Las cosas, en Europa, aun no han llegado al grado alcanzado en África del Sur, donde los expolios y asesinatos de granjeros blancos se cuentan por millares. Aquí no, todavía no… Pero las vejaciones, insultos y agresiones que, por el mero hecho de ser blancos, sufren los blancos eso sí que ya ha llegado a Europa, eso sí que ya es el pan de cada día; al menos en países como Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia…., donde no existe el relativo freno, como en España, de una inmigración hispanoamericana que no deja de ser en buena parte de cultura blanca.
Sobre tan aterradora y candente cuestión, François Bousquet ha efectuado en Francia una amplia investigación sobre el terreno. De ella habla tanto en esta entrevista como en su último libro (Le racisme anti-blanc, Éditions de La Nouvelle Librairie).
Ha decidido comenzar su investigación sobre el racismo contra los blancos citando una encuesta de Internet extraída de un foro con el que crecí, jeuxvideos.com. ¿Por qué esta elección?
Estos foros de debate son la banda sonora de una generación: la de una juventud blanca, masculina, no necesariamente desclasada, pero que no tiene un espacio legítimo de expresión. Hay que entender estos foros como un eco en el que resuena lo que los medios de comunicación dominantes se niegan a escuchar: una Francia, una juventud que vive en contacto directo con el racismo contra los blancos, en los patios de los colegios, en los estadios, en las paradas del autobús escolar, en la calle, donde las élites metropolitanas nunca ponen los pies. Como su nombre indica, se trata de foros que lanzan debates sobre temas prohibidos, a pesar de que forman parte de la experiencia cotidiana de los adolescentes blancos. Están repletos de testimonios. Es también en estas plataformas donde estos jóvenes, a menudo aislados, descubren que no son los únicos que sufren una inmigración extraeuropea que impone su ley en su territorio. Mientras que los medios de comunicación centrales, dominados por los pijoprogres y los boomers, practican la prohibición encubierta de todo lo que no pertenece a su círculo, estos foros ofrecen un espacio de reconocimiento, con sus códigos y su léxico americanocéntrico: la burla, el sarcasmo, la ausencia de filtros… Es nuestra Trump’s Troll Army. El resultado: hay más posibilidades de tomar el pulso a una generación aquí que en Radio France o France Télévisios, donde hace tiempo que se ha desconectado cualquier voz que contradiga el discurso dominante.
Los relatos que ha recopilado son de una violencia casi bárbara y nos revelan que el racismo antib lanco no es un fenómeno reciente. Los testimonios de su investigación abarcan casi medio siglo y una de las confesiones más duras de su libro es también una de las más antiguas. Pienso en Sébastien, nacido en 1976, que creció en los barrios conflictivos de Evry. «Aunque solo tengo 7 u 8 años, entiendo perfectamente que si me persiguen es porque soy blanco», le confiesa. Este testimonio, de mediados de los años 80, ya anunciaba el destino que les esperaba a las poblaciones blancas que permanecieran en los grandes conjuntos sustituidos. ¿Qué fuerzas contribuyeron en aquella época a silenciar este fenómeno?
Estas fuerzas no sólo lo silenciaron, sino que lo hicieron posible al moldear el discurso público durante medio siglo. Habría que remontarse muy atrás en el tiempo para reconstruir su historia, pero los años setenta marcan una etapa decisiva. ¿Cuál es el requisito previo para construir un hombre nuevo? La deconstrucción del hombre antiguo. Eso es exactamente lo que ocurrió en aquella época, tanto en la cultura popular como en la erudita: se minó metódicamente la autoestima de los franceses, reduciéndolos a una caricatura de gabachos infames y congénitamente racistas. Tomemos una porquería como Dupont Lajoie (1975); una edulcorada historia sentimental como La vida ante sí, de Émile Ajar/Gary, premio Goncourt en 1975, en la que una superviviente del Holocausto cría con amor a un pequeño Mohammed agradecido (que hay que poner en perspectiva con el destino de Mireille Knoll, también superviviente del Holocausto, asesinada en 2018 en París por su vecino Yacine al grito de «Alá es grande»); una canción propagandística que se enseñó durante mucho tiempo en las escuelas como «Lily» (1977), que de forma cursi —al estilo de Pierre Perret— explica a los franceses que son unos racistas cabrones; o, en el ámbito universitario, un libro tan cuestionable como La France de Vichy (1972), del historiador estadounidense Robert Paxton, que demoniza retrospectivamente a nuestro país. Podría multiplicar los ejemplos. Todos ellos han configurado el panorama mental en el que vivimos.
