familias se entienden bien entre ellas, entonces nos creemos en armonía. Engaño puro, espejo para alondras. A veces siento que entre dos que se rompen la cara a trompadas hay mucho más entendimiento que entre los que están ahí mirando desde afuera.”

Julio Cortázar, Rayuela

Hay quienes ven en la posmodernidad una ruptura con la tiranía racionalista de la modernidad, pero eso es sólo una parte, porque no es tanto una separación de la modernidad como una continuación de su antropología individualista.

El posmodernismo sostiene que sólo el individuo conoce, de modo que la persona podría y debería autoidentificarse como quisiera. No sólo eso, sino que el acto prometeico de autodefinirse sería precisamente la rebelión necesaria para reformular un sistema donde todo conocimiento en verdad es una pretensión impostada, una mentira tiránica para acceder al poder. No lo invento yo, es Foucault quien lo dice.

La posmodernidad va en contra de la idea de verdad porque plantea que ésta no puede conocerse en su totalidad, y que cualquier pretensión de lo contrario es una mentira absolutista. Lejos de sentirse derrotada por ello, sostiene con vehemencia la necesidad de expresarse sin justificación. No le importa la contradicción porque nadie sería un interlocutor válido. Sólo uno mismo podría conocerse a uno mismo, y con eso bastaría, ya que el entendimiento entre dos seres distintos sería fundamentalmente imposible.

Es curioso cómo esta corriente se justifica a sí misma para hacerse con el poder e incluso mentir descaradamente. Por un lado, dice que el sentido y el conocimiento reales son imposibles; por el otro, usa el lenguaje instrumentalmente, cínicamente, para hacerse con el poder. Lo que le importa es su “autenticidad”, su propia preconcepción de su ser, su subjetividad. Se dice víctima oprimida, pero no le preocupa oprimir para expresarse, ni tampoco ser incongruente, ya que la congruencia sería imposible. Lo suyo sería egoísmo inevitable, autóctono, natural.

De hecho, para la posmodernidad lo único que realmente existe es el poder y la necesidad de usarlo: eso sería el conocimiento. Dicho así suena como el discurso de un villano de Hollywood, pero no es ficción. O por lo menos no es sólo ficción, sino fe en algo, en una religión nueva; o en una que quizás no es tan nueva como se querría creer.

La “nueva religión” se parece mucho al gnosticismo, una antigua creencia que desfilaba en las mismas pasarelas individualistas que la modernidad y la posmodernidad. Proponía que el conocimiento pleno de este mundo era imposible, ya que la Tierra y el Cielo se encontraban en guerra. La creación había sido un fracaso: el demiurgo (o “artífice”), intentando emular a una deidad superior, habría creado al mundo sin la sabiduría necesaria, y por eso existirían el mal y la ignorancia en el mundo. Es decir, se parte de la alienación con la realidad como principio fundamental.

Algunos gnósticos decían que aquella creación fue malparida adrede, para burlar al dios principal; otros, que fue simplemente ignorancia sin mala intención. Sin embargo, estas visiones gnósticas coinciden en que, a pesar de los errores del creador, éste fue incapaz de eliminar la chispa de la divinidad que yace en el hombre. Como consecuencia, plantean que el hombre debe encontrar y reconocer en sí mismo esa chispa de la divinidad para trascender el mundo y liberarlo de la tiranía de este creador-traidor para advenir lo que siempre debió ser, un dios.

Se parece un poco al cristianismo, en el cual se basó superficialmente, pero también es parecido al humanismo (y al empirismo), el cual cree que el hombre tiene la capacidad para conocer el mundo si tan sólo utiliza cierta facultad natural al individuo. Tal es la apoteosis gnóstica: hurgar dentro de uno mismo por la esencia de lo divino, en práctica presuponiendo que “yo soy dios” en el afán humano de sentirnos buenos. Ésa es la religión de hoy, el trasfondo místico de la masonería, la adoración de la propia naturaleza humana como imagen de lo divino.

Para el moderno, la chispa de la divinidad es la facultad humana de la razón discursiva por la cual, si el hombre estudia deductivamente la realidad, entonces puede alcanzar el conocimiento, crear la utopía e incluso trascenderse a sí mismo como hombre.

Para el posmoderno, la chispa divina está en que cada cual puede conocerse a sí mismo si tiene la valentía de hacerlo. Sus deseos son “su verdad” a expresar como arrojo existencial, ya que en su interioridad se sabe a sí mismo bueno, y si no fuera bueno sería por ignorancia de aquella verdad a la cual se resiste (y que es recursivamente su bondad intrínseca a expresar). Yo-yo-yo. Más de mí.

Si la modernidad buscaba el dominio técnico del mundo para imprimir la propia razón (e identidad) sobre el universo, la posmodernidad busca imponer políticamente la propia arbitrariedad: la expresión emocional y política de su particularidad.

Para lograr su objetivo, la posmodernidad necesita engendrar monstruos gigantescos, grupos dispares que se dicen tolerantes y que lo único que no toleran es “la intolerancia” (como los señoritos del alfabeto). En realidad, es la intolerancia de todo lo que implique coartar su plena expresión vital, entendida como su libertad para definir la realidad. (O sea, psicóticos en perpetua guerra con la realidad buscando amor y reconocimiento a punta de pistola.)

Tal es el problema de la “libre expresión”. Como no existe nada fuera de la expresión, si elegimos prohibir algo o bien tendríamos arbitrariedad e incoherencia, o bien no sería legítimo prohibir nada. ¿Qué quedaría de la libertad de expresión entonces? Sería una entelequia más para el montón.

