9 de junio de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

El filósofo Sören Kierkegaard

La dialéctica de la ausencia: nuestros muertos, siempre presentes, siempre amados

Cada vez que en el ámbito de la cultura se evoca un talento universal entre los argentinos, se suele pensar en Jorge Luis Borges, y quizás esté muy bien. Borges, parece por momentos un milagro de la literatura; y ante los milagros, no cabe otra actitud que el descreimiento o la aceptación. Sin embargo, un lucero solitario, hijo dilecto de la Cruz del Sur, brilla en los cielos argentinos con orgullosa soledad, refulge solamente para quienes saben contemplarlo. Filósofo, teólogo, poeta, periodista, escritor, sacerdote y criollo cabal, la referencia es para don Leonardo Castellani. El cura santafesino, con su estilo lúcido, con su canto de ruiseñor incomprendido, con la sencillez del rocío y el vuelo del cóndor, protagonizó varias polémicas en su largo itinerario espiritual. Una de ellas, resonante por el tono, fue con el filósofo italiano Michelle Federico Sciacca.

Castellani asistió a una conferencia de Sciacca en la que éste meditaba en torno a la figura del danés Sören Kierkegaard. Aguijoneado por los calificativos que Sciacca lanzó sobre el filósofo de Copenhague, Castellani sumergió su pluma en la tinta caliente de la cólera y le envió una durísima carta al maestro italiano:

“He ido ayer a su “conferencia” sobre el filósofo danés Soeren Kierkegaard para ver si había progresado usted sobre lo escrito en 1944 en su Historia de la Filosofía, pág. 499 de la traducción española. No ha progresado usted. Le convendría progresar.

Dice usted allí erróneamente de Kirkegord lo siguiente:

“Deformó los problemas de la existencia, de la moral, del pecado, de la fe, como son entendidos por el cristianismo auténtico (¿el de usted?). Kirkegord es a la vez la negación del cristianismo (¡falso!), como lo es el mismo luteranismo, de quien deriva su concepción de la existencia (¡falso!).”

Y remata el cura Castellani:

“Nunca he visto un gran hombre caricaturizado y calumniado como vi ayer a Kirkegord. Si yo le dijera a usted que no ha entendido a Kirkegord y que no posee la llave para entenderlo […] Usted afirmó categóricamente que en la doctrina de Kirkegord “estaba ausente el prójimo”, que era por tanto “antisocial” y de “un refinado y completo egoísmo” ¿Ignora Usted acaso que Kirkegord tiene un libro sobre el amor al prójimo? […] Kirkegord amó al prójimo de la manera más alta que se puede imaginar, comparable a la de los más grandes santos. […].

Sus obras geniales, producidas en medio de las mayores dificultades y el desprecio más grande de sus contemporáneos, son puros actos de caridad”.

A la famosa carta de Castellani no le sobra una palabra, no posee un solo punto fallido en la urdimbre de su contextura plagada de bronca y afán de desagravio; pero el tema de meditación en este artículo no es la misiva enviada al filósofo italiano, sino la obra de Kierkegaard, que es una oda al amor al prójimo. Más precisamente, meditaremos en un tipo de amor mistérico y necesario: el amor a los difuntos.

En su libro Las obras del amor, Kierkegaard se demora en la realidad de la muerte. Con tono grave sostiene que la muerte no sólo perfora toda ilusión, sino que disipa por completo la vida haciéndola entrar en la nada. Ahora bien, el recuerdo de nuestros difuntos desde un “parentesco del polvo”, hace que se borre toda diferencia. Escribe el danés:

“Sí, visita el cementerio para mirar de frente la vida desde ese lugar. […] visita más bien el cementerio por la mañana temprano, cuando el sol provoca juego de luz y sombra entre el follaje, cuando la dulce belleza del lugar, animada todavía por el canto de los pájaros, te hace olvidar que te hallas en el reino de los muertos”.

La tesis central del texto kierkegaardiano es la siguiente: debemos amar a los hombres visibles, pero también a los que hemos visto y ya no vemos porque la muerte los ha llevado. El recuerdo debe ser respetuoso, no se debe molestar al muerto con quejas o gritos, se debe actuar con él como si estuviera dormido, aguardando su propio despertar. La obra de amor que consiste en conservar el recuerdo de un muerto es la obra de amor más desinteresada.

La pregunta se impone ante nosotros: ¿Por qué esa obra de amor es la más elevada? Simplemente porque el amor humano lleva inherente en su naturaleza la espera de la recompensa, el consuelo de la reciprocidad. Ahora bien, el muerto no ejerce ninguna reciprocidad. Conservar su recuerdo es una obra de amor que se ejerce con la mayor libertad.

Volvemos a Kierkegaard:

“El difunto no grita como el niño, no impone su recuerdo como el menesteroso ni implora como el mendigo, no obliga a los otros a atenderlo. No ejerce presión exhibiendo su miseria. No dice una sola palabra, se calla en el más total silencio”

En esa dialéctica de la ausencia, su silencio es su presencia. Se dice que, luego de su partida, el recuerdo que más cuesta conservar es el de la voz del difunto, quizás porque resulta ya un eco que se va apagando en los círculos concéntricos de sus susurros. Kierkegaard sostiene que, a medida que el difunto se reduce a polvo, uno va liberándose del penoso recuerdo y entonces se pregunta magistralmente: ¿Es un verdadero amor ese modo de liberarse? Justamente, recordar implica luchar en contra del tiempo y sus estragos. Conservar el recuerdo de un muerto —que para el danés constituye la obra de amor más fiel—, es trascender la tristeza del duelo. La medida de la fidelidad en el amor es la actitud frente a ese recuerdo:

“Un muerto te da el criterio de ponerte a prueba a ti mismo. […] Acuérdate del muerto; si así lo haces, además de la bendición ligada a esa obra de amor, estarás en posesión de la mejor regla para comprender la vida”.

Todos los eneros son pozos de sombra desde que partió mi madre, una herida de verano austral que se abre también en invierno, porque así es la dialéctica de la ausencia y por eso medito una vez más sobre la muerte. Podría haber apelado a Heidegger y sus sesudas reflexiones en los parágrafos 51, 52 y 53 de Ser y tiempo; pero elegimos salir de camino con el filósofo de mi vida, a quien descubrí, justamente, por don Leonardo Castellani. “La vida pega la vuelta redonda y disimulada” cantaba entre nosotros Don José Larralde, y tenía razón.

Cada vez que rezo por mi madre repito el mismo estribillo:

“Mamá, espérame en un patio lleno de gorriones, / llegaré con mis alforjas colmadas de pan”.

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