Todo ello desembocó en la década siguiente en la creación de SOS Racisme y su religión de los «amigos». Mientras tanto, los últimos blancos de los suburbios eran literalmente destrozados. Eso es lo que me cuenta Sébastien, perdido a mediados de los años 80 en el parque Parc aux lièvres de Évry, donde es prácticamente el único blanco, en cualquier caso el único que se niega a asimilarse al revés. Cuando enciende la televisión, se encuentra con el almibarado concierto de los amigos en la Place de la Concorde o con los trémolos humanitarios de Balavoine cantando «L’Aziza», mientras que, en la vida real, a él le revientan la cabeza a golpes con monopatines o le persiguen como a un conejo por ser blanco. Ésa es la gran mentira de Estado del antirracismo: todo lo que, en la calle, esos blancos recibían en plena cara nunca tuvo cabida en la pantalla.
Uno de sus capítulos se titula «Teoría del gran blanco y construcción social del pequeño blanco». ¿Cómo permite el primero que se ejerza el racismo hacia el segundo?
En el imaginario progresista hay dos tipos de blancos: los «grandes» y los «pequeños». Los primeros son la élite globalizada, repleta de títulos, que vive en los centros urbanos y las zonas gentrificadas. Los segundos son caricaturizados, menospreciados, invisibilizados. El primero demoniza al segundo, atribuyéndose el papel de antirracista, cuando en realidad es el mejor agente del racismo contra los blancos. ¿Por qué? Porque al construir la figura repulsiva del «pequeño blanco » —chovinista, paleto, patán—, legitima socialmente las agresiones y el desprecio de que es objeto. El gran blanco lava más blanco que blanco, tanto en sentido literal como figurado. Se envuelve en una postura virtuosa denunciando un «privilegio blanco» que en realidad solo le concierne a él, mientras deja que el «pequeño blanco» cargue solo con el peso del pecado occidental. Al oponer una mayoría blanca sacrificada a minorías santificadas, crea una asimetría de la que se beneficia: refuerza su capital cultural aplastando el capital simbólico de aquellos que ya no lo tienen. Este desprecio social permite que se ejerza el racismo antiblancp, siempre y cuando se dirija contra el único blanco malo: el pequeño, no el grande. Así es como, bajo el manto de la virtud, el gran blanco alimenta el odio contra los «pequeños blancos».
«La mayoría de los testigos con los que he hablado nunca se habían cuestionado su identidad antes de enfrentarse al racismo contra los blancos», escribe usted. Para explicar este mecanismo, retoma la interpretación de Gilles-William Goldnadel, quien postula que su superego culpabilizador les impedía pensar en sí mismos como blancos (por vergüenza del Holocausto, del colonialismo, de la esclavitud…). En estas condiciones de culpa europea, ¿sólo puede revelarse la conciencia étnica a través de la violencia racista?
Esa es la gran paradoja francesa y europea: todos los pueblos de la tierra tienen conciencia de su identidad, excepto nosotros. O más bien: se nos prohíbe tenerla. A los demás se les anima a proclamarse árabes, africanos, musulmanes, trans, queer, lo que quieran… Excepto a los europeos. En cuanto intentan definirse a sí mismos, se les devuelve como un boomerang una lista de delitos imprescriptibles. Es este mecanismo de intimidación el que impide acceder a la conciencia de uno mismo. El resultado es que uno descubre su identidad cuando le golpea en plena cara. Es lo que he observado en la mayoría de los testigos de mi investigación. Ninguno era militante, ninguno reivindicaba una identidad. Ni siquiera lo habían pensado nunca. Pero un día, les cayó encima en forma de agresión. Fue ella la que les obligó a definirse en negativo, pero siempre con un fondo de culpa. Porque en nuestro país, la única conciencia identitaria que está permitida es una conciencia infeliz, culpable, etnomasoquista. Y es suicida, porque es bien sabido que un pueblo que ya no tiene derecho a amarse a sí mismo se condena.
En un capítulo titulado «La farsa de la mezcla»,plantea una cuestión importante: «el separatismo no es una tendencia, es una mecánica». Los hombres no se mezclan. Cuando pueden, huyen de los barrios inmigrantes e incluso en los distritos llamados «multiculturales», el espacio público está segregado («Cincuenta metros más abajo está la pijoprogresía. Cincuenta metros más arriba está Paristanbul»). ¿Cómo explica que los individuos más progresistas sean también los que menos conviven con la diversidad?
