México es un gran país con una mala clase política, pues una cosa son los pueblos y otra sus gobernantes. Prueba de ello es la descortés e insólita decisión de López Obrador (AMLO) y Sheinbaum de no invitar al rey de España a la investidura de esta última escudándose en que no había contestado a una carta que le envió AMLO hace casi seis años. Obviamente ésta es una excusa falsa: dicha carta era una provocación carente de cualquier atisbo de buena fe que mencionaba un grotesco «pliego de delitos» por el que nuestro país tendría que disculparse por la época de dominio hispánico (1521-1821). Curiosamente, López Obrador no envió ninguna carta parecida a los EEUU por las condiciones abusivas que impuso tras su victoria en su guerra contra México (1846-1848), por las que le arrebató más de la mitad del territorio que éste había heredado de España y que contaba con una superficie muy superior a la del original imperio azteca, pues España había incorporado nuevas tierras que se quedó México tras su independencia en 1821.
Estos conflictos artificialmente creados suelen ser cortinas de humo utilizadas por políticos populistas e inescrupulosos para granjearse el aplauso de los suyos. Sin embargo, este victimismo, construido sobre una burda deformación de eventos acaecidos hace siglos, contiene un relato fuerte por repetitivo. Como diría Trollope, si bien los hechos son falsos, están bien contados; los argumentos no tienen lógica alguna, pero son convincentes. La cuestión es muy relevante tanto para México como para España, y ello nos obliga a defender la verdad histórica que el nuevo populismo comunista quiere ocultar.
El papel civilizador de España
La crítica a la Conquista se apoya en una doble distorsión: la minimización del papel civilizador de España con falsas acusaciones de genocidio y la exaltación del imperio aborigen azteca, ocultando su carácter primitivo y cruel.
Esta caricatura de la realidad no soporta el escrutinio de la historiografía moderna. Así, el historiador mexicano Fernando Cervantes describe la acusación de genocidio como «absurda» y lo considera «un mito extrañamente pertinaz (…): si se visita EEUU y Canadá y luego México y Perú uno se da cuenta de que los llamados genocidios se dieron en otra parte». En realidad, «los indígenas eran por definición vasallos y no podían ser esclavizados», y no hubo imposición del cristianismo por la fuerza, sino un proceso «mucho más gradual, más de acomodación y de respeto a la heterogeneidad, a la diversidad, donde por lo general se respetaba todo lo que existía si no iba completamente en contra de los postulados del Evangelio» .
El trato a los indios fue objeto de debates antropológicos y jurídicos que dieron lugar a una legislación pionera precursora de los derechos humanos y extraordinariamente adelantada a su tiempo, aunque no siempre la realidad en la lejana América fuera fiel al espíritu y letra de la ley.
Dicha legislación parte del testamento de la gran Isabel la Católica, cuya humanitaria defensa de los indios es bien conocida, y continúa con las Leyes de Burgos de 1512, que reconocían el derecho de los indios a la libertad, a un salario justo y a la propiedad privada. Más tarde, las Leyes Nuevas de 1542 prohibieron cualquier tipo de esclavitud, y Felipe II dictaminó que «todos los obreros trabajaran ocho horas cada día, repartidas a los tiempos más convenientes para librarse del rigor del sol» (una legislación laboral «progresista» en 1593). Finalmente, las Leyes de Indias recopiladas en 1680 ordenaban que fueran castigados «con mayor rigor los españoles que injuriaren o maltrataren a los indios que si los mismos delitos los cometiesen contra españoles», y defendían el matrimonio por libre voluntad de las indias, puesto que «los indios usaban vender sus hijas a quien más les diese para casarse con ellas, y no es justo permitir tan pernicioso abuso (…), pues no se contraen los matrimonios con libertad y los maridos las tratan como esclavas, faltando al amor y lealtad al matrimonio». La nueva presidenta de México, que se declara, cómo no, feminista, parece ignorar el polígamo y violento machismo de la sociedad mexica (esa «gran civilización» a la que tanto alaba), al igual que calla la defensa de la mujer que trajo España.
La realidad de la sociedad azteca
El choque cultural que supuso la Conquista fue bidireccional, pues los conquistadores pasaron de la Europa de Aristóteles, Séneca, Santo Tomás de Aquino, Shakespeare o Cervantes, del Renacimiento de Tiziano, Miguel Ángel y la basílica de san Pedro, a una cultura que no conocía el arado ni la rueda (inventada 6.000 años antes) y cuya arquitectura (que no conocía el arco de medio punto), si bien monumental, palidecía en comparación con las catedrales góticas o los templos griegos y romanos construidos siglos y milenios atrás.
