Para que usted no padezca incomodidades, está mal vista la «alta cultura». Esta expresión, originaria del siglo XIX (Matthew Arnold, 1869), llevaba aparejada la de «baja cultura», que ha acabado ofendiendo a demasiada gente. La gente se ofende por todo; por ejemplo, por no saber cosas. Para que la gente no se ofenda por no saber cosas, se ha establecido que no existe diferencia entre alta y baja cultura. No saber quién es Mozart también es cultura, porque, a cambio, sabes quién es Melody. Había que elegir, Mozart, Melody, y tú elegiste Melody y, en definitiva, ¿quién es nadie para juzgarte?
Llegados al siglo XIX, la Humanidad ya había hecho demasiada cultura. Entonces un señor pensó en organizar un poco todos los libros, los cuadros, los lienzos y las partituras. No se sabía ya por dónde empezar a leer y por dónde salir de un museo, y había demasiados organilleros. Sin maldad, vio que había obras mejores, resistentes, y a todo lo resistente lo llamó «alta cultura». Si algo era alta cultura pasaba a formar parte del «canon», y así la gente, guiada por el canon, podía cultivarse y no ser por siempre imbécil.
El canon tenía sus cosas malas, como hacer creer a los ciudadanos que la alta cultura era escasa, apenas cuatro nombres por siglo. En compensación, servía para que todo el mundo conociera a Platón, Cervantes, Tintoretto y Vivaldi. Es decir, durante décadas la alta cultura sirvió para jugar al Trivial Pursuit.
Luego llegaron los franceses, y empezaron a dudar de todo, porque son muy juguetones. De pronto (Foucault, Derrida…), no existía nada mejor, nada bueno, nada central, nada bien escrito, y podías leer a Faulkner o a alguien que escribía mucho peor que Faulkner, pero te hacía gracia. A un Jamaicano, por ejemplo. A una húngara analfabeta, también. ¿Por qué Faulkner era mejor que una húngara analfabeta escribiendo libros? Nadie lo sabía, dijeron los franceses.
Que para escribir parezca conveniente no ser analfabeto quedó en suspenso. Los analfabetos tenían de pronto muchas cosas que decir.
Así, incluyendo a todo el mundo en todas partes, siendo respetuosos, no siendo elitistas, llegamos a la moda del siglo XXI de negar que haya una cultura alta y otra baja. El gusto es relativo, Francia es relativa; no hay nada en París que no puedas ver en Palencia, salvo DisneyLand. DisneyLand y Eurovisión son tan cultura como puedan serlo la capilla Sixtina y las Cuatro Estaciones. Acaso más.
Y ahí estamos, diciéndole a la gente que la alta cultura no existe, porque nunca ganaban en el Trivial Pursuit.
Compagnon
Antoine Compagnon es francés, pero a la antigua. Acaba de publicar en España Con la vida por detrás (Acantilado), donde nos dice que su vida se limitó a leer buenos libros, apreciar grandes artistas y localizar conexiones entre todo el saber humano disponible. Diría uno que no ha perdido el tiempo.
Profesor en retirada, decidió dedicar su último curso en la universidad al final y sus derivadas, y luego hacer este libro sobre lo mismo. En él, habla de la vejez y de la muerte, de las últimas palabras que uno pronuncia, del «estilo tardío» en los artistas. O, en palabras de Chateaubriand: »Del admirable temblor del tiempo».
Leyendo Con la vida por detrás, no encuentra uno nada que no sea alta cultura, lo que sirve para indicarnos varias cosas. Primero, que la alta cultura existe, y desde hace mucho más tiempo que tú. Segunda, que es en la alta cultura donde uno encuentra cobijo, pues se halla en diálogo permanente consigo misma desde hace dos mil años y hasta que tus nietos la descubran. Y tercero, que la alta cultura no es más que verdad heredada.
Compagnon aborda el final de Sartre, Rembrandt o Goethe («Envejecer es retirarse progresivamente del mundo de las apariencias»). Hay miles de citas, decenas de láminas (un cuadernillo central), una sensación vibrante de estar tocando oro en cada página, saber luminoso y esencial. Es un libro a partir del cual sólo queda leer más libros, aprender más cosas y sentirse agradecido.
«Estoy ocupado muriéndome», dijo H. G. Wells. «De lejos el respeto es mayor», dijo Tácito. «Me gustaría poner a toda la raza humana en mi contra», dijo Baudelaire.
«Mejor callar que quejarse», escribió Gide. Todas las citas, y las coincidencias de diversos escritores en citar las mismas frases a lo largo de los años, y la representación de esas ideas en cuadros o poemas, generan algo que sólo podemos calificar como cultura con mayúsculas, un proceso en marcha del que sería suicida darse de baja y no digamos minusvalorar. La baja cultura es entretenida, pero cuando la pones toda junta no sale una catedral, sino un mercadillo.
«Llegó un momento en que, considerando lo poco que me quedaba de vida, me dije: no hay ni un día que perder… Y desde entonces no he hecho nada que valga la pena». (Gide)