La mezcla es la gran farsa de nuestra época. Se celebra en los platós de televisión, se enseña en las escuelas, se invoca como un conjuro moral. Pero en la vida cotidiana, nadie cree en ella, y menos aún quienes la han erigido en dogma. Los apóstoles más fervientes de la convivencia son también los defensores de una distanciamiento social que no se atreve a llamarse así. Se predica la diversidad con la mano izquierda y se elude con la derecha a la hora de elegir la escuela de los hijos o firmar el contrato de alquiler de la vivienda familiar. La asignación de plazas escolares se convierte en una estrategia de evasión reservada a los iniciados. ¿Quién conoce mejor el sistema —y cómo sortearlo— que los progresistas? Sobre el terreno, la mezcla no resiste frente a la realidad. El multiculturalismo puede vivirse, como mucho, como una experiencia musical, gastronómica o turística, pero nunca como una vida cotidiana compartida. Se intercambian recetas orientales, se publican selfies en un concierto de rap, se alaba la criollización en las redes sociales, pero por lo demás se vive entre los nuestros. La frontera está en todas partes: una calle, una estación de metro, el precio del metro cuadrado. A un lado, la pijoprogresía; al otro, Paristanbul; entre ambos, ni siquiera cincuenta o cien metros de distancia. Las segregaciones son invisibles, pero se imponen en todas las decisiones determinantes: la vivienda, el trabajo, la escolarización de los hijos. El universalismo republicano nunca ha funcionado, o más bien, sólo ha funcionado cuando se trataba de asimilar a los iguales, a los italianos, a los españoles, a los portugueses.
En el momento de la agresión, muchas de las víctimas parecen no haber sido conscientes del carácter racista de la violencia que sufrieron. Como si el racismo antiblanco fuera inconcebible, inimaginable, indescriptible. ¿Cuáles son las consecuencias psicológicas, en sus víctimas, de la negación del racismo contra los blancos?
Una forma de doble negación, si me permite la expresión. En primer lugar, la negación oficial, impuesta por el discurso dominante, que nos explica que contra los blancos no hay ningún racismo. En segundo lugar, la negación de las víctimas, más insidiosa, que funciona como un mecanismo de defensa inmunodeficiente. Me explico. Para muchos, el primer impacto del racismo antiblanco es no comprender lo que están viviendo. La violencia que sufren es racial, pero se les prohíbe utilizar esa palabra. Se les ha enseñado que un blanco no puede ser víctima del racismo. No tienen las palabras para verbalizarlo ni las herramientas para pensarlo. La negación impide confrontar el discurso con la realidad; es entonces cuando lo reprimido lo entierra. ¿Dónde? En lo más profundo del inconsciente. Esto es lo que le sucedió a Nicolas, cuyo testimonio he recopilado. Llegó a cuarto curso a un instituto de Crépy-en-Valois, a una hora en tren de París. Durante un año, soportó humillaciones, golpes e insultos por ser blanco. Pero lo más terrible no es eso: lo más terrible es que acabó abrazando la causa de sus verdugos, hasta el punto de integrarse en su mundo y adoptar sus códigos, su lenguaje y su cultura. Eso es lo que me contó. Renegó de todo lo que era para comprarse una paz social o, más bien, una forma de tranquilidad interior que no tenía que cuestionar. Es el síndrome de Estocolmo en su versión multicultural, que yo llamo síndrome de Estocolmoistán. Para estos adolescentes, la supervivencia pasa por las leyes de la imitación. Adoptan las normas culturales impuestas por el ocupante. Porque saben que resistir es exponerse. El proceso es tremendamente perverso: produce rehenes que, para no sufrir más, se convencen de que han elegido su condición. Hasta que un acontecimiento —los atentados de 2015 para Nicolas— rompe el velo de la mentira. Pero ¿a qué precio? Diez años, veinte años perdidos, a veces más. Nicolas se ha liberado de este maleficio, pero ¿cuántos no lo consiguen?
El transporte escolar, los caminos para ir al trabajo o al colegio, la universidad, los centros de acogida, los vestuarios de los campos de fútbol, los centros de formación… el racismo antiblanco parece manifestarse en cuanto se entra en un espacio de convivencia… Eludir la asignación escolar no parece suficiente para evitar las agresiones e incluso Aurore Bergé, ministra de Lucha contra la Discriminación, cuenta que le «escupieron» y la llamaron «sucia francesa». ¿Qué blanco puede escapar hoy en día del racismo contra los blancos?
¿Quién puede escapar aún del racismo contra los blancos? Nadie, al menos si nos atenemos a Aurore Bergé, ministra inamovible del macronismo. Sin embargo, ella se niega a ver en ello una forma de racismo antiblanco (a diferencia de la portavoz del Gobierno, Sophie Primas). Aurore Bergé no es una excepción. ¿Cuántos pijoprogres, agredidos o humillados, prefieren buscar excusas a sus agresores? Siempre recitan las mismas tonterías miserabilistas: la guetización, la pobreza, la discriminación, como si atribuyeran a los inmigrantes una especie de inmunidad moral acompañada de un permiso para agredir con total impunidad.