La cuestión es que el error de esta gente no es exclusivamente suyo, sino de toda la cultura liberal que los rodea. Llevando el estandarte arcoíris representan la vanguardia de las ambiciones culturales de su entorno en su máxima expresión. Se creen así redimidos.

Semejante gesta por liberar al hombre de sí mismo sólo puede concluir en una guerra contra la propia humanidad, pintando enemigos imaginarios para que unos puedan sentirse bien consigo mismos. Por eso, si hoy no hay suficientes racistas, sería necesario inventarlos para que los guerreros eternos no tuvieran que enfrentarse jamás con sus limitaciones, o se esclarecería que el problema no es tanto externo como de su propio corazón.

Si el individualismo hace del individuo un dios, la posmodernidad no es tanto una crítica de la modernidad como su “lado B” más sensiblero. Desvestida de sus ropajes intelectuales, la posmodernidad es la victoria de la pulsión humana en su irrefrenable deseo de expresión, contradicción empedernida que dice descreer de la palabra porque ésta sería sólo un instrumento para prohibir o habilitar su insaciable hambre de reconocimiento y fruición. Lo fundamental sería expresarse, y la congruencia una ficción tiránica. Pero ¿por qué creerle a quien admite mentir y niega la posibilidad de verdad?

Hegel planteaba que de la suma de todos estos procesos íbamos a llegar al conocimiento pleno. Si tan sólo se expresaba todo, surgiría una síntesis a partir de su conflicto: un orden y una paz totales. Pero esta dialéctica superadora ni era una nueva idea ni es real, sino una recapitulación racionalista de cosmologías previas… como la de la religión griega antigua, o la de los egipcios o los babilonios, que enaltecían la capacidad humana de unir lo dispar, el poder del hombre para ordenar. Es lo que cree la masonería deísta que fundó las nuevas repúblicas.

Para los griegos, el mundo era el producto de una guerra entre los dioses para ordenarse entre sí, y Prometeo había robado para los hombres la razón de los dioses, quienes no querían que el hombre la tuviera. Los egipcios, por su part,e adoraban a Horus, el dios que reunió los miembros de su padre Osiris, quien había sido traicionado y despedazado por su hermano Set. Y los babilonios adoraban a Marduk, quien establece el mundo a partir del cadáver de Tiamat y todo un rollo similar.

Todas aquellas cosmogonías como punto de partida presuponen una mala creación, la guerra como madre del mundo, lo que convenientemente expulsa la culpa del mal hacia afuera (y de paso glorifica el conflicto como fecundo), así como endiosa la consolidación de una superación por uno mismo: unir por los propios medios física y conceptualmente fragmentos dispares para ordenar el cosmos. ¡Son religiones humanistas!

El fascismo, el marxismo y la socialdemocracia se nutrieron de los mismos mitos. Resulta también que el “self-made man” libertario no es del todo un mito nuevo, ya que de nuevo es el individuo imponiendo un orden superador que se vaticinaba a sí mismo superior.

En términos psicológicos, estos mitos expresan la mentalidad de un niño caprichoso que cree que puede gritar y patalear para salirse con la suya si es lo suficientemente competente. Es decir, se trata de la idea de que la realidad se establece por berrinche o por fuerza bruta, y que la realidad es poder puro: la virtud es poder y la debilidad insuficiencia. Es el usurpador que mata a su propio padre para ser rey, Cronos castrando a Uranos, el hombre que mata a dios para definir la realidad y alcanzar así la plenitud divina. Es el poder por el poder.

El gnosticismo se queja de que el demiurgo usurpó al verdadero dios que, siendo bueno, nos habría dado el paraíso perfecto, sin mal, y que por ende deberíamos usurpar al usurpador encontrando al verdadero dios dentro de nosotros y así despertar a los demás de su error. Heroico y populista, pretende noblemente iluminarnos a todos, se cree el salvador, busca mostrarse virtuoso, como un millennial en redes, y explica al impulso globalista o neoconservador de exportar la democracia a todo el mundo como una panacea universal.

Para esta perspectiva, el Dios bíblico es el verdadero diablo, ya que intentó e intenta ocultarnos la verdad: que somos dioses. Sólo sería cuestión de encontrar ese conocimiento secreto dentro de nosotros; de comer del fruto prohibido. “Cree en ti mismo”, o lo que es igual: “haz tu voluntad”. Desde esa lente el diablo fue un héroe prometeico que intentó alertarnos de la traición original para que el hombre sea libre de definirse y advenir dios, ya que tal conocimiento divino sólo podría encontrarse dentro de uno mismo (o no tendríamos cómo conocerlo).

Podemos seguir intentando ignorar la religión y creerla misticismo vacío, pero la religión no nos ignorará a nosotros. El hombre siempre tiene creencias y cosmovisiones y siempre se ponen en juego. Son ellas las que determinan nuestra identidad, nuestras lealtades y nuestro destino. Por eso es necesario, primero, cuestionar la idea de que fuera posible ser neutros, carecer de axiomas cosmológicos (que también son psicológicos), y luego establecer cómo es posible entenderse o conocerse.

En ese plano metafísico se puede conversar y comparar creencias, la alternativa es primitivismo moderno. Lo único que quedaría sería la guerra, la banal lucha por el poder, creyendo que somos absolutos y que el mundo debe someterse. Esa fatal arrogancia que quiere definir todo desde el individuo, tarde o temprano, nos matará.

 

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