Monseñor Luis Argüello y la Conferencia Episcopal Española, que se precian de su mansedumbre y delicadeza frente a quienes atacan a la Iglesia, han vuelto a demostrar que, cuando se trata de enfrentarse al pulso de la historia, prefieren blandir una marchita rama de olivo en vez de una espada. La resignificación del Valle de los Caídos, ese templo de piedra que gime entre ecos de rezos y debates, ha dejado claro que la Iglesia española parece más interesada en ser aceptable que en ser fiel.
En su afán por ser políticamente correctos, han escogido el camino más cómodo: el del diálogo sin convicción, la concesión enfermiza y, en última instancia, la rendición. Mientras tanto, la cruz monumental permanece erguida, testigo mudo de cómo quienes debieran defenderla eluden la pelea. Porque, claro, ser firme y enfrentarse a las corrientes adversas requiere más agallas de las que parece haber en abundancia en la actual jerarquía eclesiástica.
Monseñor Argüello, con esa diplomacia suya de manual, ha explicado con serenidad lacayuna el respaldo “total y unánime” de la CEE al proceso. Pero, visto lo visto, uno se pregunta si lo “unánime” no era, más bien, el susurro común de unos señores preocupados por no levantar polvo. La Iglesia, antaño guía y refugio, parece haber olvidado que su misión no es complacer, sino ser un faro de verdad y convicción, cueste lo que cueste.
Mientras la sociedad se resquebraja entre bandos, mientras los símbolos y valores que una vez definieron una fe son diluidos en el torbellino del relativismo, ahí está la Conferencia Episcopal, repartiendo sonrisas amables y asentimientos vacíos. Y uno no puede evitar pensar en cómo sería todo si, en lugar de tanto protocolo, hubiera un poco más de furia y determinación. Porque defender una basílica no es solo cuidar ladrillos y mortero; es preservar lo que representa. Y ahí, es donde monseñor Argüello y compañía han fallado estrepitosamente.
El Valle de los Caídos seguirá siendo un campo de batalla simbólico, pero parece que la Iglesia ha decidido desertar. Y lo peor no es que lo haga; lo peor es que lo hace con una sonrisa, convencida de que ceder terreno es un acto de paz. Como si la historia perdonara a los tibios.
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