El racismo antiblanco no ha caído del cielo. Es el subproducto directo de un desequilibrio demográfico sin precedentes, resultado de una inmigración masiva y continua que transforma a las mayorías en minorías en su propio territorio, barrio tras barrio, escuela tras escuela. Mientras se siga negando a poner freno a los flujos migratorios, el racismo contra los blancos seguirá prosperando. No es un accidente, es el síntoma de una sociedad fragmentada, fracturada, entregada a una guerra de todos contra todos, donde la mayoría de ayer se ha convertido en un paria. ¿Qué es el multiculturalismo? Una sociedad sin coherencia, sin proyecto común, sin futuro, es decir, la ausencia misma de sociedad. Es como decir que vivimos en un polvorín. Mientras nos neguemos a afrontar la cuestión migratoria, el tabú se mantendrá. Porque romperlo es reabrir el expediente de la inmigración masiva que ha servido de columna vertebral a nuestras élites durante cuarenta años.
Más allá de las interpretaciones «revanchistas» relacionadas con la esclavitud o la colonización, ¿cuáles son, en su opinión, los resortes del racismo antioblanco? Los testimonios que usted recoge son todos de extrema violencia, el racismo contra los blancos se ejerce de forma casi instintiva, por parte de grupos o incluso de individuos que toman la iniciativa de agredir a franceses o francesas aislados que en ningún momento han buscado ningún tipo de conflicto.
Hay que salir del pensamiento victimista, que reduce el racismo antiblanco a una venganza histórica contra la esclavitud o la colonización. Este esquema interpretativo, difundido por el discurso de la descolonización, es un engaño intelectual. Los testimonios de racismo contra los blancos que he recopilado lo demuestran. Se manifiesta en la calle, en las escuelas, en los estadios, sin que la víctima haya provocado nada. Es gratuito, impulsivo, bestial. El verdadero motor de este odio no es el pasado ni el pasivo del pasado, es el resentimiento. Nietzsche lo dijo todo al respecto. El resentimiento es la pasión de las almas mal nacidas. Es un odio macerado en el fracaso, que se dirige contra aquellos que se perciben como superiores, no porque lo sean necesariamente, sino porque encarnan una imagen envidiada que no nos atrevemos a reconocer. El resentimiento desea lo que odia y odia lo que desea. Es la triste pasión de las sociedades multiculturales. Nace de la comparación. No se alimenta de la colonización —todo eso ya ha muerto—, sino del fracaso, aquí y ahora, empezando por el fracaso escolar. De este fracaso nace en los primeros años una rabia que sólo encuentra salida en la violencia racial gratuita.
En «Séance de lynchage – la tombe du collégien inconnu» [Sesión de linchamiento: la tumba del colegial desconocido], desentierra varios cadáveres del armario mediático. Un artículo de Le Monde, titulado «El espectro del racismo antiblanco», en el que se relatan las violencias inauditas cometidas contra una marcha de estudiantes por un millar de suburbanos que vinieron a agredir a «los que tienen cara de víctimas» con motivo de las manifestaciones contra la ley Fillon en 2005. Al año siguiente, se repitió la misma historia con motivo de las manifestaciones contra el CPE, con la diferencia de que las redadas racistas podrían haberse evitado. Usted cita el testimonio de Patrick Buisson, quien afirma que Nicolas Sarkozy, entonces ministro del Interior y rival de Villepin, «tomó la decisión de dejar que las bandas de negros y árabes agredieran a los jóvenes blancos en Les Invalides, al tiempo que informaba a los fotógrafos de Paris Match de la probabilidad de que se produjeran incidentes graves». Así, hace ya veinte años, el diario de referencia y el primer policía de Francia, futuro presidente de la República, eran conscientes de la existencia del racismo antiblanco. ¿Cómo explica la toma de conciencia, tan breve como oportunista, de estas élites francesas?
Tiene razón: la lucidez mediática y política de 2005-2006 fue tan breve como oportunista. Dos artículos en Le Monde y un reportaje en Paris Match. Nada más. Después, se cerró el caso como se deshace uno de un cadáver. Desde entonces, se ha impuesto un silencio sepulcral. Esa capa de plomo es el racismo sistémico, que lo ha bloqueado todo e impide pensar en el racismo antiblanco. Este racismo sistémico es un engaño teórico, uno más: supone que todas las estructuras sociales —la escuela, la policía, la administración, etc.— están atravesadas por un racismo inconsciente pero omnipresente, siempre en beneficio de los blancos. Sin embargo, mirad la realidad: ¿quién controla hoy los barrios? ¿Quién controla las calles? ¿Quién impone la ley en los vestuarios, los institutos, los estadios, los autobuses? Desde luego, no los «dominantes» tal y como los fantasean en la Facultad de Ciencias Políticas. Si hay algo sistémico, es el antirracismo erigido en religión de Estado, pero un antirracismo que clasifica a las víctimas según criterios étnicos, que fabrica jerarquías memoriales, que borra a los blancos de las estadísticas sobre el racismo. En este sentido, se puede afirmar que el único racismo sistémico que existe es el racismo contra los blancos.
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