Pero el mayor choque fue que los españoles venían de una sociedad basada en el Derecho y ordenada por los principios cristianos y llegaron a una sociedad que rendía culto a dioses «cuyos templos eran osarios invadidos por el hedor y las moscas y cuya ira debía ser apaciguada con la inmolación de vírgenes, niños y prisioneros a los que se arrancaba el corazón para embadurnar de sangre las paredes y luego precipitar los cadáveres fuera del edificio para que fueran devorados». Un testigo como Bernal Díaz del Castillo relata cómo «cortaban brazos, piernas y muslos y se los comían como en nuestro país se come la carne de carnicería». Esta tiranía opresiva, distópica y caníbal en la que decenas de miles de personas eran sacrificadas anualmente mientras la mayoría de la población vivía semi esclavizada fue la que impulsó a los indios aliados de Cortés a rebelarse.
A pesar de ello, la nueva presidente de México no ha dudado en defender en su investidura que «el origen de la grandeza cultural de México reside en las grandes civilizaciones que vivían en esta tierra siglos antes de que invadieran los españoles», unas declaraciones delirantes, pero disculpables en una comunista de tercera generación que siente el mismo amor por la verdad que un vampiro por el agua bendita.
En definitiva, España “liberó” el continente, en acertada expresión de Marcelo Gullo, y aunque existieron abusos patentes inseparables de la naturaleza caída del hombre y el afán de gloria y riqueza motivó muchas conductas (en algunos casos, fruto de una ambición legítima y, en otros, de una codicia desenfrenada), España no se limitó a extraer oro y plata, sino que compartió lo mejor de sí misma y jamás olvidó el noble objetivo de evangelizar. El primer hospital fundado en Méjico (el Hospital de Jesús) fue construido en 1521 y aún sigue funcionando como tal, la primera escuela se abrió en 1523, la catedral vieja de Ciudad de Méjico en 1524, la primera Universidad en 1553 y el primer diccionario español-náhuatl se publicó en 1555. Finalmente, y al contrario que otros países europeos, los españoles se mezclaron con la población local sin prejuicio racial alguno hasta el extremo de poder afirmar que no sólo compartimos una misma lengua, sino también una misma sangre.
El México de ayer y de hoy
¿En qué estado se encontraba México cuando se independizó? Veamos un testimonio imparcial. Cuando en 1803 Humboldt visitó Nueva España, ese «tesoro escondido» (como él mismo la denominó), se admiró de lo adelantado de su economía y sociedad y de la belleza y monumentalidad de Ciudad de México, que en aquel entonces era mucho mayor que Nueva York y a la que denominó «Ciudad de los Palacios». Sobre ella, Humboldt afirmó que «ninguna ciudad del nuevo continente puede exhibir establecimientos científicos [museos, universidades] tan grandes y sólidos». Ciudad de México era también una ciudad segura: entre 1800 y 1812 hubo sólo 25 personas acusadas de homicidio, a razón de dos por año .
Conviene recordar que cuando se independizó en 1821 tras tres siglos de dominio español el PIB per cápita de Méjico era sólo un 25% inferior al de España, habiendo llegado a superarlo en períodos anteriores, su tasa de alfabetización era sólo un poco inferior y su esperanza de vida era muy parecida.
En las décadas posteriores a la independencia, México se empobreció notablemente en medio de una gran inestabilidad política y tuvo que esperar a la larga dictadura de Porfirio Díaz (1876-1911) para disfrutar de un período de estabilidad y relativa prosperidad que sólo recuperaría, tras la revolución, durante el enorme desarrollo económico del que disfrutó entre 1940 y 1970. En esta época, su PIB per cápita relativo a España recuperó sus niveles máximos, algo muy notable dado el espectacular desarrollo económico que España tuvo entre 1950 y 1974.
Desgraciadamente para México (también para España) los crecimientos de mediados del s. XX no se han repetido. Hoy, doscientos años después de su independencia, el PIB per cápita de México de AMLO es un 60% inferior al de España, y mientras nuestro país es el 9º del mundo con mayor esperanza de vida, México ocupa el puesto 94. En España se producen unos 300 homicidios al año, pero en México AMLO deja un récord de 31.000 homicidios anuales, lo que supone una tasa de criminalidad per cápita 35 veces superior a la española. México también es uno de los países más corruptos del mundo, con el puesto 136 de 142 (España ocupa el puesto 23).
Lamento sinceramente esta situación catastrófica de un país hermano de gran sabiduría y admirable uso de nuestra lengua común (con un vocabulario mucho más rico que el que usamos en España), pero culpar de su situación actual a eventos acaecidos hace 500 años, dos largos siglos después de que el destino de México recayera completamente en manos de los mejicanos, atenta contra la lógica y contra la justicia. Si México se viera a sí mismo como un país exitoso, próspero y seguro, ¿creen ustedes que estaríamos hablando de esto?
El académico mexicano Juan Miguel Zunzunegui aborda esta sinrazón en su interesante libro Los Mitos Que Nos Dieron Traumas, donde afirma que México sigue usando la Conquista «como pretexto de todas sus desgracias», un «delirio de persecución» que resume así: «Ahí está el detalle, como diría Cantinflas: es que hace más de cinco siglos unos 400 aventureros castellanos guiados por Hernán Cortés, junto a 150.000 indígenas, tomaron Tenochtitlan, y por alguna razón extraña hay un vínculo entre ese lejano acontecimiento y todas nuestras desgracias de hoy».
El nuevo comunismo perfumado
Los españoles deben tener claro que la descortesía de López Obrador y Sheinbaum al excluir al rey no representa al pueblo mejicano. De hecho, define a los excluyentes más que al excluido, pues no ofende quien quiere, sino quien puede: maldición de perro flaco no llega. AMLO es un mesías frustrado que culpa al neoliberalismo, al colonialismo, al cambio climático o al cometa Halley de sus fracasos. Por ello, tras pasarse media vida con el puño en alto prometiendo el fin de la corrupción, de la pobreza y de la violencia si alcanzaba el poder, cuando al fin llega, poco cambia. Como dicen los mejicanos, cacarear es fácil: lo difícil es poner. Le aplica la letra de esa gran canción mejicana: «Sabes mejor que nadie que me fallaste / Que lo que prometiste se te olvidó / Sabes a ciencia cierta que me engañaste».
Lamentablemente, una mayoría de mejicanos, desesperados o seducidos por la política de subsidios del populismo de ultraizquierda y sus falsas promesas de futuro (un futuro que jamás se alcanza), ha visto al tándem AMLO-Sheinbaum como su única esperanza tras siete décadas de corrupción del PRI y la gran frustración que supuso el PAN, algo quizá comprensible, más aún en medio de la profunda crisis de identidad que está atravesando el país y que supone un caldo de cultivo para los demagogos.
Desde fuera de México, sin embargo, AMLO siempre pareció un iluminado, con sus programas televisados diarios de propaganda personal (las «mañaneras») en los que monologaba durante casi tres horas delante de dos docenas de periodistas y agitadores afines para crear un culto a la personalidad al estilo de Chávez con «Aló presidente». Así, mientras sus políticas fracasaban, su esfuerzo por alcanzar la popularidad tuvo éxito, como muestra el contundente resultado electoral de su protegida, que copiará el modelo.
Desde el extranjero también se han seguido con preocupación los últimos movimientos de control institucional de AMLO, típicamente comunistas, que aparentan querer asegurar la permanencia en el poder de los suyos. Stalin decía que lo importante no es quién vota, sino quién cuenta los votos. Quizá por ello AMLO intentó realizar un cambio constitucional para controlar el Instituto Nacional Electoral, encargado de los procesos electorales. En aquel momento no alcanzó la mayoría de 2/3 en el Senado, pero inmediatamente intentó hacer lo mismo aprobando una simple ley, atajo que fue declarado inconstitucional por el Tribunal Supremo. Su siguiente ataque se dirigió entonces contra el poder judicial mediante una nueva reforma constitucional. Aprobada en el Congreso en sólo ocho días y logrando esta vez los 2/3 requeridos del Senado por un solo voto (un senador de la oposición que cambió de criterio), la reforma permitirá que todos los jueces federales y estatales, incluyendo el Tribunal Supremo, sean elegidos mediante el voto popular que AMLO y Sheinbaum dominan por el momento. Así, los jueces no sólo no tendrán que aprobar una oposición o ser evaluados por el Consejo Federal Judicial (órgano que desaparecerá), sino que perderán completamente su independencia al ser controlados por un nuevo Tribunal de Disciplina Judicial cuyas decisiones serán inapelables. Dicho tribunal también será elegido por voto popular coincidiendo con el ciclo electoral presidencial, por lo que estará controlado por el presidente de turno.
Vienen tiempos nublados, que diría Octavio Paz. El nuevo comunismo, perfumado para que no huela, se ha colado en México.
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